La unidad lationoamericana, esa quimera
El continente latinoamericano se encuentra hostigado por todas partes. Es un acoso que no cesa: por el lado económico -crisis profunda y estremecedora deuda exterior- y por la geoestrategia política diseñada por las dos superpotencias, en la que va incluida la guerra en el talle centroamericano. Dos síntomas positivos y esperanzadores brotan, sin embargo, en el dramático cuadro: la recuperación democrática en Argentina, Uruguay y Brasil, y la posición estrenada recientemente por Cuba, ante el bloqueo arrogante y pugnaz de Estados Unidos a Nicaragua. La beligerante e irracional postura norteamericana frente al régimen sandinista y los fracasos domésticos han hecho suavizar a Fidel Castro pasados dogmatismos y predicar nuevas flexibilidades porque no ignora el alto precio pagado tras el maridaje forzado con la ortodoxia marxista-leninista: cambio de una dependencia tosca por otra más fría y estricta, pero mucho menos eficiente en términos económicos para arreglar el nivel de vida de los cubanos. La verdad es que la penetración soviética en el área se debe más a los errores de Washington que a una vocación decidida del Kremlin: es el regalo de una parcela lejana, en una zona de influencia costosa y no deseada, derivado del bloqueo comercial en los comienzos de los años sesenta.¿Cuándo se permitirá a los pueblos latinoamericanos edificar libremente y sin tutelas su propio destino? Ya Octavio Paz, lo adelantó en 1964: "Sólo una asociación libre de toda influencia no latinoamericana puede preservarnos". Estas palabras más que un lamento constituyen una invocación al pergeño de una empresa netamente latinoamericana como solución solidarida y actuante para poner coto a una situación de dependencia global y, al mismo tiempo, individualizada. Ahora bien, ¿posee Latinoamérica, aquí y ahora, la madurez cívica y política suficiente para un planteamiento unitario? ¿Qué antecedentes históricos existen al respecto que puedan contribuir a agostar el vigente y tremendo desamparo latinoamericano?
La interpenetración y la multilateralidad a escala universal son monedas de curso legal en el lenguaje y la práctica políticos. Como también lo es la creación de unidades nuevas de cooperación y convivencia, si bien algunas se entintan de pretensiones religiosas fundamentalistas, y otras, de riguroso calado comercial. Las mareas acercadoras se ven facilitadas por las tensiones bélicas o las amenazas de quiebra económica. Esta crispada cohesión entre naciones aparece, pues, aconsejada por el peligro inminente de la crisis total. Antes de dejar de existir se hace el último intento: en bloque aumenta la capacidad de negociación, y la voz colectiva contiene más peso específico en los foros internacionales; tal vez hasta es escuchada y tenida en cuenta.
Francisco Miranda y Simón Bolívar, dos criollos venezolanos, fueron los que propusieron la conveniencia de aunar los esfuerzos latinoamericanos en los albores de la emancipación. Aunque Bolívar se encargó de dar el cemento doctrinal al proyecto, el afán unitario que rezumaba su filosofía se desvaneció como algo ambicionado y no alcanzado. A Bolívar le sobró tensión emocional y le faltó un exacto conocimiento de la realidad. Su sueño de la América entera, de 1831, se rompió en 19 pedazos a causa de las intrigas personales, las disparidades nacionales y regionales, las guerras civiles, los militares-caciques, los nacionalismos exasperados y los manejos económicos sucesivos de británicos y norteamericanos. Un hombre solo no es capaz de constituir a la mitad del mundo. El hondureño Morazán, en su intento centroamericano de unificación, y el cubano Martí, en su versión poético-revolucionaria de Nuestra América, continuaron el fatídico destino antes de
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que finalizara el siglo XIX. Todos los tímidos amagos unitarios y las dos últimas apuestas de más enjundia, el panamericanismo y la hispanidad, de esa unidad superior que solicitaba Juan Valera para el continente latinoamericano fracasaron y forman parte de¡ cortejo funerario histórico.
El gran fallo del panamericanismo hay que atribuirlo, como apuntaba Jorge Castañeda hace 20 años, a la vinculación que desde un principio mantuvo con Washington, en el sentido de estar identificado con el Gobierno norteamericano, sus políticas e intereses. Ese lamentable error inicial ha supuesto que no se alcanzaran los principios básicos de una cooperación económica fluida y vigorosa, encaminada a transformar las menguadas condiciones de vida de los pueblos latinoamericanos. Por otra parte, la trascendencia política del panamericanismo hay que estimarla como muy limitada, ya que no ha servido, por la misma razón de imposición disciplinaria por el lado norteamericano, para establecer los lazos de solidaridad lo suficientemente sólidos y recíprocos para crear una comunidad política operativa.
El carácter artificial y de desigualdad congénita del panamericanismo se observó igualmente en la política de la hispanidad, con la particularidad de que las bases doctrinales en que se sustentaba adolecían de un esencialismo retórico inadmisible, a la par que se querían imponer sectariamente, es decir, iban dirigidos a los estamentos más conservadores del tejido social latinoamericano, con lo que ocasionó recelo y prevención manifiestos en los no beneficiados por el discurso.
De todas formas, la nómina de las agrupaciones políticas, religiosas, económicas, partidarias y sindicales constituidas en la región a partir del término de la II Guerra Mundial es elevada. Las que han sobrevivido al paso de los años exceden las 25. Unas sufren de paternalismo, y otras se ven aquejadas de falta de voluntad política real. De todas ellas, merece la pena destacar: la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), con graves problemas internos, debidos a las pugnas entre el sector conservador y el progresista, amén del contencioso con el Vaticano por culpa de la teología de la liberación y la delegación de poderes; el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TRIAR), no respetado unilateral y arbitrariamente por el Gobierno norteamericano con ocasión de la guerra de las Malvinas, y la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuya eficacia y credibilidad ha ido languideciendo con el tiempo, a causa del excesivo y contundente protagonismo norteamericano.
Para un intento serio y moderno de integridad latinoamericana se precisa, en primer lugar, la voluntad política de llevarlo a cabo, y en segundo, el respeto mutuo entre todas las partes y en todo momento. Esto significa que los latinoamericanos asumen íntegramente la responsabilidad de modelar y construir el proyecto. Asimismo tendrán que asumir que fatalidad geográfica, al decir de Cossío Villegas, del coloso del Norte es un dato principal no desdeñable, con vistas a los pactos de futuro y sin que ello suponga hipotecar los principios irrenunciables de latinoamericanidad y la capacidad general de maniobra. Los latinoamericanos tienen que desechar la morbosa relación con Estados Unidos, esa mezcla de atracción y repudio que arranca de los primeros fervores independentistas. Una cosa es negociar con los norteamericanos en situación de igualdad y soberanía plena y otra muy diferente es dejarse arrastrar por el complejo de tener que admitir sin rechistar el destino manifiesto y el monroísmo, las dos musculosas doctrinas del imperio del dólar.
Por lo que hace referencia a España, nadie pone en duda la cantidad de elementos en común que nuestro país tiene con la otra orilla, comenzando por la historia compartida y la lengua que manejamos. El devenir histórico de los españoles no se comprende ni se redondea sin la aventura americana; y los pueblos latinoamericanos perderían su identidad cultural y condición histórica de querer borrar lo obvio de la relación profunda de un plumazo. Ahora bien, ¿tiene algún sentido, hoy día, que desde España se promueva una comunidad iberoamericana de naciones? Ante este proyecto, apenas oficialmente esbozado, me habita la duda porque veo en él serios inconvenientes. El primero, su nombre; tal titulación iberoamericana podría ser cuestionada antes de formalizarse, ya que el empleo del término no es general, sino restringido a la política española. El segundo, una proposición comunitaria y, en cierto modo, unitaria proveniente de nuestro país estimo que no va a ser aceptada, pues dado el pasado histórico -remoto y próximo- de las relaciones internacionales, puede ser traducida o interpretada de resabio colonialista. El tercero, de admitirse la idea española, ¿qué papel jugaría nuestro país en la comunidad, si es que tiene que jugar alguno? El, cuarto, teniendo presente la acogida desagradable norteamericana al Grupo de Contadora, ¿cómo entendería Estados Unidos la creación de esa comunidad, en su patio trasero, que se independiza de raíz de su órbita aparentemente cálida y protectora? El quinto, ¿cuál serían los objetivos y el contenido de la comunidad por nacer? Y el sexto, ¿estaría dispuesta España a contribuir con recursos económicos bastantes para que la operación llegue a buen puerto?.
A ese manojo de preguntas sin respuesta enfrento, como contrapunto, las experiencias británicas con su Commonwealth, ente más real que formal, y con cuyos miembros mantiene unas relaciones singulares, pero muy firmes. El olfato político y el hábito secular de los británicos para practicar una política pragmática de lo real se engarzan con la ofensiva cultural del actual Gobierno francés en tierras latinoamericanas: importante ayuda económica a las Alliance Française allí establecidas, medidas de todo tipo para promocionar su industria cultural -libros, películas, etcétera-, apoyo político a la etnocéntrica y fantasmal Union Latine, y edificación de la maison des pays iberiques en Burdeos, de clara proyección latinoamericana. ¿No será que Francia, por medio de eta conquista cultural, intenta sustituir a España en las viejas provincias de ultramar?.
Aunque no me guíe un concepto patrimonial equivocado de la historia, siempre he manifestado que lo que define y tipifica la acción española en América es la cultura. El gran logro español, con sus virtudes y defectos, consistió en el trasvase cultural y civilizador al nuevo mundo.También he declarado que la idea comercial de "España, puente de Latinoamérica en Europa" es una teoría voluntarista que la realidad de las relaciones económicas, basadas en la multilateralidad, se encarga con tozudez de desmentir. No existe tal. supuesto imperativo, y la decisión reciente de la CEE de formar un grupo para negociar directamente con los países centroamericanos, a fin de suministrarles recursos financieros para salir del marasmo actual, avala mi tesis.
La idea unitaria de Latinoamérica como entidad política de nuevo cuño es algo que corresponde decidir y perfilar a los latinoamericanos, y nada más que a ellos. De ahí que considere que la pretensión española de organizar una comunidad iberoamericana de naciones se deba insertar, también exclusivamente, en el campo cultural, por ser el único que posee entraña propia y, a la vez, común. Un ministro español ha dejado escrito en estas mismas páginas lo siguiente: "La presencia de España en el mundo debe ser, en primer término, una presencia cultural, habida cuenta la impresionante magnitud de nuestro patrimonio histórico". A lo que añado: Es el patrimonio que españoles y latinoamericanos compartimos porque una gran parte del mismo lo hemos ido edificando juntos a lo largo de los siglos.
Dentro de lo aventurado, por no decir quimérico, que resulta plantear la unidad latinoamericana, la propuesta de una comunidad iberoamericana de naciones o es abordada bajo el prisma cultural o corre el riesgo de quedar, por vaciedad de contenido o por abuso de indefinición, en una decepción, en pura anécdota. Como Bolívar, se volvería a arar en el mar.
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