Un discurso solidario
EL REY Juan Carlos, a quien la Constitución atribuye "la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales", pronunció ayer en la sede de las Naciones Unidas el discurso de apertura de la 41ª sesión de la Asamblea General. Se trata de un acontecimiento de gran significación simbólica, que viene a sancionar el prestigio internacional de don Juan Carlos de Borbón, cuyo fundamental papel en la transición española es hoy universalmente reconocido.La Organización de las Naciones Unidas (ONU), nacida en 1945 como instrumento destinado a evitar la repetición de la tragedia que acababa de vivir la humanidad, demostró su eficacia a lo largo del período de descolonización, sobre el que existió un acuerdo mínimo suficiente entre las dos superpotencias, pese a la guerra fría ya iniciada. Pero ese mismo proceso, al modificar radicalmente el escenario internacional, incluida la composición de la ONU, tomó caducas muchas de las concepciones, principios y estructuras en que se apoyaba la carta fundacional. En la actualidad, casi dos terceras partes de los 159 países miembros de la ONU están sometidas a regímenes que no respetan en el interior de sus fronteras los principios democráticos, y otros tienden a olvidarlos en sus relaciones con las otras naciones. La crisis financiera que hoy amenaza la continuidad de la organización es, en el fondo, un reflejo de la crisis política que deriva de las contradicciones emanadas de esa situación, que bloquea desde hace años organismos como el Consejo de Seguridad y convierte en ineficaces los intentos de evitar el surgimiento y continuidad de conflictos localizados, pero dramáticamente mortíferos.
Pero la historia siente horror al vacío: la falta de alternativas y el temor de que en ausencia de un foro internacional como la ONU esos conflictos degenerarían más fácilmente en enfrentamientos planetarios son factores que operan en favor del mantenimiento de la organización, aun a sabiendas de que gran parte de su función se agota en el terreno de las buenas intenciones y los enunciados éticos.
En este terreno de los principios se ha situado el discurso de don Juan Carlos. Es de subrayar la oportunidad de su mención a los límites del ejercicio del poder nacional en las relaciones internacionales, ejercicio que, para ser legítimo, "deberá inspirarse en una conciencia ética y respetar los derechos de los otros pueblos". Frente a la tendencia a que sea la fuerza la que presida las relaciones entre las naciones, el Rey ha hecho un enérgico llamamiento "para que la negociación y el diálogo se impongan de una vez a la intolerancia y la intransigencia a fin de que la fuerza de la razón y del derecho prevalezcan sobre la razón de la fuerza". Sin olvidar que "no cabe armonía si en el mundo se mantienen situaciones de clara injusticia".
La descolonización ha supuesto la consagración del principio de la diversidad cultural de la humanidad, pero por ello mismo resulta urgente acabar con situaciones anacrónicas, residuo de un pasado colonial, como la que padece España en relación a Gibraltar. El Rey ha recordado la declaración suscrita en 1984 entre España y el Reino Unido como pauta para la recuperacion de la integridad territorial española por vía negociadora y sin menoscabo de los intereses de la población del Peñón.
El hecho de que a lo largo de la última década los pueblos de varios países del continente latinoamericano que pugnaban y pugnan por recobrar la libertad hayan vuelto su mirada hacia la transición política española y el prestigio de que don Juan Carlos disfruta en esas tierras otorgan particular valor a las palabras de éste sobre ese continente, con cuyos pueblos "nos sentimos solidarios en la búsqueda de soluciones justas a los problemas políticos, económicos y sociales con los que se enfrentan". Pero existe una responsabilidad de la comunidad internacional para evitar que procesos de democratización en curso se vean abortados por las dificultades económicas, y en ese sentido es imprescindible una actitud "de generosidad y apoyos concretos" para alentar las políticas de ajuste necesarias en esos países, y en particular en aquellos agobiados por su enorme deuda exterior.
Don Juan Carlos no rehusó referirse a la grosera política racista de los gobernantes surafricanos, que constituye "un ataque flagrante a la concepción de la unidad del género humano", ni a los peligros que para la paz derivan de la generalización de las prácticas terroristas. Su dimensión internacional hace necesaria la cooperación entre todos los países, con medidas concretas. La creciente tendencia, alentada por las grandes potencias, a sustituir los foros de relación multilateral, y el de la ONU en primer lugar, por cauces bilaterales desdice de los propósitos que presidieron la fundación de las Naciones Unidas. También don Juan Carlos llamó la atención sobre el hecho.
En definitiva, todo su discurso resultó un alegato, si no brillante, sí contundente, en favor de la pervivencia del espíritu de solidaridad y paz entre los pueblos que dio origen a la ONU. Para los españoles, acostumbrados durante décadas a vivir en un verdadero gueto intelectual y político respecto al resto del mundo, la figura del Rey inaugurando las sesiones de esta Asamblea General es del todo gratificante.
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