Las elecciones y sus circunstancias
La limpieza del sufragio y un marco de libertad institucionalizada real han caracterizado, sin duda, las consultas electorales celebradas desde 1977. De ahí su indiscutible credibilidad, manifestada, entre otras cosas, en la aceptación general de sus resultados, según el autor de este artículo. Puede afirmarse que la primera fuente de legitimación del sistema político radica hoy en las elecciones. Hay, sin embargo, algunas sombras que convendría despejar.Los dos principales defectos de la ley electoral vigente, a saber, la descompensación que provoca en la relación de proporcionalidad entre voto popular y número de escaños y la desconexión que genera entre candidatos y electores al imponer un régimen de listas cerradas y bloqueadas. En segundo lugar, el comportamiento de los medios de comunicación social de titularidad pública y, por último, la confusión en que se han desarrollado las recientes elecciones sindicales.La primera cuestión tiene su origen en la representación proporcional corregida que introdujo el real decreto-ley sobre normas electorales de 1977, al que hay que rendir tributo por los grandes servicios prestados. Estableció un ejemplar régimen de garantías de transparencia e imparcialidad en el proceso electoral, y bajo su influencia se impulsó la superación de la sopa de letras que en aquellas fechas singularizaba el mundo de los partidos políticos. Calificado por los dirigentes socialistas, después de su derrota electoral de 1979, de injusto, arbitrario y regresivo, no tuvieron inconveniente, alguno, una vez en el poder, tras su triunfo de 1982, en reproducir su esquema básico con los imprescindibles retoques. A mi juicio, el sistema electoral en vigor es aceptable, aunque son precisas modificaciones que eviten que la distorsión de la proporcionalidad y las listas cerradas y bloqueadas terminen, a medio plazo, por destruir la representatividad genérica del sistema.
El defecto principal radica en la prima excesiva que, en número de escaños, se atribuye al partido que alcanza más votos populares. La desviación oscila entre un 9% y un 12%, de tal manera que con un 48% de los sufragios se obtiene no ya mayoría absoluta, sino tres quintos de los escaños en el Congreso de los Diputados. Tal efecto descompone algunos equilibrios constitucionales, pues hay en la Constitución previsiones que, incluidas para forzar la continuidad del consenso más allá del momento constituyente, exigen una mayoría de tres quintos (por ejemplo, la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial).
Comoquiera que este supuesto hipotético ha estado a punto de producirse en la realidad -el PSOE, en octubre. de 1982, con el 47% de los votos, quedó a ocho escaños de la mayoría de tres quintos-, sería aconsejable suavizar el efecto de sobrerrepresentación que daña sensiblemente los derechos y legítimos intereses de otros cuya desvinculación o distanciamiento del régimen político sería abrir una espita de deslegitimación.
Representatividad
No se defiende aquí, ni mucho menos, la adopción de la proporcionalidad pura, imposible por otra parte sin previa reforma constitucional, sino una combinación más ajustada de los principios de representatividad y eficacia que deben inspirar cualquier ordenación electoral razonable. La ampliación del número de diputados a 400, la distribución de 350 entre las circunscripciones provinciales con arreglo a su población y la sustitución de la fórmula de D'Hont por la de Saint Lagüe, que establece unos divisores distintos (1,4, 3, 5, 7... en lugar de 1, 2, 3, 4) son los tres cambios viables que reducirían sensiblmente la actual desviación en la relación voto / tscaño, aproximando nuestra legislación electoral a la de la Europa democrática, que ha optado por la representación proporcional.Por otra parte, parece conveniente implantar las listas abiertas y el mecanismo del voto preferencial para que los electores tengan la posibilidad de favorecer a uno o varios candidatos y ordenar según su criterio la lista del partido al que han decidido dar su apoyo. Esta medida, aun cuando no es aprovechada por un gran número de ciudadanos, produciría una aproximación entre los votantes y los candidatos que fortalecería la representatividad del sistema institucional. Jordi Solé Tura, en estas mismas paginas, sugería la posibilidad de regular la participación directa de los electores en la composición de las candidaturas, a imagen y semejanza de las elecciones primarias norteamericanas. Es sin duda una propuesta atractiva, pero supone trasladarse al otro extremo, es decir, pasar del sistema más cerrado posible -el vigente- al sistema más abíerto posible. Ensayar fórmulas que establezcan una mayor dependencia del candidato con respecto a los votantes parece más asequible. El problema es de tal alcance que casi merece la pena vislumbrar los retoques constitucionales precisos para democratizar el sistema electoral.
El segundo punto de sombra se refiere al comportamiento de los medios de comunicación social de titularidad pública -el Ente Público RTVE- antes y durante las campañas de referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN y de las elecciones generales de junio de 1986; comportamiento que representa un ejemplo que no debería repetirse si, junto al comprensible propósito de conservación del poder por medios lícitos, se aspira con honestidad a enraizar y fortalecer las instituciones democráticas. No se trata ahora de discutir cómo debe configurarse y actuar la radiotelevisión pública en una democracia. Se puede aceptar, a título de premisa mayor, que el Gobierno, por serlo, se beneficie en más amplia medida de su utilización; lo que resulta rechazable, en términos absolutos, es su instrumentalizacíón al servicio de las estrategias electorales del partido gubernamental. La televisión no sólo ha favorecido al Gobierno -también fue así bajo los Gobiernos centristas-, sino que ha sido, a conciencia y por sistema, beligerante contra terceros, lo que no ocurrió en tiempos de UCD.
Tratamiento discriminatorio
La supresión de todos los programas de participación plural, la editorialización de las noticias, los ataques y críticas sin posibilidad de contestación a los dirigentes de la oposición, la desfiguración o simplificación de sus posiciones, la manipulación durante la última campaña electoral de las figuras de Fraga, Carrillo, Suárez y Roca y de sus respectivas opciones políticas, así como la proyección excelsa de la imagen de Felipe González, son otras tantas vulneraciones de las reglas del juego, de las escritas en el estatuto jurídico de RTVE y de las no escritas pero inherentes a una vida pública democrática. Impedir el acceso natural de los partidos políticos y grupos sociales representativos al más poderoso medio de comunicación social y obstaculizar, sin derecho a hacerlo, la transmisión veraz de su mensaje, reduciéndoles de este modo a una suerte de impotencia es camino seguro hacia la gradual deslegitimación del sistema político de democracia pluralista en el sentir de los perjudicados, que no son pocos. Existe el riesgo de que el control socialista de la radiotelevisión pública conduzca a poner en cuestión los resultados electorales. Rectificar el panorama descrito es exigencia de la razón democrática.Finalmente, también suministra materia de meditacíón la escasa claridad de que han adolecido los recientes comicios sindicales. El proceso electoral que acaba de concluir en el ámbito sindical ha sido el más sucio de nuestra corta historia democrática. La multitud de impugnaciones y la incertidumbre de los resultados son síntomas inequívocos. Hay en castellano un dicho expresivo: quien hace un cesto hace ciento. Hecha la primera trampa, se cierne el peligro de otras. La pérdida de confianza en la limpieza y eficacia de la participación electoral es también vía por donde puede fluir a chorros la corriente deslegitimadora del sistema político.
Las consultas electorales son, sin duda, a pesar de esas sombras, la principal fuente de legitimación del régimen democrático. Pero hay otra circunstancia que, por el momento, coadyuva al buen funcionamiento de las instituciones representativas: el sistema de partidos, con su inestabilidad crónica en el espacio no socialista, y la ausencia de una alternativa de poder al socialismo imperante, en un horizonte a corto plazo, puede llegar a ser causa de un alto porcentaje de abstención deslegitimadora.
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