Derecho de huelga y derechos de los ciudadanos
Desde hace unos años, la amplitud y la intensidad de los movimientos huelguísticos han disminuido claramente, no sólo en nuestro país, sino también en la generalidad de los países occidentales. El autor explica cuáles son esos factores y en qué medida es conveniente regular este derecho mediante una ley específica.
En el origen de la disminución de los movimientos huelguísticos se encuentran, no cabe duda, circunstancias económicas, pero también, inducidos por ellas, aunque no enteramente dependientes de ellas, otros factores: la caída de una visión excesivamente simplista, en cuanto dicotómica, de los problemas sociales; el alejamiento creciente de las teorizaciones sobre la conflictividad permanente y el convencimiento de que resulta necesario volver a dosificar conflicto y consenso, disminuyendo las dosis del primero y aumentando las del segundo; la difusión de las prácticas de concertación social, con lo que conllevan de contención del reivindicalismo a ultranza y de puesta en funcionamiento de mecanismos consensuales de asignación de recursos y distribución de sacrificios (por consiguiente, de infrautilización, por las organizaciones de trabajadores, de su poder de mercado a cambio del aumento de su influencia política).Nada de eso, sin embargo, implica un cambio fundamental y definitivo en la concepción jurídica y política del derecho de huelga. El derecho de huelga, elevado entre nosotros por la Constitución de 1978 a la categoría de derecho fundamental, no puede ser considerado, como algunos pretenden, una mera reliquia -molesta- de una fase del conflicto de clases ya superada históricamente. Algunos teóricos sociales se apresuran a enterrar a los sindicatos, o al menos van cavando su fosa, ante la llegada de la sociedad posindustrial; y quieren, lógicamente, enterrarlos, como se hacía con los faraones egipcios, con sus riquezas y sus atributos de poder: sobre todo, la huelga. Sin embargo, prescindiendo ahora de la crisis del movimiento sindical y de la necesidad de su adaptación a las nuevas realidades con que se enfrenta y que ha de gestionar -para algunos, lo que se precisa es una auténtica reconversión del sindicato-, la huelga, aun en una sociedad menos conflictiva y más interesada, seguirá, ante todo, representando algo muy importante: en el compromiso de clase que, con todas las matizaciones que se quieran y actualizando cuanto se quiera los términos y los planteamientos, subyace a la ordenación jurídica básica de las sociedades occidentales, el derecho de huelga es el instrumento fundamental que obtienen las fuerzas del trabajo para la defensa de sus intereses. A las fuerzas económicas (y obvio es que usamos los términos con todas las salvedades precisas), nuestra Constitución les reconoce importantes garantías: la libertad de iniciativa económica, la tutela y defensa de la productividad, la proclamación de la economía de mercado. Frente a ello, el derecho fundamental reconocido a los trabajadores es el derecho de huelga, que no es concedido, como los otros derechos constitucionales, a los ciudadanos en abstracto, sino sólo a determinados ciudadanos caracterizados por su posición social: los trabajadores. De ahí proviene la trascendencia del reconocimiento constitucional del derecho de huelga: el legislador constitucional es consciente de que, a pesar de las proclamaciones de igualdad y de justicia social, subsisten desigualdades, injusticias, contrastes inevitables de intereses. Y reconoce, a quienes están en una posición dependiente, un instrumento de lucha para que puedan hacer avanzar a la sociedad en el sentido de los postulados proclamados por la Constitución, compensando la actuación de fuerzas que operan en sentido contrario. La democracia no es sólo, entonces, una democracia representativa: en la ordenación jurídico-política de la sociedad, el derecho de voto no es el único instrumento de actuación reconocido a los ciudadanos; junto a él se reconocen y actúan otros instrumentos, el más importante de los cuales es el derecho de huelga reconocido a los trabajadores.
Instrumentos de presión
Por otra parte, y junto a ello, las sociedades avanzadas se hacen más vulnerables a la utilización de instrumentos de presión. Aumentan los grupos de trabajadores que se encuentran con un poder exorbitante en sus manos, incluso aparecen grupos numéricamente reducidos de trabajadores que por su situación profesional cuentan con -y a veces ejercen- un auténtico poder de chantaje en relación con el resto. de la sociedad. Y la presión, cada vez más, suele ejercerse sobre terceros no directamente implicados en el conflicto, en particular sobre ciudadanos o usuarios que son quienes verdaderamente pasan a sufrir, las consecuencias de la huelga.
Ante ello, no cabe duda que la sociedad tiene derecho a defenderse. Y que, a la par que se mantiene el carácter fundamental del derecho de huelga, y se le reconoce la tutela correspondiente, hay que predisponer los mecanismos de protección necesarios para salvaguardar los servicios esenciales de la comunidad y los derechos de los ciudadanos, así como los bienes constitucionalmente protegidos. Y aquí surge el problema: si no cabe duda que toda regulación es limitación y que el derecho de huelga no es un derecho absoluto, sino que ha de conocer límites derivados de la existencia de otros derechos y bienes constitucionalmente protegidos, la regulación legal puede caer en la tentación de tratar de solucionar los complejos problemas que en la sociedad actual derivan del ejercicio del derecho de huelga mediante el establecimiento de importantes limitaciones al mismo, que reduzcan, o anulen, su capacidad de dañar. Y ésa es una tentación que se ofrece también a los Gobiernos de izquierda: algunos partidos de izquierda, una vez instalados en el poder, creen necesario volver la página y cortarle las uñas al gato sindical, para evitar que dañe las refinadas moquetas que adornan su nueva instalación.
Aparte de esa tentación, y se caiga o no en ella, la regulación legal corre un riesgo importante: si no es aceptada por sus destinatarios, puede resultar ineficaz.
En estas condiciones, cualquier solución debe pasar, probablemente, por la vía de la autorregulación del derecho de huelga. Los sindicatos son instituciones maduras y responsables, deben hacerse cargo de la delicadeza y de la complejidad de los problemas afectados por los conflictos sociales en una sociedad avanzada, y deben hacer un esfuerzo para ser capaces de tutelar los intereses de los trabajado res que representan sin necesariamente hacerlo a costa de la colectividad de los ciudadanos o de los usuarios de los servicios. Y, por ello, deben avanzar en la autodisciplina del ejercicio del derecho de huelga, aprobando códigos de comportamiento y autorregulación por sectores de actividad o, en su caso, por empresas, en los que se concilien la defensa de los legítimos intereses de sus representados con las garantías necesarias para el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad y para la tutela de los restantes derechos y bienes que gozan de protección constitucional. Ello constituiría un avance importante en la mejora de las relaciones sociales, pero, quede claro, no es sólo una concesión de los sindicatos: éstos no pueden ignorar la trascendencia de los problemas con los que se enfrentan ni los riesgos que corren en la hora actual, y avanzan do por la vía de la autorregulación, hacen, muy probablemente, de la necesidad virtud.
¿Cuál es entonces el papel de la ley? ¿Ha de producirse una abstención legislativa que confíe todo a la autodisciplina? Aunque algunos de los defensores de la autorregulación defienden también esta idea, mi opinión es la contraria. El legislador debe intervenir, estableciendo el marco en el que la autorregulación debe operar fijando las sanciones que hayan de corresponder a la violación de los compromisos asumidos en las normas de autorregulación, y previendo soluciones a aplicar en caso de inexistencia de dichas normas. Una intervención legislativa de este tipo, que incluso incentive la vía de la autorregulación, no debe ser vista con desconfianza por los sindicatos. Hay que tener el valor de romper los moldes que sea necesario y buscar respuestas innovadoras a los desafíos nuevos con los que todos nos enfrentamos.
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