La estela de un torero
El manoletismo continúa vigente 40 años después de la tragedia de Linares.
Con la tragedia de Linares Manolete entró en la leyenda y su recuerdo permanece vivo, 40 años después. Todo el mundo taurino ha venido rememorando, durante estas cuatro décadas, su pundonor, su personalidad, su profesionalidad; el hieratismo con que interpretaba las suertes, del que resultaba una versión acentuadamente dramática del toreo. Y, en pura técnica taurina, la perfección con que efectuaba la suerte del volapié. Todo ello es cierto y explica la supremacía que Manolete alcanzó en su tiempo; supremacía que le llevó a mandar en el toreo, a alcanzar una popularidad, nacional e internacional, que ningún torero ha alcanzado después, aun teniendo en cuenta las limitaciones de comunicación y el aislamiento político que vivía aquella España de posguerras. Era una España dificil y empobrecida, de lutos y de hambres, que necesitaba símbolos e ídolos para vivir la vida como se pudiera.
Aficionados conspicuos, que habían vivido el toreo de la preguerra, en la década de los años treinta -la mejor de toda la tauromaquia- ponían el reparo del toro, mucho más chico en los años cuarenta, como consecuencia lógica de la conflagración civil, que había mermado las ganaderías. También denunciaban el afeitado de las reses. No era una corruptela nueva, pero en esos años cuarenta tomó carta de naturaleza: muchos toreros se beneficiaron de ella y principalmente el que mandaba en la fiesta.
Espectáculo nacional
A despecho de figuras ilusionantes o ilusorias, símbolos, soflamas y consignas, pocos críticos germinaban en la vida nacional, y en el mundo del toro también. La fiesta de toros aún era entonces el espectáculo nacional por antonomasia, mantenido por multitud de espectadores que conocían a fondo y podían recitar de coro la historia y los cánones del toreo. Manolete era el ídolo, pero esta numerosa facción docta admiraba más la graciosa pureza de Pepe Luis Vázquez o la hondura enciclopédica de Antonio Bienvenida. La popularidad, desde luego, rodeaba a Manolete y a su mítico apoderado Camará. Eran características las gafas de sol que llevaban ambos, de montura ovalada, que la gente bautizo "manoletinas" e incorporó masivamente a los complementos de su indumentaria. El fervor popular no impedía que por entre sus ensoñaciones se introdujera la socarronería, muy propicia cuando comer era una aventura. Y apenas la radio dio a conocer el pasodoble del ídolo, la gente ya le había cambiado la letra: "Manolete, Manolete, si no sabes torear pa que te metes".
Pero, entre anecdotas, el toreo amanoletado había experimentado una contrarrevolución importante que tendría incalculables consecuencias. Los cánones del toreo los había revolucionado Juan Belmonte, un cuarto de siglo antes, revalorizando los tiempos clásicos de parar-templar-mandar y cargar la suerte. Manolete rompió estos moldes poniendo el toreo de perfil. Cargar la suerte, desde Manolete, ya no era necesario para ser figura del toreo.
Obtenida licencia la torería para no-cargar-la-suerte, el paso siguiente fue poner el toreo de espaldas. En los años cincuenta gran parte del toreo se hacía de espaldas, y en los sesenta se tiró de rodillas para descubrir y magnificar el salto de la rana. Entre el natural de perfil manoletista -hierático, emocionante- y el salto de la rana medirá un abismo, mas un invento trajo el otro por lógica evolución.
Quizá el tremendismo iconoclasta y grosero habría sido el destino del toreo si no hubiesen existido otros diestros, de gran calidad, que mantenían vigentes las enseñanzas de Belmonte. En realidad, desde la contrarrevolución manoletista, el desarrollo de la fiesta ha seguido dos caminos paralelos. Uno, el que se sustenta en los fenómenos tremendistas hijos de cada tiempo: después de Manolete, Litri-Chamaco- El Cordobés -y en este último (años sesenta) la heterodoxia toca fondo- Otro, Pepe Luis Vázquez-Antonio Bienvenida, para los años cuarenta y cincuenta; Antonio Ordóñez-Rafael Ortega-Manolo Vázquez, para los años cincuenta y sesenta; El Viti-Paco Camino para los años sesenta-setenta. Con una anotación importante: Antonio Bienvenida es mantenedor del repertorio y de la pureza del toreo en el amplio período que transcurre entre los años cuarenta y setenta, y Antoñete y Curro Romero, entonces y después, de sus valores artísticos.
Los años setenta sufren la gran crisis de la historia del toreo, como consecuencia del fraude generalizado, la degeneración del toro, el atropello del arte de torear y la desconsideración con el público en que incurrió el taurinismo durante los años sesenta, al amparo del boom turístico y la prosperidad económica de aquella década. La vuelta a la autenticidad ha sido dificil y no completa. El manoletismo sigue vigente -ya casi nadie carga la suerte- y con peor daño para la fiesta siguen más vigentes aún las claves que estructuraron el negocio taurino a partir del fenómeno manoletista. El manoletismo fue tan productivo, que los taurinos profesionales tienen parado el reloj en los años cuarenta.
Babelia
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