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El sindicato y el Gobierno

Ojalá que la conmemoración del primer centenario de UGT sirva al menos para enfocar la actual problemática sindical desde una perspectiva histórica. En los primeros años de la transición, la memoria histórica, más instintiva que consciente, desempeñó un papel crucial, pero en este último lustro los agentes sociales, y sobre todo el Gobierno, parecen haber perdido brújula tan valiosa. Los mismos líderes que en la segunda mitad de los setenta se distinguieron por un fino olfato, hasta el punto de actualizar un legado histórico que era todo su patrimonio, sin repetir viejos errores, en los ochenta, obsesionados por borrar toda huella de aquel período, se han transformado en los enemigos más recalcitrantes del pasado. Pues, si la memoria es selectiva, el afán de olvido cercena en bloque. Nada se recuerda, porque cualquier recuerdo puede asociarse a lo que se pretende olvidar. España se ha convertido así en el reino de los desmemoriados, en el que no cabe mayor impertinencia que recordar a unos y a otros lo que decían pensar hace tan sólo 10 o 15 años.Con la mirada retrospectiva de un siglo conviene considerar tres hechos fundamentales que, de algún modo, pueden iluminar el actual conflicto Gobierno-sindicato. El primero, tan obvio como olvidado, hace referencia a que el sindicato socialista es creación de un partido' que se había impuesto como objetivo la superación de la sociedad capitalista. Justamente, esta meta es lo que otorga al movimiento socialista su carácter revolucionario, pese a que desde los orígenes se mantuviese fiel a una política de presiones y de reformas, que descarta la violencia y que se aviene con el gradualismo. Desde una misma estrategia obrera -el carácter de clase sí que era consustancial- partido y sindicato configuran dos cuerpos distintos, con tareas propias cada uno, pero, cual hermanos siameses, unidos por la cabeza: las, ejecutivas se solapaban de tal forma que, de hecho, constituían una sola dirección.

Este modelo, que como consecuencia de la guerra civil se ha sobrevivido hasta la segunda restauración, tenía su razón de ser en el carácter revolucionario del movimiento socialista, pero dejó de ser operativo en cuanto esta vocación se degrada a mera retórica. Una vez que ha desaparecido del horizonte práctico la superación de la sociedad capitalista, con la consiguiente supresión de las relaciones salariales, partido y sindicato tienen tareas específicas, a veces complementarias, otra incluso competitivas o divergentes, sin que las entronque ya ninguna meta común. La sepa ración del partido y sindicato era ya un hecho objetivo, mucho antes que de ello se percibieran ambas organizaciones hermanadas por la rutina y la tradición y seguras de necesitarse mutuamente en la consolidación de cada una.

El segundo hecho que importa tener en cuenta es que el PSOE ha sido en el pasado, y ha continuado siendo en el presente, el partido hegemónico de la izquierda. Antes estuvo confrontado, por una parte, con el anarquismo, que por principio renuncia a hacer política, dejando un espacio vacío que no pudieron llenar por completo los socialistas; por otra, con los comunistas, que sólo fueron una alternativa real durante la guerra y por razones propias de la contienda. En los años ochenta, no obstante la política de centro derecha que lleva a cabo el Gobierno socialista, tampoco se decanta una opción viable a la izquierda. Es el hecho más significativo de estos últimos años, imprescindible para comprender mucho de lo que acontece debido a la divergencia creciente entre dinámica social y representación política, fenómeno que incide de manera esencial en las tensiones entre sindicato y partido socialistas. Dos millones de parados atacan directamente la línea de flotación del sindicato, al permitir una reestructuración de las relaciones laborales que cuestionan buena parte de las conquistas alcanzadas; en cambio, esta cifra escandalosa no ha ayudado a que mejoraran las opciones políticas a la izquierda del PSOE.

Si el partido mantiene su hegemonía, sin alternativa visible a la izquierda ni a la derecha, la UGT, en cambio, ha tenido que vencer el reto difícil de que el Gobierno sea de la familia, con la presión constante de un poderoso sindicato comunista. También hasta la guerra civil la UGT había arrastrado su inferioridad frente a la CNT, éste sí un sindicato fuerte y competitivo, por muy anarquista que fuese. La acción ugetista se ve en el presente mediatizada por la existencia de un fuerte sindicato comunista, así como en el pasado lo estuvo por la hegemonía anarco- sindicalista, envite que explica el tercer hecho al que quiero referirme.

Cuando en los años veinte la UGT llegó a constituir una fuerza sindical considerable -su desarrollo fue más bien lento en las tres primeras décadas para luego crecer vertiginosamente en los años treinta-, el rumbo zigzagueante de su etapa capital se explica en buena medida por el influjo anarquista, que la empuja a posiciones extremas, tanto al aceptar el competir por la izquierda, como al tratar de diferenciarse, mimetismo, tanto de aproximación como de rechazo del anarquismo, que resultó catastrófico. La UGT oscila entre la colaboración indirecta con la dictadura de Primo de Rivera, en el empeño de avanzar por el camino del reformismo, y el planteamiento de una estrategia revolucionaria durante la II República, una vez agotada la experiencia de 1931 a 1933.. Francisco Largo Caballero representa un doble fracaso, como líder de un nuevo tipo de sindicato reformista, en las peores condiciones imaginables, ya en los linderos de la colaboración con la dictadura, y como líder revolucionario, el pretendido Lenin español, corresponsable del estallido final con la política de amagar y no dar, pero a la hora de la verdad desfasado por completo por el anarquismo revolucionario y obligado a dar otra vez marcha atrás. Enfrentarse a la propia historia comporta tener que roer algunos huesos duros, pero también le ha servido a la UGT para evitar el error más grave de su anterior etapa, el trasiego entre una política escorada demasiado a la derecha o demasiado a la izquierda.

La acción de la UGT en las dos décadas que preceden a la guerra civil se caracterizó por giros bruscos en el rumbo; en cambio, la que renace a comienzos de los setenta, prácticamente de la nada y gracias al apoyo y buena estrella del PSOE, se distingue por haber alcanzado y mantenido una línea socialdemócrata clara. Desde sus posiciones actuales, la UGT puede contemplar con orgullo estos 10 últimos años, en los que ha dado prueba de una muy saludable continuidad, pese a los cambios vertiginosos de escenario, con el mérito añadido de haber avanzado en esta línea socialdemócrata abierta a la

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concertación, con los riesgos que conlleva la existencia de una segunda fuerza sindical competitiva que mira con recelo esta política, sin por ello presentar alternativa.

Pero lo que iba a resultar inimaginable para el sindicato es que el Gobierno socialista tirase por la borda cualquier planteamiento económico socialdemócrata y diera su adhesión a una política neoliberal a ultranza. El conflicto de fondo entre el Gobierno y el sindicato socialista resulta de la incompatibilidad de la política liberal que practica el Gobierno con las demandas socialdemócratas que provienen del sindicato.

En la política de empleo quedan de manifiesto estas diferencias: mientras que la UGT exige una política cabalmente social demócrata que coloca como prioridad indiscutible la lucha contra, el paro, el Gobierno rea liza una política liberal, para la que el empleo es sólo consecuencia de otros factores, en este sentido prioritarios, entre los que una alta tasa de crecimiento parece el esencial, sin preguntarse qué tipo de crecimiento tiene un mayor impacto en el mercado de trabajo, ni cuáles pueden ser los costes ecológicos y sociales de determinadas formas de crecimiento.

La única política de empleo que concibe el Gobierno, según las pautas liberales clásicas, consiste en flexibilizar el mercado de trabajo, convirtiendo en cada vez más precaria la situación de una buena parte de los trabajadores. No cabe la menor duda de que la clase dominante ha aprovechado la crisis para debilitar la posición del trabajador, haciéndole más sumiso, barato y dependiente. Una vez que el Gobierno no concibe otra modernización que la capitalista, no le queda otro remedio que aceptar la lógica del sistema, asumiendo el debilitamiento de los trabajadores y de sus sindicatos como un paso imprescindible hacia una sociedad más desarrollada y competitiva, opinión que ningún sindicato que conserve un mínimo de autonomía puede hacer suya, por muy socialistas que se digan los que la defienden.

Desde una misma retórica revolucionaria heredada del pasado, la UGT encontró mucho antes que el partido su identidad en una socialdemocracia moderada, que despertó no pocos recelos entre los líderes socialistas con mayor fama de izquierdistas. El partido socialista, en cambio, ha pasado de un vago socialismo revolucionario a un liberalismo progresista, sin aposentarse ni por un instante en la socialdemocracia. Por lo menos el PSOE se ha mantenido fiel en un punto, el viejo repudio a la socialdemocracia, del que hizo gala en la década de los setenta, prefiriendo, una vez llegado al Gobierno, el liberalismo que predican los economistas y que aplauden los empresarios, a la denostada socialdemocracia, con propuestas políticas más que económicas y con los enormes riesgos que comporta no plegarse a los dictados de los poderosos. Los más enterados añaden que, estando la socialdemocracia ya por completo desfasada, haberla dejado de lado, por mucho que chillen los anticuados sindicatos, es lo mejor que se podía haber hecho para avanzar en la modernización capitalista del país, a la espera de que un día inventemos el socialismo adecuado a la Europa de finales de siglo. Barrunto, sin embargo, que la discusión en torno a la socialdemocracia, lejos de pertenecer al pasado, todavía no ha empezado en serio en España. En todo caso, la mejor base de sustentación de una política socialdemócrata está hoy por hoy en el sindicato.

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