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El verano del descontento

Thatcher se enfrenta a la mayor ola de protesta social de sus 10 años en el Gobierno

El invierno del descontento de 1978-1979 trajo la ruina al Partido Laborista y a los sindicatos británicos, arrojados por un electorado harto de ellos a las garras de una Margaret Thatcher mesiánicamente antilaborista. El partido de Neil Kinnock empieza a aparecer en situación de recuperarse de los 10 años de thatcherismo, y los sindicatos, aún más aletargados por la feroz legislación dictada por la dama de hierro, despiertan a un verano del descontento en el que reciben señales de ánimo de la población.

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Mano dura con los sindicatos

El Gobierno, acostumbrado a los laureles de la victoria, da muestras de nerviosismo y prefiere pagar antes que sufrir mayor deterioro. La semana entrante amenaza con ser un calco de la que ahora termina, con unos 600.000 trabajadores del sector público británico indignadamante alzados contra las restricciones salariales y la descentralización negociadora que pretende imponerles el Gobierno. El Ejecutivo, inmerso en una lucha a brazo partido contra una inflación que está en el 8,3% de tasa interanual, la más alta de las economías importantes, ha recomendado subidas salariales del 7%, en conformidad con la inflación del año pasado, que los afectados -ferroviarios, funcionarios de la administración local, conductores de autobuses, personal de la BBC- no quieren aceptar.Los paros de estos trabajadores producen tan pequeños costes económicos como grandes inconvenientes a la población, para la que llegar al trabajo se convierte en un calvario semanal. El paro del miércoles produjo en Londres y sus inmediaciones las peores escenas de embotellamientos vistas desde que comenzaron las protestas. Para el martes que viene está previsto que, de nuevo, trenes y metro dejen de funcionar, por quinta vez al unísono.

La reina, en el atasco

Las huelgas no respetan a ningún humano, y han dado para la posteridad la insólita imagen de ver a la reina de Inglaterra atascada en medio del tráfico, con su escolta policial incapaz de despejar una calzada tomada por los coches. La princesa Diana, que el miércoles tenía que inaugurar un edificio en el norte del país, tuvo que volverse a Londres sin hacerlo, ante el paro de los funcionarios locales.

Junto a estas huelgas se desarrolla la de los estibadores, potencialmente más dañina a medio plazo para la economía. Los trabajadores portuarios protestan por la eliminación de un sistema nacional de contratación que les garantizaba un empleo fijo y condiciones míminas de trabajo. La efectividad de esta huelga se verá con el paso de los meses, aunque las señales no son prometedoras para los huelguistas, quienes sólo han podido paralizar la tercera parte de los bienes tangibles que entran en el país, al no estar todos los puertos adheridos al sistema que acaba de desaparecer.

El Gobierno -que vivió casi con algazara la oleada de protestas y creyó que iba a quitarse unos años de encima al retrotraerse a los tiempos pasados, en que pudo aplastar con delectación a los sindicatos- empieza a dar muestras de desasosiego. A Thatcher no le cabía la menor duda de que la población iba a recriminar a los huelguistas las incomodidades padecidas. Para su sorpresa, y la de todo el Gabinete, la calle se solidariza con los que protestan: el ciudadano de a pie también siente los efectos de una inflación que no termina de empezar a bajar y que el Gobierno combate con la subida de los tipos de interés, muy fuerte para quienes están entrampados con los muy extendidos préstamos hipotecarios. El sector privado no es tan inflexible como el estatal, y las huelgas del año en curso mantienen el nivel del pasado ejercicio, cuando el número de conflictos fue el más bajo desde hace medio siglo.

Al malestar que le causa al Ejecutivo el que los británicos le corresponsabilicen junto con British Rail de la falta de acuerdo con los ferroviarios se une la amenaza de que lleguen a alcanzarse acuerdos que pongan en peligro los estrictos planes para combatir la inflación, primer objetivo de Thatcher. Una inflación alta es la peor carta de presentación con que concurrir a unas elecciones; y aunque la consulta puede esperar hasta 1992, el Gobierno necesita ya comenzar a allanar el camino, a la sombra de una oposición que, por fin, se comporta como quiere la politología y está a mediados de legislatura entre 4 y 13 puntos por delante del Gobierno.

Escasos paralelismos

Los paralelismos de la presente situación con el invierno del descontento son escasos. En aquellos largos meses, los paros fueron masivos y agresivos, contra la pretensión gubernamental de limitar los incrementos salariales al 5%, después de tres años de sacrificios para rebajar al 8% una inflación que había alcanzado el 28%. Basuras sin recoger y cadáveres sin enterrar son las imágenes que epitomizan aquel conflicto.

El Gobierno está perdiendo la batalla propagandística y no quiere dar la cara. El jueves se anunció una nueva caída en la cifra del desempleo -que al 6,3% es otra de las razones de la fortaleza sindical, recuperada conforme crece la demanda de fuerza de trabajo, aunque nunca volverá ser lo que fue-, y el ministro de Empleo, Norman Fowler -quien, junto con el de Transportes, Paul Channon, encabeza el comité gubernamental de huelga, formado con representantes de importantes ministerios-, se brindó a aparecer en televisión para airear la buena nueva.

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