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La sorpresa florentina

La capacidad de sorpresa del ser humano, cuando no roza la ingenuidad, suele ser una jugada elaborada de la mala conciencia, con el fin de engañarse a sí misma a pesar de sus socarronerías, artimañas y bravuconadas. El hombre necesita quedarse boquiabierto ante las barbaridades cometidas por sí mismo para así, ante el espejo, liberarse de culpas anteriores frente a la sensación novedosa del accidente: la sorpresa. Así, hace unos días leímos en la prensa cómo en Florencia, ciudad del refinamiento, la tolerancia y la cultura mediterránea, laberinto de paz y gracia de espíritu, un grupo de jóvenes airados, sintiéndose herederos del legado de Carlomagno, abrieron la cabeza de varios emigrantes africanos, so pretexto de limpiar la histórica ciudad de escombros extranjeros. La noticia nos cogió por sorpresa.Días atrás de la salvajada, un nutrido grupo de ciudadanos florentinos participaba en una manifestación convocada para reivindicar el sosiego histórico de la capital toscana., deteriorado últimamente por la violencia callejera, la droga y la inseguridad. Al menos, la cabeza visible de todos estos problemas tiene el cabello rizado, la tez morena, negruzca en muchos casos, y rasgos magrebíes. Un blanco en el negro, por más señas. 0 cabeza de turco.

Que entre el bullicio callejero del Ponte Vecchio a Signoria abunden andrajosos, sospechosos del jeringazo y el destornillador, italianos, franceses o alemanes, poco importa, si entre la extranjería brilla un Sur más al sur del propio. No hay mejor manera de sentirse superior, desarrollado, civilizado, que asomándose al balcón de la casa a ver cómo pasan descalzos los que fueron esclavos -o aún lo son- y exculpar sobre ellos la vanidad de sentirse en una casa propia. Durante todo el siglo XX los nacionalismos europeos surgieron de esa distancia ocular, de arriba abajo, entre el propietario y el intruso paseante que, en la mayoría de los casos, representaba un continente más allá de la línea fronteriza. Una frontera imaginaria entre el Norte y el Sur. Un Sur con forma africana, pero que hoy, después de todas las emigraciones y exilios de América Latina y de la parte septentrional asiática, se extiende a casi todo el otro hemisferio.

La.s fronteras existen por un oportunismo político que previamente crea, entre el conjunto de habitantes dispuestos a diseñar ese territorio, un sentimiento étnico convertible en arrebato moral cuando las razones sobran o faltan. Da igual. Todo cuanto puede discutirse antropológica, geográfica o lingüísticamente se viste de violencia y locura cuando se trata de imponer la superioridad del casero. Es decir, esto es mío, aquí mando yo y usted se va. Todos los europeos, más demócratas que nadie, saben bien que uno de los derechos universales del hombre consiste en circular libremente por el mundo, siempre que individualmente no existan problemas legales. Pero, ay, cada vez que hemos visto tambalearse nuestra confortabilidad no hemos dudado en expiar el chivo que, por mor de la salvación de nuestras estructuras endógenas, siempre ha sido más bien de otro pelaje.

La derecha, ya sea extrema o no, ha sido y es la fuerza conservadora por antonomasia de la divisa como pueblo o comunidad. Sabe que en esos símbolos se agrupan los ideales de la tradición, la moral suficiente para obedecer y jerarquizar un paisanaje. Al fin y al cabo, para enorgullecerse de pertenecer a la tropa. Y en la constitución de una nueva entidad europea, aparentemente por encima de los antojos nacionales, no va a dejar sus consignas aparcadas. Querámoslo o no, Europa ha sido más una apuesta de la derecha que de la izquierda, aunque ahora los sectores progresistas puedan apropiarse del término político con más argumentos culturales que los conservadores. La solidaridad internacional de la izquierda ha saltado por encima del oportunismo económico de la derecha, pero esta última se guarda la carta de un nacionalismo trasladado a un concepto más amplio, a costa de los que no forman o apoyan la sagrada alianza.

La manifestación florentina ha tenido sus causas en hechos objetivos, como las protestas ciudadanas marsellesas, o el repelús alemán hacia los emigrantes. Posiblemente los africanos de la capital italiana eran los brigadistas del desasosiego del Arno y sus orillas. Pero ¿por qué argelinos, nigerianos, senegaleses o marroquíes inundan las calles europeas, ya no con alfombras artesanales colgadas del hombro, sino con otra mercancía más fácil y mortal, distribuida al mayorista en los almacenes del sur de Italia o Europa? ¿Por qué precisamente estos jóvenes, visceralmente atados a sus tierras, costumbres y religiones, optan por el camino del desarraigo y de la marginación europea? Es el toma y daca de la sociedad de consumo. El dilema del disfrute motorizado y la contaminación, del lujo supersónico y la destrucción de los bosques, toma aquí cuerpo humano entre el aprovechamiento y la explotación del Sur en beneficio del Norte. He ahí la recogida de nuestros frutos. Y encima nos sorprendemos.

La derecha gana en Europa a costa de la inmigración. Culpable de su conducta trashumante, la rechaza, la increpa y veja como animal peligroso fuera de su ambiente. Aprovecha su contradicción para soliviantar a sus compatriotas y, consciente de un fomento nacionalista del que históricamente se sacan beneficios, azuza el instinto provinciano contra el extranjero barato y tercermundista. Un problema trasladable desde nuestros barrios más cercanos hasta las grandes denominaciones comunitarias, pasando por nuestras comunidades autonómicas desarrolladas o no, todo depende de quiénes sean las víctimas. Frente a una conciencia internacional, europea y universal del progreso, el conservadurismo no se queda atrás y contraataca con un sentimiento interpatriótico, supranacional y, por ende, racial y monolítico. Es fácil incluso dejarse engatusar por un nuevo espíritu de cruzada. ¿A quién no le molesta un camello en la puerta de casa? Y si el camello es negro, ahí tenemos todos los males. Nos volvemos a encontrar con la necesidad del debate, de la pregunta, de la reflexión: ¿por qué un ciudadano de un lejano país centroafricano está pasando papelinas en la puerta de mi casa, yo que he sido Medicis de siempre y he vivido en Florencia con más poder y alcurnia que los papas de Roma? ¿Quién lo ha traído aquí? ¿Por qué lo hace?

Así, cuando contemplemos cómo un ejército de uniformados jovencitos, a la mode d'Europe, se lanza a por ellos, a por los que no son, con bate de béisbol en vez de espadas o florines, al grito de "salvemos nuestra identidad", si tenemos un poco de vergüenza y solidaridad, acudamos en su defensa aunque sea moralmente, pensemos un poco y al menos no nos sorprendamos en absoluto.

José Ramón Ripoll es escritor.

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