La bella y la bestia

Forest Whitaker, el actor que encarna a Charlie Parker en Bird, es aquí una versión moderna del doctor Frankenstein. El monstruo no lo ha creado él sino la droga, pero es él quien cree posible regenerarlo, insuflarle una alma humana en la que el amor ocupe el lugar de la venganza. Mickey Rourke es la criatura, un cruce entre "hombre elefante" y el Jean Marias de La bette et la bête. Cuando le proponen someterse a una complicada operación de cirugía plástica que, quizás, ha de permitirle salir de la marginación, acepta enseguida. Y durante un tiempo su nueva cara le convierte en un hombre nuevo. Pero los patronos son explotadores, el trabajo duro y rutinario, la policía desconfiada y la tentación del dinero fácil demasiado fuerte. Y el pecado original, esa escena primera que Withaker intenta averiguar a través de su faceta de psicólogo, reaparece en la memoria de Rourke y el monstruo vuelve a serlo.Walter Hill es un cineasta con unos inicios muy prometedores -The driver, The warriors, Streets of fire, etcétera- y un presente mediocre. Su oficio y seguridad le permiten resolverlo todo con eficacia pero le han conducido al terreno del tópico y la convención. Le gustan los planos breves, rodados con focales cortas, y resolver cualquier problema narrativo a base de fragmentar la secuencia en muchos planos. Eso es útil y sensato para los momentos de acción pero aparece totalmente artificioso cuando se trata de presentar personajes y hablar de sus problemas. El ritmo que adquiere la película es superficial, no se corresponde al material el director tiene en sus manos. Eso hace, por ejemplo, que todo el largo proceso de transformación física de Johnny no tenga fuerza: los múltiples planos sobre pantallas de ordenador, los varios subjetivos del protagonista justo antes de ser anestesiado y un par de discursos de Withaker ante una platea de colegas que contemplan como les descubre antes ellos el nuevo rostro de Johnny, no superan el tono de digest, de cursillo acelerado de psicología. La estilización que Hill hace de las secuencias entre Rourke y McGovern -teleobjetivo, colores pastel, todo filtrado por la lluvia y en presencia de un tiovivo que nos habla de recuperación de la infancia y juventud perdidas, es una estricta cursilada. Saber hacer cine, ser un auténtico profesional de la imagen, con talento y elegancia, que son virtudes que Hill posee, no le bastan para convertir Johnny el guapo en una buena película.