Justicia saturada
EL ANUNCIO hecho por los jueces civiles de Madrid de no tramitar a partir del próximo mes de octubre más de 1.000 asuntos anuales por juzgado -módulo máximo de trabajo negociado hace dos años entre las asociaciones judiciales, el Consejo General del Poder Judicial y el Gobierno- denuncia una situación que ya es crónica en el funcionamiento de la justicia española: el colapso que la atenaza y la incapacidad de las medidas arbitradas para paliarlo.La justicia civil de Madrid, estructurada en 52 juzgados de primera instancia, se ha enfrentado en el primer semestre de este año a un total de 36.453 asuntos, es decir, 1.600 por año en cada juzgado si, como es más que probable, se mantiene este ritmo el resto de 1990. Este fenómeno de saturación judicial afecta por igual a todos los grandes núcleos de población; se manifiesta tanto en la Justicia civil como en la penal; alcanza con similar intensidad a todos y cada uno de los órganos de la escala jurisdiccional y cuestiona el nivel mínimo de calidad exigible a una función que se ejercita sobre bienes tan esenciales para los ciudadanos como su libertad o su seguridad. El fiscal jefe del Tribunal Superior de Cataluña, Carlos Jiménez Villarejo, acaba de denunciar la alarmante situación de la justicia penal en Barcelona, puesta de manifiesto en el aumento espectacular de asuntos, en el cada vez mayor número de suspensiones de juicios y en la preocupante disminución del número de sentencias dictadas.
No hay por qué extrañarse de que la justicia sea cada vez más solicitada por los ciudadanos; ello es muestra palpable de que se aprecia la función tutelar de la justicia respecto de sus libertades y derechos. La creciente actividad de los tribunales de justicia respondería también a otro hecho positivo de la actual sociedad española: el auge de la actividad económica y comercial y, en general, el notable dinamismo de los sectores que la integran.
Entre los aspectos negativos del fenómeno, cuya consecuencia inmediata es la saturación Judicial, destacan la excesiva judicialización de los conflictos, lo que empuja a la utilización desenfrenada de la vía judicial para resolver asuntos que podrían tener su cauce en instancias distintas a los tribunales de justicia, y la manifiesta incapacidad de los poderes públicos para dar una respuesta adecuada al volumen de litigios generados en el seno de la sociedad española. Una incapacidad aplicable a los ámbitos presupuestarios, legislativos y de organización, y cuyo resultado es una lentitud paralizante. Dicho de otra manera: la crisis de la justicia en muchos de sus aspectos, y su fracaso parcial como servicio público al disminuir su utilidad a las necesidades ciudadanas.
No se trata tanto ahora de analizar las actuaciones administrativas del pasado inmediato como de sugerir un mayor desarrollo de los propios mecanismos de que dispone el Gobierno. Lo cierto es que todos los aumentos presupuestarios habidos en los últimos años, la creación de nuevos juzgados y el aumento del número de jueces se han revelado insuficientes para racionalizar y dotar de mayor eficacia a la justicia. La actual organización Judicial española adolece de rasgos decimonónicos difícilmente compatibles con el perfil de una sociedad desarrollada, como la española, en los umbrales del siglo XXI.
Resulta básico para superar esta situación que el Gobierno dedique una mayor valoración en los Presupuestos del Estado a la justicia. En terrenos más abstractos, quizá ha llegado el momento de pensar en fórmulas alternativas y complementarlas tendentes a aligerar la actual sobrecarga judicial. La Ley de Arbitraje promulgada en 1988 nació, entre otras, con esta finalidad. Además de aliviar el agobio de la justicia y revaluar su papel institucional, la potenciación de este tipo de fórmulas pondría de manifiesto la madurez de una sociedad civil capaz de encontrar soluciones pactadas a los conflictos que surgen en su seno.
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