Aduana vasca
NADIE PUEDE dejar de reconocer generosidad y heroísmo al joven bilbaíno Luis Alberto Sánchez, que al ver que un automóvil se deslizaba sin control por la pendiente, con riesgo para otras personas, intentó detenerlo. Su gesto le costó la vida. Por el contrario, quienes pusieron en marcha ese automóvil lleno de amonal y lo hicieron estallar por algún sistema de control remoto han demostrado ser unos miserables. Nadie, ni los más cegados por el fanatismo, puede dejar de reconocer la distancia moral entre ambas actitudes. Es la distancia que separa la impotencia del criminal, que sólo busca causar el mal a sus semejantes, y la valentía de quien trata de evitarlo. La aduana que marca la frontera entre ambas actitudes es hoy en Euskadi la misma que distingue a los demócratas de quienes no lo son. Las elecciones vascas, cuya fecha acaba de anunciar el lehendakari, servirán para calibrar cuántos ciudadanos de Euskadi, llegado el momento de elegir, se alinean con los que accionaron el coche que llevaba la muerte en sus entrañas y cuántos se identifican con el joven que intentó detener su marcha.Pero esas elecciones también habrán de resolver el dilema de la naturaleza del nuevo Gobierno vasco. Al de coalición entre el PNV y los socialistas que ahora finaliza su mandato se le vaticinó corta vida: no más de un año, se dijo. Su primer éxito ha sido, por ello, agotar la legislatura sin que las inevitables divergencias surgidas en su seno a lo largo de estos cuatro años lo hayan hecho estallar. Ello demuestra, a su vez, que la cultura del diálogo y de la cooperación se ha impuesto a la del enfrentamiento y el sectarismo. Y se ha impuesto porque ha sintonizado con el sentimiento mayoritario de la sociedad vasca, hastiada de barreras insalvables y de broncas permanentes. Tal sintonía es el principal argumento de quienes consideran deseable que las urnas propicien una repetición de la actual coalición.
Sin embargo, a ello se oponen quienes sostienen que la mayoría sociológica del nacionalismo debe reflejarse en una coalición de las fuerzas pertenecientes a ese campo ideológico, con exclusión de los socialistas. Aunque también se apuntan a ella Euskadiko Ezkerra (EE) y sectores del PNV, el principal abanderado de tal posición es Eusko Alkartasuna (EA), cuyo líder, Carlos Garaikoetxea, ha calificado el reciente acuerdo sobre la Policía Autónoma como "un golpe mortal al Estatuto". Desde que dejó de ser lehendakari -como consecuencia, hay que decirlo, de una conspiración muy poco democrática-, a Garaikoetxea todo lo que haga el Gobierno vasco, incluidos los más evidentes avances hacia el afianzamiento de la autonomía, le parece un desastre. El lehendakai Ardanza le ha respondido que, al igual que ocurre con las quinielas, tan difícil o más que acertar todos los resultados es no acertar ninguno; y que no es posible que su Gobierno se haya equivocado hasta ese punto.
Por lo demás, esa misma actitud de Garaikoetxea es la mejor demostración de las dificultades de articulación de un Gobierno de concentración nacionalista: se trataría de poner de acuerdo a quienes piensan que el acuerdo sobre la Ertzaintza, por ejemplo, es el mayor logro de la autonomía en los últimos años y a quienes sostienen que es un golpe mortal a la misma. Y así en casi toda. Los votantes nacionalistas zanjarán. Pero EA y el PNV comparten el mismo electorado, siendo su diferenciación más bien geográfica. Entonces, si el electorado guipuzcoano retirara su apoyo a Garaikoetxea para reforzar el de Arzalluz-Ardanza, el PNV volvería a ser hegemónico, como antes de la escisión, y podría formar un Gobierno monocolor o sólo coloreado con la presencia de dos o tres consejeros de Euskadiko Ezkerra. De ahí la paradoja de que los partidarios de repetir la coalición PNV-PSOE teman, por una parte, los efectos desestabilizadores de un buen resultado de EA; pero también, y b no menor medida, que una derrota demasiado estruendosa de ese partido suponga volver a lo de antes.
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