Desarme convencional
LOS DOS documentos firmados al iniciarse la cumbre de París por los 22 Estados miembros de la OTAN y del Pacto de Varsovia revisten una trascendencia singular: primero, la declaración política que pone fin de manera tan explícita como solemne al enfrentamiento entre los dos bloques, que ha marcado la historia de Europa durante más de cuatro décadas. Por otra parte, el tratado sobre reducción de fuerzas convencionales en el continente (CFE) "diseñará la arquitectura de Europa en el siglo XXI", como señaló Roland Dumas, ministro francés de Exteriores. Tal apreciación no parece exagerada: el tratado no sólo culmina 15 años de negociaciones, durante los que hubieron de superarse toda clase de obstáculos, sino esfuerzos que datan, como mínimo, de comienzos de la década de los treinta: de desarme se habló ya, y con escasos resultados, en la conferencia de Ginebra de 1932.Sin menoscabo de la importancia y complejidad del tratado de Washington de 1987 sobre destrucción y prohibición de las armas nucleares de medio alcance, es evidente que la reducción del armamento convencional acarrea complicaciones mucho mayores. Por un lado, es muy distinto negociar un tratado entre dos Estados que hacerlo entre 22. Por otro, la amenaza de la superioridad convencional soviética ha sido la raíz del clima tenso que ha predominado en Europa, con extremos patológicos tan peligrosos como la operación Gladio, a cuyo destape estamos asistiendo estos días. Incluso después del vuelco político en el Este, el argumento de que la URSS conservaba una fuerza convencional enorme ha frenado el avance hacia un clima de paz y tranquilidad en el continente. A partir del tratado suscrito, dos factores radicalmente nuevos, cuantitativo el uno, cualitativo el otro, van a actuar en el escenario europeo: primero, una fuerte reducción, escrupulosamente estudiada, de los diversos tipos de armamentos, con la destrucción consiguiente de los efectivos sobrantes. Pero tendrá aún mayor importancia el cambio cualitativo: a partir de ahora, el territorio europeo, desde el Atlántico hasta los Urales, estará sometido a complejos sistemas de inspecciones y controles que permitirán a cada Estado tener la garantía de que no se puede crear una situación peligrosa para él. Jamás algo semejante ha existido en nuestro continente. Como escribía Flora Lewis en The New York Times del pasado 9 de abril, los sistemas de inspección obligan a cada Estado a permitir que otros conozcan "puntos decisivos de sus actividades y preparativos militares", lo que crea un clima adecuado para acuerdos políticos cada vez más amplios, basados en la mutua confianza. Sin duda, el buen funcionamiento de las inspecciones previstas en el tratado sobre prohibición de armas nucleares de alcance medio ha contribuido en gran medida a la distensión en las relaciones entre EE UU y la URSS.
Cabe esperar que después del acuerdo sobre armas convencionales elaborado en Viena, plasmado en el tratado de París, siga adelante el proceso de desarme. La propuesta de Gorbachov de iniciar en breve la negociación sobre reducciones de armas nucleares de corto alcance y de efectivos navales no puede ser ignorada: la experiencia de unas conversaciones culminadas con éxito debe ayudar a preparar nuevas iniciativas de desarme en esferas en las que dificultades de diverso orden han impedido el acuerdo.
En todo caso, si la cumbre de París puede generar optimismo, no debería perturbar la visión de los graves problemas de la escena mundial, empezando por el del Golfo. Los avances hacia la seguridad europea quedarían en entredicho si nuestro continente no lograse influir para que el respeto del derecho internacional se imponga por la acción colectiva de la ONU y no por iniciativas aisladas de una potencia.
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