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FERIA DE SAN FERMÍN

Como a Felipe II

El pegapasismo había caído en el coso pamplonés con tal virulencia, que se contaminó hasta el mismísimo Ortega Cano. ¡Oh, si! Fue Ortega Cano quien dibujó el natural y el redondo con la tersura muleteril, el rítmico movimiento de cintura, elcadencioso vaivén que ambas suertes requieren cuando se trata de ejecutarlas con arte. Nadie podría negarlo; allí, en el ruedo pamplonés, dejó escrito el toreo que aquí se pondera.Pero todo eso constituyó escasa sustancia artística, relativo fundamento torero, al lado del furibundo ataque pegapasista que le entró. En el quinto toro, llevaba dados varios cientos de pases a lo largo de casi 12 inaguantables minutos de faena, y aún no se le había ocurrido entrar a matar.

Domecq / Ortega, Muñoz, Litri

Toros del marqués de Domecq, con trapío y romana, preciosos de estampa, variados de capa, encastados y nobles. Ortega Cano: estocada corta trasera ladeada (silencio); aviso con minuto y medio de retraso antes de entrar a matar, pinchazo hondo trasero y dos descabellos (vuelta). Emilio Muñoz: bajonazo (petición, ovación y salida al tercio); media atravesada baja escandalosamente trasera y descabello (bronca). Litri: pinchazo escandalosamente bajo, pinchazo y estocada (ovación y salida al tercio); media descaradamente baja, descabello y se acuesta el toro (ovación y saludos). Plaza de Pamplona, 13 de julio. Octava corrida de feria. Lleno de No hay billetes.

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De todas maneras, el toreo bueno sólo podía estar ahí, pues sus compañeros, además de pegapasistas, se ponían nerviosos y no les servía para nada la encastada boyantía y la templanza temperamental de los toros del marqués. Emilio Muñoz toreó uno abriendo el compás o de frente, pero cargado de crispaciones. Al otro de su lote, que llegó con genio al último tercio, lo macheteó sin disimulos.

Todo es relativo, claro, y cabría decir que las faenas de Emilio Muñoz eran El vals de las olas si se comparan con las de Litri, que la emprendía a telonazos con sus toros. Par de veces arrojó lejos los trastos -e hizo bien, para lo que le servían- y permaneció arrodillado temerariamente ante la cara del bondadoso toro, que se quedaba estupefacto.

O sea, que ni a Felipe II (o a lo mejor era Fernando VII) se lo ponían tan fácil, y en cambio ninguno de los tres espadas logró cortar una simple orejita. Lo cual es triste, sí, pero al público pamplonés no le pareció dramático. Peor habría sido que se acabara el vino, ¿verdad?

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