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Perdón por la dictadura del proletariado

En 1931, León Trotski dijo que la lucha en China entre el partido comunista y los nacionalistas de Chiang Kai-chek era "incomparablemente más importante para la cultura y el destino humanos que la trivial y lastimosa babel de los parlamentos europeos y las montañas de literatura elaborada por civilizaciones anquilosadas...".La revolución, dijo, al igual que en China, "es una etapa en el desarrollo de la sociedad, condicionada por causas objetivas y sujeta a determinadas leyes, de modo que una inteligencia científica es capaz de prever la dirección general del proceso. Sólo el estudio de la anatomía de una sociedad y de su fisiología hace posible una reacción a los sucesos, basada en previsiones científicas en vez de conjeturas de diletantes (sic)...".

Qué lejano nos parece hoy todo eso, y qué desagradable. De hecho, qué increíble. Y sin embargo, durante la mayor parte de este siglo y parte del pasado ese tipo de cosas han sido tomadas completamente en serio por millones de personas, por otra parte, inteligentes.

Fueron tomadas en serio por muchos de los que se convirtieron en enemigos del comunismo, pero que continuaron creyendo en el poder del marxismo con tanto ardor como los propios comunistas. Hasta hace muy poco, había un gran número de anticomunistas en Occidente convencidos de que sólo la guerra podría poner fin al comunismo. El gran novelista italiano Ignazio Silone (comunista, después cristiano, revolucionario) dijo, en los años cuarenta, que la batalla final de la humanidad la librarían los comunistas y los ex comunistas. Sólo ellos podrían entender la lucha.

El resto de nosotros éramos diletantes (sic).

¡Vaya asunto se apaga en medio de gran confusión y recriminaciones en Moscú! ¡Qué precio tan alto se tuvo que pagar! El pasado lunes, una pintada sobre la tumba de Lenin añadía a la inscripción de "Trabajadores del mundo..." la siguiente conclusión garabateada: "¡Perdón!".

Todo comenzó con las ideas de un periodista, intelectualmente ambicioso (antiguo editor del Rheinische Zeitung y freelance para The New York Tribune, predecesor del actual International Herald Tribune), que había sido influido en gran medida por la creencia de Hegel de que existe un alma mundial que se desarrolla por el camino de la lógica dialéctica.

Unos revolucionarios profesionales, que es como decir otros periodistas (Lenin, Trotski; el periodismo era entonces la forma en que los revolucionarios se ganaban la vida; en nuestros días lo hacen enseñando en universidades), trasladaron a la política estas ideas estructurándolas en un programa. El resultado, en 1918 y en años posteriores, fue una transformación catastrófica, a peor, del curso de la historia del siglo XX.

El curioso poder del marxismo-leninismo provenía de que combinaba afirmaciones científicas con una previsión, apocalípticamente redentora, del progreso histórico. Era una religión secular que ofrecía un programa de acción para alcanzar el paraíso (la desaparición del Estado, la cooperación fraternal y la colaboración serían la norma de las relaciones humanas, y todos los conflictos serían resueltos), un "futuro radiante", un "nuevo amanecer".

La vulnerabilidad de una gran parte de la secularizada y abiertamente atea intelligentsia del siglo XX respecto a este simulacro de religión mesianica, visiblemente científico y muy ingenuo, merece más atención de la que se le ha prestado. Los jóvenes, hombres y mujeres, de los movimientos comunistas de todo el mundo -activistas ocultos en el Reino Unido y Estados Unidos que espiaron en contra de su propio país; militantes del Komintern que prepararon la revolución en Francia y Alemania; poetas que lucharon contra Franco en España; intelectuales que organizaron a los campesinos de China y Vietnam; artistas que escribieron novelas proletarias y pintaron cuadros progresistas-, éstos fueron los jesuitas del siglo XX. Pero ellos, al contrario que los jesuitas, estaban dispuestos a atribuir omnisciencia e infalibilidad a sus camaradas, a Lenin y a Stalin y al Politipuró soviético, en vez de atribuirlas a Dios. Eso les marcó con una especie de credulidad fantástica y llena de culpa.

¿Có mo podenlos explicarlo? ¿Por la simple necesidad de creer? ¿Por el deseo de sacrificarse a uno mismo? ¿Por la necesidad de una doctrina que haga inteligible la vida? La Primera Guerra Mundial, por supuesto, aporta una explicación. Esa catástrofe pareció demostrar la quiebra absoluta del sistema político que había prevalecido en Europa antes de 1914 y que había producido un desastre así. La depresión de 1929 pareció la evidencia de una quiebra similar del capitalismo.

Pero, incluso teniendo esto en cuenta, uno tiene que preguntarse cómo esta gente pudo creer que los crímenes que cometían estuvieran justificados. Aquí reside el aspecto verdaderamente aterrador del asunto: la capacidad con que el comunismo imbuía a personas honestas e idealistas para rechazar los dictados habituales y de sentido común de la moralidad (que uno no debe torturar a los demás, ni matar a un inocente, ni encarcelar arbitrariamente a su prójimo) y cometer atrocidades que, lo sabían muy bien, eran atrocidades, pero que ellos justificaban como un bien mayor -atrocidades que, por su número y maldad, empequeñecen cualquier otro acontecimiento anterior de la historía-.

El marxismo, durante 75 años, ha provocado más sufrimiento (y más mentiras y corrupción moral) que el nazismo y el fascismo podrían haber producido en su breve paso por la escena política. Más gente fue asesinada arbitrariamente por las purgas comunistas; y la escasez deliberadamente causada por las cólectivizacion es agrícolas que en los campos nazis. Las matanzas ideologicas de la Revolución Cultural china y los jemeres rojos de Camboya no tienen equivalente en la historia moderna. El marxismo envió sin razón a campos de prisioneros a más gente y arruinó los corazones y la conciencia de más personas que ninguna otra fuerza politica que la humanidad haya experimentado.

Sería una suerte que las personas que iniciaron este asunto, que lo dirigieron, que se convirtieron en sus; agentes y acólitos, que aceptaror) a ciegas sus afirmaciones, y mintieron sobre sus fallos fueran gente monstruosa de la que pudiéramos apartarnos sin problema, Lando gracias a Dios por no ser como ellos. ¡Qué estúpido inclusio el pensarlo!

Uno está obligado, por todo esto, a juzgar fríamente al hombre y la política. Lo peor es que, en el fondo, se aspiraba al bien en cierto modo. A uno sólo le salva de la desesperación el hecho de que, al final, ne se haya tenido que poner fin al comunismo con una guerra, sino que se está destruyendo a sí mismo. Al Final, son los hijos de los bolcheviques, de los comunistas creyentes, los que están acabando con él y están demostrando ser capaces de pedir perdón a esos trabajadores del mundo a los que iban a librar de sus cadenas y acabaron encadenando.

William Pfaff es experto estadounidense en política internacional.

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