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Tribuna:
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La maldición del epígono

La implosión del comunismo y, en especial, la desaparición de la Unión Soviética, han concitado hasta hoy un indigesto aluvión de apresurados comentarios periodísticos, baratas excusas de correligionarios y, sobre todo, un atronador silencio ante un cataclismo histórico que en esa forma nadie barruntaba. Y es que la fragmentación territorial, el surgimiento de nuevos Estados y su feroz nacionalismo, el tremolar de la bandera prerrevolucionaria en el Kremlin y el proceso contra el PCUS, ya declarado ilegal, no sólo sienta plaza en la terca historia de la obcecación humana en práctica y previsión; también anula -y es lo que deseo subrayar- las escasas credenciales que, como saber, la sovietología podía enseñar aún. Ésa es la miseria de una filosofía de la historia más, trufada de sociología y econometría, con sus presuntas leyes y premoniciones. Se desvanece el Imperio y, con él, la ciencia que lo estudiaba. Y, como las explicaciones más atendibles de cada microrevolución palaciega o ajuste de cuentas entre las taifas administradoras del difunto Estado solían proceder de ese ámbito académico, el silencio que se manifiesta ahora no es sino un marchamo más de la indigencia intelectual de nuestra época de urgencias e hiperinfórmación. Ante nosotros concluye un ciclo histórico parejo al inaugurado por el fin del Imperio Romano, y el pensamiento predominante en Occidente parece querer pasar como de puntillas sobre el hecho, asustado quizá por su magnitud o por la difusa conciencia de que, en gran medida, era al enemigo muerto a quien se debía la propia identidad militar, política y económica: ¿contra qué y contra quién definirse ahora?No han sido los sovietólogos los que guardaban en sus cálculos el 1 de enero de 1992 ni el resurgir de San Petersburgo sobre la escoria del otro patronímico tiránico; ha sido en el aura visionaria de la imaginación poética, densa de sufrimientos e incomprensiones, en donde la disidencia de un Solzhenitsin o de un Amalrik podía insinuar con decisión que la Unión Soviética era mortal en tiempo humano, no sólo en tiempo histórico (como muchos estudiosos oficiales pretendían). No toda la disidencia emigrada, empero, ha hecho gala de tal lucidez: M. Voslienski, en su ya clásico estudio sobre la nomenklatura de 1980, tendía a resaltar el autoreforzamiento del sistema por el modo de cooptación de sus explotadores; y aún en 1988, A. Siniavski se complacía en sopesar el símil geométrico de la pirámide y el cubo para ponderar de qué lado soplaría el viento: si de la desintegración o la resistencia. Mas ¿qué ha sido de todas aquellas disputas de los peritos titulados, a empezar por la vetusta teoría de la "convergencia entre ambos sistemas" de Pitirim Sorokin, o de las elucubraciones mágicas con las que tantos devotos paramarxistas "explicaban" cada vuelta de tuerca en el corazón podrido del imperio? ¿Qué se hicieron las ropas chapadas del desnudo emperador?

Todo comenzó con la perestroika, o sea, con un embuste más. Éste, por razones diversas, desató la imaginación golosa de los comentaristas occidentales y un entusiasmo mediático y casi folclórico hacia la figura de un fiel miembro del PCUS que, como por ensalmo, había conseguido llegar a la cumbre con un mensaje vagamente humanista. Extraño caso en verdad para quien fuera intachable funcionario con Jruschov, Bréznev, Andrópov y Chernienko. La práctica de los mandatarios soviéticos en utilizar un doble lenguaje según hablen en Occidente o en su país quizá excusa ciertos errores de percepción, ya irreparables, en quienes en diversos ámbitos se interesan aún por el sino de esa parte del planeta. ¿Qué designaba, al fin y a la postre, la perestroika? Sencillamente, un intento a gritos pregonado por transformar el sistema para lograr su mejora; más concebido siempre desde los presupuestos mismos de la "dictadura del proletariado" y del partido sobre todos (Gorbachov, discurso de Murmansk del 1 de octubre de 1987). O sea, la perestroika no era una liquidación ideológica de nada, sino un aggiornamento de las categorías del leninismo en clave tecnocrática y de gestión pública: Gorbachov nada escondía al declarar a Izvestiya que "la propiedad privada es la fuente de explotación del hombre por el hombre" (28 de octubre de 1988). El "enterrador del leninismo" no hacía ahí uso de jaculatorias contemporizadas, y a este respecto no es vano recordar las tesis (erradas en su predicción, mas fruto de un finísimo estudio) de la polemóloga francesa Françoise Thom, quien recordaba en 1989 que todo intento de reforma real del sistema soviético, con perestroika o sin ella, quedaba ipsofacto invalidado por la intangibilidad del artículo 6 de la Constitución de la URSS. Éste consagraba el papel soberano y dirigente del partido sobre toda otra instancia, con lo que las demás provisiones constitucionales servían de puro decorado. Tras la zigzagueante historia de la perestroika y sus improvisaciones, la abolición in extremis del citado artículo 6, y el misterioso golpe de agosto de 1991, es ocioso especular hasta dónde habría conducido el proyecto gorbachoviano; mas la aceleración de los acontecimientos ulteriores parece avalar la hipótesis de que el sistema estaba ya destruido y de que el país entero era un inmenso fantasma que la inercia, el miedo o el artificio mantenían aún en pie. Pero, al referirnos a aquel Estado, ¿de qué destrucción hablamos exactamente, y en qué coordenadas la piensan los rusos mismos? Más en concreto: la gestión de este final, que de cierto no es la preconizada por Gorbachov ni entonces ni ahora, ¿constituye un intento real de regeneración tras el colapso del edificio o acaso se trata de un cierre temporal por cambio de orientación en el negocio?

Vayamos a la historia horizontal -la que se detiene en las representaciones colectivas, los mitos y las mentalidades- Es muy cierto que, al desembarazarse de una parte de su Imperio (la periférica), la antigua Rusia parece recobrar hoy su identidad escamoteada, y, como claman allí algunos intelectuales esperanzados y en Occidente Hélène Carrère d'Encausse, se integra así en la "civilización", esto es, reanuda una historia detenida en 1917. ¿Exageración retórica? Oigamos al gran historiador Yuri Afanásiev, miembro hoy del Consejo de Diputados del Pueblo y en su día ilusionado reformista: "El bolchevismo ha congelado a la sociedad en el estado en que la encontró... La Rusia de los bolcheviques ha perpetuado el legado tártaro-mongol: igualitarismo heredado del nomadismo y autoritarismo, gusto militar por la jerarquía crueldad, derecho de vida y muerte sobre sus súbditos" (Ma Russie fatale, París 1992, página 267). Resaltémoslo bien: lo que cierta clerecía occidental consideraba el futuro es designado ahora, en cuanto categoría opuesta a "civilización" como "salvajismo", o sea, dikost (y el adjetivo dikii comporta en ruso toda la gama de registros que van de lo bárbaro a lo inculto, lo irrefrenado, lo grosero y lo asocial). Sin embargo, esta tesis, la de una Rusia victoriosa por solitaria y franca de dos pesos muertos (el imperio y el marxismo) adolece de cierta opacidad de percepción, pues no recoge ninguno de los vectores que han configurado la historia cultural rusa hasta aquí. En otros términos, ¿de qué país se habla, qué país se desea y hacia qué país se tiende en realidad?

Pues bien, parece una constante en la historia de Rusia desde la cristianización del año 88 en el periodo kieviano el haberse convertido en receptora de formas de gestión política periclitadas ya en una Europa de la que el nuevo Estado aparecerá irremisiblemente como satélite. Destruido el imperio bizantino y concluido el dominio mongol con la proclamación formal de Iván III en 1480, el gran príncipe de Moscú no hace sino investirse heredero del desaparecido Estado y, de acuerdo con las teorías del clérigo losif de Volokolamsk, elevar a Moscú al rango de la Tercera Roma: la primera es heréti

ca y la segunda ha caído en poder del infiel. Pero ese nuevo Bizancio eslavo es, desde su nacimiento, un fantasma exangüe -la Santa Rusia- en que ni la teoría política autocéntrica ni la práctica de gobierno tiránico consiguen liberarse de la herencia tártara y de la noción patrimonianista de la sociedad. Ni siquiera la relación Iglesia-Estado puede seguir la horma bizantina de la symphonia o armonización de los dos poderes, y la Iglesia rusa se ve así envuelta desde un principio en un cesaropapismo del que nunca conseguirá salir. Cuando el mundo desarrollado europeo se encara con el racionalismo o la expansión ultramarina, el zar de todas las Rusias sigue lavándose ostentosamente las manos tras la presentación de los embajadores: el leve contacto físico con herejes no puede sino mancillar la pureza del ungido de Dios. Eso, entre otras muchas cosas, significa el ser satélite de un planeta sin vida.Equivocado el gobernante en la elección del modelo a seguir, la suerte del pueblo gobernado se hunde así en la deriva atávica de las poblaciones agrícolas, tardíamente cristianizadas en un sincretismo teocrático y comunitario: Dios manda el rayo, y el zar-padre, su representante en la Tierra, el castigo filial para el pecador. Y todo el pueblo lo es: la autolaceración (samobichevanie) es el legado de un cristianismo de ribetes monásticos y masoquistas que bien puede rastrearse hoy. El advenimiento de Pedro el Grande y el abandono del modelo bizantino no perturba en lo esencial tal estado de cosas, a pesar de la aparente europeización del país. ¿Es verdaderamente el año 1721 la hora adecuada para la proclamación de un nuevo emperador en la Europa de las Luces? La reforma petrina ya hará para siempre de Rusia una potencia militar, pero la servidumbre de la gleba -implantada mucho antes y fijada de jure en 1649- no sólo no es abolida, sino que se extiende en un Imperio en el cual la aculturación de las capas dominantes (modos alemanes y luego franceses) inaugura un periodo de total alienación entre vasallos y señores. Por otra parte, la "europeización" no roza el carácter patrimonial del Estado: el ruso gosudarstvo no es el status latino, pues el primero reenvía a la noción de dominio y propiedad del soberano (gosudar) y el segundo al entramado de leyes que reglamentan la cosa pública y la distinguen de la privada. Tampoco es el caso que el zar europeizador cediera un ápice del ejercicio autocrático del poder a la vieja manera moscovita. De ser satélite de Bizancio, Rusia se convierte en el satélite de una, Europa harto selectivamente contemplada. La Ilustración fallida no dará al país ninguna Constitución, y aquel gendarme de la reacción que tras las guerras napoleónicas representara Nicolás I es el legado de dos epigonismos culturales: el bizantino teocrático de Moscovia y el imperial autocrático de Petersburgo. Y, en fin, esta fugaz viñeta histórica no puede concluirse sin el putsch de Lenin de 1917: cuando el marxismo está ya inspirando una buena parte del movimiento obrero y sindical de Occidente y, como tal, puede quizá integrarse en el acervo parlamentario de la gestión pública, el eterno epígono dispara una salva traidora y pretende copiar de los libros, hacia el vacío y la miseria, la Ciudad Celestial. Quizá se trata de una exhumación a escala imperial de la Comuna de 1870; mas ¡qué lejos de romper así con el curso atávico del pensamiento! Oigamos a Jules Michelet en 1851: "La vida rusa es el comunismo... / los rusos / tienen horror a la propiedad... temen la mala fortuna, el trabajo, la responsabilidad. Siendo propietario, sobreviene la ruina; siendo comunista, es imposible arruinarse puesto que nada se tiene... El comunismo ruso no es en modo alguno una institución, es una condición natural que proviene de la raza, del clima, de la naturaleza". Es más, Lenin espera que entre el poder soviético y el pueblo surja aquel sentimiento de fidelidad filial que, en teoría, ataba al zar a sus fieles: la sploshnost, como la sobornost, es la unión del pueblo ante Dios, o sea, la comunión en la que no caben individualidades. Más tarde, esa primera minoría aculturada -los viejos bolcheviques- fue exterminada por la cáfila staliniana de semianalfabetos, y el nuevo Estado sentó las bases mesiánicas de su ulterior deriva. El luminoso estudio de A. Ropert La misére et la gloire (París, 1992) llama a este proceso le déferlement des incultes y ve en él una clave de la historia rusa.

¿Y ahora qué? ¿Vige aún ese sector de imitación que tanto atraso y sufrimiento enmascarado mejor o peor por ese primario mecanismo de defensa, el complejo de superioridad, ha costado a uno de los pueblos más imaginativos de la Tierra y a su incomparable cultura? Por supuesto que sí. El epigonismo es de las pocas cosas que hoy cuentan en Rusia con excelente salud. Su manifestación es pública e impúdica, y se patentiza, en la percepción popular, en el odio que todo rico ostentoso atrae en cuanto sujeto privado. Por encima y por debajo de reformas y contrarreformas, del plan Gaidar, de las posiciones de Rutskói o Búrbulis, o del último ukaz de Yeltsin doblando el precio del carburante, actúa la obsesión de un modelo a alcanzar y un tiempo para conseguirlo. En un programa de gran audiencia televisiva declaraba sin pestañear Borís Yeltsin: "La democracia a la sueca goza de mi preferencia. Es probablemente el sistema político e ideológico que mejor convendrá al pueblo ruso" (Noticias del Domingo, 8 de septiembre de 1991). Ignoro cuántas amargas carcajadas ha podido concitar una interjección del género, proferida de espaldas a la historia, la economía, la geografía, la demografía y, en fin, a todo cuanto condiciona la vida de una nación. Puestos a fantasear, ¿por qué no preferir Andorra, Liechtenstein o Mónaco en vez de Suecia? Así es cómo la impunidad del apparatchik victorioso, su ignorancia y su zafiedad, sobreviven al sistema que blasona haber enterrado. Gorbachov, más astuto, dejaba su proyecto en una nebulosa; los nuevos nomenklaturistas hablan de algo visible y gozable, y de cien o quinientos días, para reglamentar racionalmente el mercado. Tal es su deseo expreso, como otros desearon ser bizantinos sin Bizancio o autócratas ilustrados sin Ilustración. ¿Cuál es el resultado del nuevo y letal epigonismo?

Se trata, ni más ni menos, que de copiar condiciones de mercado del siglo XIX en el XX, conservando las formas de acumulación de capital y desamparo social vigentes entonces. Sin embargo, el pillaje, la violencia mafiosa, los oligopolios, la corrupción generalizada, la indefensión popular y la pervivencia de una nomenklatura parásita y venal en los distintos ámbitos de decisión (travestida, como en Yugoslavia, con el dosel nacionalista) no deben ocultar el fenómeno de la feudalización creciente de la vida rusa, en el plano civil y gubernativo. Por ejemplo, en el referéndum del pasado 25 de abril, el 67% de los habitantes de Petersburgo se pronuncian por la transformación de la ciudad en "república autónoma", como ya Baslikiria, Tatarstán, Chechenia, Yakutia y otras se comportan de facto al modo de "repúblicas independientes". Esto no encaja ni con la tesis de la "Rusia victoriosa", confrontada por fin con su identidad salvífica, ni con las esperanzas de instauración de un mercado viable. Cierto que la miseria -y sobre todo el desarraigo y la anomia de la población- pueden recordar el cuadro occidental del pasado siglo; mas se olvida al razonar así que el Londres de Dickens no contaba con otro Londres contemporáneo a él y caracterizado por un Estado de bienestar en el que pudiera mirarse: tal visión no hubiera sido un acicate productivo (pues el hombre vive a escala humana, no histórica ni geológica), sino una insuperable traba: ¿por qué no gozo yo ahora de las ventajas de ése, que trabaja menos y al que atienden y miman? Las condiciones del desarrollo económico del XIX no preveían el Estado-providencia del XX (o lo que de él quede), y es menester contar por eso con la improvisación de todo avatar histórico. Quienes ven en la instauración del capitalismo de bazar y bandería -con su secuela de criminalidad desbordada- el necesario embrión de la socialdemocracia a la sueca porque acumula capital, cierran los ojos ante la dolarización imparable de la economía, la indolencia atávica de la población, su falta de sentido de la propiedad y su explicable rechazo a entrar en un juego económico carente de árbitro o reglas, salvo las convenidas con el matón de turno.

En esa riqueza no puede percibirse el resultado de la perseverancia y sistematicidad en una empresa, o cualquier otra virtud racionalizadora del capitalismo, que ha sido individualista en su génesis pero se ha desarrollado en las coordenadas del Estado de derecho. Esta última carencia -el pravovoie gosudarstvo de las eternas discusiones rusas- ya intentó ser colmada por el zar Alejandro II y por la tradición liberal anterior a la revolución; mas el espejismo del dinero fácil y de un Occidente ilusionista no parecen dejar tiempo para repensar en serio aquellas ideas en el mundo de hoy. La comparación mostrenca cubre el expediente.

Epígono por tres veces de un fantasma irrealizable, el pueblo ruso se enfrentará quizá con pruebas apocalípticas. En 1920 el inmenso poeta Ossip Mandelshtam, asesinado después en el Gulag en 1938, escribió estos versos sobre una ciudad ya sin nombre: "En Petersburgo volveremos a encontrarnos. / Como si el mismo Sol hubiéramos enterrado allí. / Y la bienaventurada palabra sin sentido / pronunciaremos por primera vez". ¿Cuál era esa bienaventurada palabra? Quizá el santo y seña requeridos para pasar una patrulla nocturna; quizá un secreto sésamo que hoy no adivinamos aún, pero que, como Mandelshtam, deseamos pronunciar por un pueblo tan digno de admiración y amor: el sésamo de su verdadera libertad y de su siempre postergado bien.

Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge. Ha estudiado Filología Eslava en Cambridge y Moscú.

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