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Mentira, miseria y magia

Puede y debe hablarse del catolicismo, pero no con él. Esta distinción apunta a un frecuente prejuicio: el de suponer que, sólo por existir de facto, una doctrina es contemporánea nuestra, comparte nuestros cánones de racionalidad y es legítima copartícipe en cualquier discusión sobre la sociedad y el mundo. Lejos de ser así, el quiromante convive con el astrofiisico y el exorcista, con el matemático. Más aún, la mente humana es incoherente y contradictoria: el constructor del más complejo artilugio técnico puede abrigar inconcusa fe en la efectricidad del santo rosario o en la peregrinación a Compostela. No sorprende por ello que sobreviva cualquier arcaísmo, por absurdo que después se revele. De ahí la siempre renaciente necesidad de mostrar que los fósiles doctrinales del pasado pueden adornarse con la pompa de éste, pero pertenecen a él por más que pretenden disimularlo sus administradores. Para una conciencia educada en la crítica racional de religiones e ideologías y en su historia de sangre, alienación y embuste, la discusión con las premisas de la Iglesia romana es trabajo perdido. ¿A quién le interesa hoy una refutación detallada del Paracelso o de la química del flogisto? Pues bien, no otro es el plano en el que se colocan postulados tales como la existencia, origen y desuno del alma, la doctrina de la Trinidad, la evidencia histórica (le los Evangelios, la transubstanciación del pan y el vino, la virginidad y la asunción de María, la infalibilidad papal, los sacramentos dispensadores de la Gracia, la Comunión de los Santos, o el catálogo católico de virtudes y vicios. Si a veces se polemiza con tales nociones (o desde ellas) no es sino por cierto atavismo histórico y por una vergonzante consideración de etnia y clase: el brujo africano que golpea un tronco seco para provocar la lluvia no casa ni bendice bodas reales en Occidente, y el Palmar de Troya o los Testigos de Jehová no acogen en su seno a quienes luego se visten de respetabilidad bancaria o política. La condescendencia que la Iglesia romana puede concitar en otros círculos más ilustrados obedece a causas parecidas: algunos ven un nexo entre el Giotto y Pitita Ridruejo (por vía mariana) o entre la filosofía escolástica y el devocionario Camino (por vía de salvación). Pero, ¿qué relación guardan los logros artísticos o intelectuales del pasado con la cáscara insustancial de una gentes aún hoy instaladas orgullosamente en concepciones del mundo mágicas e irracionales? Y, en fin, no hay que olvidarlo en España y fuera de ella: los Gobiernos de Estados presuntamente aconfesionales bizquean nerviosos hacia los dictámenes de la Iglesia porque han de ponderar el equilibrio de los votos y de la tramoya económica que con partidos y medios de comunicación ésa aún puede manejar. El fracaso de un sistema de enseñanza que fuera realmente secular, laico y abocado a desarrollar la capacidad crítica del ciudadano se evidencia también aquí: ¿por qué un pueblo culto iba a prestar oídos a voces que brotan de lo más negro de su historia y han presidido su atraso?Para fijar los tres pilares en los que se mantiene tal arcaísmo basta una ojeada a la reciente encíclica papal Evangelium Vitae, recopilación y arquetipo de obsesiones y fantasmas mil veces reiterados. El primer pilar es la mentira. En un contexto maniqueo en el que se contrapone una "cultura de la vida" (el mensaje católico) a una "cultura de la muerte" (todo lo demás), la retórica de la mendacidad se sirve de la técnica de la yuxtaposición de la falsedad y la verdad como si esta última fuera contagiosa. Así se dictamina por ejemplo que la sociedad contemporánea es víctima de un consumismo exacerbado y que (o porque) sufre un "eclipse de Dios" (21). Se apunta que una "voluble mayoría de opinión" (70) no puede legitimar un crimen (por ejemplo, un genocidio racista) en virtud de que existen valores absolutos plasmados en el derecho natural y coincidentes con la moral católica (20). Todo ello abocaría a prestar oídos a una institución que presuntamente se colocó siempre al lado del débil, y, como en el siglo pasado tomó "con gran valentía" la defensa de la clase obrera, ahora lo hace con el embrión de nuestra especie (5). Junto con alusiones a los derechos humanos en las sociedades actuales, el autor recuerda cómo las comadronas de Israel desobedecían la supuesta orden del faraón de matar a los israelitas recién nacidos (173). Personajes como Lázaro, María o Isabel, el feto saltarín de Juan Bautista, o Caín y Abel son testimonios tan fiables como la estructura económica de las sociedad de hoy para desarrollar el bosquejo papal de una contemporánea "cultura de la eficacia" (12) que reduciría el hombre a cosa. El lector de buena voluntad que ojee tales páginas no puede sino preguntarse qué se ha hecho con más de un siglo y medio de exégesis escriturística o qué ignorancia o ingenuidad se presupone en los receptores del mensaje. ¿Cómo se puede mantener aún el engaño de que, en épocas de condena del sindicalismo o del socialismo -el Syllabus de Pío IX o De Rerum Novum de León XIII-, la Iglesia romana tomara "con valentía" la defensa del débil? Y más atrás, ¿dónde están las encíclicas papales contra la explotación colonial, las guerras de conquista o la misma esclavitud? Si procedieran de otra institución, esas afirmaciones nos inducirían al sonrojo que concita la desvergüenza ajena. Ducha en mentir y en servirse de argumentos ajenos para defender doctrinas propias, la institución que administra la Verdad Absoluta (20) recurre ahora a los derechos humanos para apuntalar su obsesión natalista (5). Se calla así que a tales derechos se opuso con toda la violencia que directa o vicariamente pudo: ¿desde cuándo la libertad de conciencia, de asociación, de expresión y prensa, o el rechazo a la discriminación por sexo o religión son partes integrantes del legado doctrinal católico?

La falsificación de su propia historia y la declaración del aborto como "crimen nefando" (58) señalan el segundo bastión que apuntala y solicita el catolicismo: la miseria. Veamos: ¿qué hay de esencialmente malo en una civilización de la eficacia en que los ciudadanos contasen con sus necesidades cubiertas, confiasen de pleno en las instituciones públicas y tuvieran acceso a una vida de dignidad y cultura? Muy sencillo: se le pierde el gusto al sufrimiento y eso no lo puede pasar por alto el Pontífice. El sufrimiento es grato al Señor porque enaltece al hombre al hacerle partícipe de la Pasión de Cristo (67); asimismo, el sufrimiento oculta un profundo y misterioso sentido que sólo el creyente sabe disfrutar (15, 23). Tal noción es, a mi juicio, una de las claves de bóveda de la doctrina católica en materia de moral pública y privada, y por eso no debería sorprender que el mensaje eclesial declare una guerra a muerte ("cultura de la vida") a cuanto puede hacer dichoso al ser humano, empezando por un saber que lo libere de las ataduras de la ignorancia y del miedo. Fundamentado en fantasmas de pecado, culpa, redención y castigo, el cristianismo prosperaría mejor en su primaria versión católica con una humanidad sufriente y autoatormentada. Y eso es algo a lo que la obsesión pronatalista del Pontífice puede coadyuvar. Cualquier intento serio por paliar la catástrofe demográfica -presente y futura-, insistiendo en que no hay salida de la miseria económica sin desactivar ese motor de indigencia que es la reproducción, constituye un atentado a los planes de la Providencia, por más consenso que ofrezcan al respecto las ciencias sociales y por más espeluznante que sea el panorama mundial. La antropología fantástica del catolicismo no puede entrar aquí en consideraciones de ponderación y expectativas racionales: son "absurdas prohibiciones de procreación" (18). Como es imposible negar que la desesperanzada situación presente es fruto de un orden internacional depredador (que en su momento la Iglesia bendijo porque "evangelizaba"), el documento recurre otra vez a la yuxtaposición mendaz (16, 91): arréglese ese orden y olvídense las campañas de anticoncepción eficaz y el derecho de la mujer a interrumpir un embarazo no querido. A más población, más miseria; a más miseria, menor civilidad y mayor recurso por tanto al culto del sufrimiento como "valor salvífico". A la vista de cuanto dolor soportan los hombres, individual y colectivamente, ¿dónde estará el límite para que una mente sádica se dé por satisfecha de acuerdo con el Evangelio? El rigor inquisitorial asoma incluso en una vieja técnica, disimulada tras mucha palabrería de caridad melosa: el Santo Padre apela a las mujeres que han recurrido al "nefando crimen" del aborto para que comparezcan con su "doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho a la vida" (99) y paran hijos después.

Y de la mentira y la miseria llegamos a la magia. Ante tanta "cultura de la muerte", ante tanto pecado y dislate, el Pontífice recuerda a todos -no sólo a sus ovejas (101)- los instrumentos eficaces de la oración en familia y el ayuno (93, 100), el ejemplo de la Virgen María, en quien se evidencia esa "vocación a la maternidad depositada por Dios en cada mujer" (103), la semejanza que Pseudo-Dionisio Areopagita ya descubrió entre los hombres y los ángeles (84), la celebración del año litúrgico y la mirada contemplativa del misterio de Dios, el más grande de todos. ¿Qué señales de bondad manifiestan los remedios expresados en tal concepción del mundo y el hombre? Nada menos que el vencido "Dragón rojo" del, Apocalipsis (12, 3). "Éste simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la labor de la Iglesia" (104). En efecto, que hayan sido y sean muchas y poderosas las fuerzas que dificulten tal labor es lo que puede desear quien de verdad ame a los hombres desde la eficacia racional en la lucha contra sus calamidades terrenas y quien aspire a su emancipación de toda impostura y a la construcción de una moral secular que propicie su dicha, sin el lastre fantasmal de la autolaceración y el pecado. Ya no se trata, como escribió Lucrecio antes de la era cristiana (De Rerum Natura, V, 101) de que la religión puede conducir al mal. A la vista de documentos de tal doblez e hipocresía como Evangelium Vitae, un diagnóstico sincero ha de ser que, en éste como en cualquier fundamentalismo, la religión es, por sí misma, un mal. Lo es para el individuo porque lo infantiliza al ofuscar su capacidad de pensar y decidir como ser libre, y lo es para la colectividad porque alimenta un pensamiento mágico que siempre opondrá resistencia a las medidas más urgentes y racionales para aliviar esos sufrimientos tan gratos a Dios y a sus comisarios en la Tierra. No se trata de la lucha entre dos "culturas", sino entre el atavismo de alienación y la promesa de lucidez que se debaten en el foro interno de cada hombre. El catolicismo ya ha mostrado con creces de qué lado está.

Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge y enseña Historia de la Ciencia en la Universidad de Murcia.

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