Entre todas las mujeres
Al mismo tiempo que empezaba a sonar un teléfono vi que una mano apartaba detrás de Pilar una cortina de cuentas: una mano grande, muy morena y velluda, seguida por una muñequera y por la manga de una camisa negra. La mano se detuvo sin apartar del todo la cortina mientras el teléfono seguía sonando. Pilar encogió los hombros, como si le hubiera dado frío, y no se volvió hacia la cortina ni hizo ademán de levantar el teléfono, que pareció seguir sonando una eternidad antes de que se extinguiera el último timbrazo. -Vámonos de aquí -dijoPilar-. Ya no puedo soportarlo.
-¿Adónde piensas que vas? -el individuo de las manos grandes se acercó por detrás a ella y a mí me carcomieron los celos al ver cómo le empezaba a acariciar el cuello, mirándome sin pestañear, con un aire de desafío que dada mi escasa entidad como oponente me pareció muy exagerado-. Irás donde vaya yo.
Tragué saliva para decirle no sin arrogancia que la dejara decidir a ella, pero el teléfono volvió a sonar y los tres nos quedamos inmóviles, aguardando a cada fracción de silencio que no hubiera otro timbrazo. El de las manos grandes levantó el auricular tan bruscamente como si fuera a arrancarlo, y se lo llevó al oído sin decirnada, sin acercárselo mucho. Permaneció unos segundos así, sus ojos fijos en los de Pilar mientras ella miraba el teléfono del que procedía un hilo tenue y metálico de voz. El hombre colgó y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
-¿Ya ha salido? -dijo Pilar.
-Esta tarde.
-¿Cómo supieron dónde tábamos?
El tipo se encogió de hombros y me miró de soslayo.
-No seas idiota -le dijo Pilar, aludiéndome con un gesto muy serio-. Él no sabe nada.
Salió de la barra, recogió un bolso, guardó en él un paquete de cigarrillos rubios y un mechero. Abrió la caja registradora, miró desoladamente su interior, volvió a cerrarla, y mientras tanto el tipo y yo permanecíamos sin hacer nada, más o menos el uno enfrente del otro, sin mirarnos, siguiéndola a ella con nuestras miradas. -No puedo creer que vayas a dejarme -él se puso delante de ella, no amenazándola, sino con un aspecto que ahora me parecía de simple desvalimiento masculino, de estupor y de agravio.
-No voy a dejarte -ahora Pilar guardaba en el bolso un lápiz de labios y un espejo- Es que si seguimos juntos no tenemos ninguna posibilidad. Si lo sueltan esta tarde mañana ya estará aquí.
-¿Y qué hacemos con el bar? -se veía que el tipo apelaría a cualquier bajeza para no perderla-. ¿Echamos el cierre y nos vamos y lo perdemos todo?
-No perdemos nada -Pilar estaba otra vez detrás de la barra: había vuelto para sacar una cinta del equipo de música-. No hay nada nuestro, nada más que las deudas...
-Lo dé la subvención ya va muy avanzado -improvisé yo. Los dos me miraron como si volvieran de pronto a acordarse de mí.
-No hay tiempo -Pilar se echó el bolso al hombro y me tomó inesperadamente del brazo, lo cual me provocó un sobresalto de dulzura y acentuó el odio y los celos en las pupilas del otro- ¿Nos vamos?
Asentí con felicidad y pavor, más cerca ahora que nunca de la mirada líquida y honda de los ojos verdes, oliendo su colonia y notando en mi brazo la presión tan suave de la palma de su mano, suave, y decidida, inapelable como su gesto de adiós. Su ex marido o ex novio o ex guardaespaldas, o lo que quiera que fuese permanecía inerte y grande frente a nosotros, irrisorio de pronto a pesar de sus manazas y de su musculatura, de la muñequera y la camisa negra y los ceñidos pantalones de cuero. Dimos unos pasos hacia la salida y yo pensé que no nos dejaría marcharnos. Era más alto y el doble de ancho que yo y en su mano izquierda había aparecido una navaja cerrada. No hizo nada con ella, no se adelantó hacia nosotros, tan sólo la apretaba en la mano y nos miraba.
-Rafa, no seas fantasma -Pilar le hablaba con una frialdad absoluta, la misma que hubo un instante en sus ojos-. Guárdate eso para cuando lo necesites de verdad.
Pasamos a su lado y no se movió. Las palmas de las manos me sudaban de miedo. Salimos del Trauma y Pilar me hizo apresurar el paso y no volvió la cabeza hasta que nos alejamos del callejón. Sin que yo supiera por qué estábamos en un grave peligro, y además me había ausentado de la oficina sin justificante ni coartada, pero nada de eso me afectaba mucho en el fondo. No estar en el Ayuntamiento a una hora laboral, ir con ella del brazo a las once de la mañana por una calle céntrica, eran dos circunstancias mágicas que me daban ese vértigo de felicidad que debilita las piernas. Entre todas las mujeres que pasaban no había ninguna que me gustara tanto como ella.
-¿Puedes esconderme hasta mañana en tu casa?
-Todo el tiempo que quieras-le contesté sin vacilar, pero la verdad es que me dio un vuelco el corazón.
-¿Tomamos un taxi? -se había puesto las gafas oscuras, pero yo advertía tras los cristales la manera ansiosa en que miraba a su alrededor.
Estábamos huyendo, pero resultó que ninguno de los dos teníamos dinero suficiente para un taxi, así que cintinuamos la huida en el autobús, lleno a esa hora de mujeres charlatanas y sudorosas que volvían después de comprar en el centro. Íbamos los dos de pie, sin hablamos, porque las voces de la gente y los rugidos del motor no lo permitían, y a cada vez que el autobús aceleraba o frenaba se producía un corrimiento sofocante de cuerpos y Pilar era empujada deliciosamente contra mí. Nuestras manos se encontraban en la barra horizontal que había sobre nuestras cabezas: al hablarle yo me tenía que inclinar un poco hacia ella, y mis ojos no podían apartarse de la penumbra ligeramente sudorosa de su escote. Un empujón de alguien la echaba contra mí y no se retraía, me parecía que me mostraba su cuerpo y lo rozaba contra el mío con la misma disposición de impudor y franqueza con que me miraba. Hasta entonces, mis relaciones con las mujeres, igual las felices que las dolorosas, habían sido regidas por la dificultad. Con Pilar era como si todo fuera fácil, cotidiano, accesible, como si las cosas discurrieran sin esfuerzo hacia la complacencia.
La barriada donde yo vivía entonces no era precisamente céntrica. El autobús nos dejó en un descampado y continuó su viaje hacia los polígonos cimarrones donde aún no reinaba la droga. Le indiqué a Pilar el camino, una vereda al final de la cual estaba mi bloque. Yo andaba tras ella y tenía que apartar los ojos para no morirme de excitación mirando sus piernas delgadas y magníficas. Temía supersticiosamente que el viaje tan largo y tan vulgar hacia mi casa la estuviera apartando de mí.
Yendo con ella me di cuenta de lo sucio y desordenado que estaba el piso, de lo feo e inhóspito que era. La dejé en el vestíbulo y me adelanté hacia el cuarto de baño y el dormitorio para asegurarme de que no había por medio calcetines o calzoncillos sucios. Cuando volví se había descalzado y estaba echada en una mecedora que había frente al balcón, fumando, sin quitarse todavía las gafas oscuras. Encima de un horrible aparador de estilo provenzal había una foto enmarcada de Marce. Pilar la estaba mirando con mucha atención.
-¿Es tu novia?
-Mi compañera -la corregí-. En octubre nos iremos
a vivir juntos. Sin casarnos, claro. Sus padres y los míos van a armarnos un bronca, seguro. Aún no lo hemos dicho...
Se quitó las gafas de sol y tenía los ojos fatigados y ausentes, como velados de escepticismo, de simple cansancio y noches sin dormir bien.
-¿Y él quién es? -me atreví a preguntarle-. El que estaba contigo. El que me confundió con otro y me dio una paliza. ¿Es tu marido?
Recostada en la mecedora, echando atrás la cabeza mientras expulsaba el humo, apoyaba los pies descalzos en el filo de una silla. Eran unos pies largos, blancos, perfectamente modelados, un poco hinchados por el calor y el cansancio, con las señales de las sandalias en el empeine y en los talones.
-Mi marido es el otro -dijo muy seria, y se incorporó, apoyando ahora los pies en el suelo- El que ha jurado que va a matarnos a los dos. Pero es largo de contar... ¿No tienes una cerveza?
Por casualidad tenía una lata, en el frigorífico. La repartí en dos vasos grandes de duralex que también pertenecían al mobiliario del piso y bebí con ansia un trago largo que no me serenó ni me quitó la sed. Estaba alcanzando en secreto un grado de excitación sensual que ya me resultaba doloroso, una intensidad exasperada de deseo que cualquier cosa que ella hiciera o dijera aumentaba, desdibujando al mismo tiempo mi atención racional a lo que me contaba.
Tengo un recuerdo menos preciso de sus palabras que del modo en que me miraba al hablarme o de la entonación de su voz. Sé que al oírla tenía la sensación desolada de que iba cambiando y ya no se parecía a quien yo había imaginado, pero que en su pasado hubiera episodios delictivos me dolía infinitamente menos que sus alusiones francas e indiferentes a los hombres con quienes había vivido y se había acostado.
Había empezado a cantar muy joven, a los dieciséis años, en Bilbao, en un grupo de rock que tocaba en las fiestas de las barriadas. A los pocos meses la es cuchó un promotor de conciertos que tenía bares y toda clase de negocios nocturnos y que le prometió trabajo seguro y tal vez un disco al cabo de un tiempo. Se llamaba Toni Carrascosa, era casi veinte años mayor que ella y mantenía relaciones inquietantes con miembros de la policía y con dudosos empresarios dedicados a las barras americanas y al tráfico de cocaína.
-Yo creo que al principio lo único que quería era tirarse a una chica muy joven -dijo Pilar, con un cinismo que me dolió, indeciblemente- Pero le gusté más de lo que esperaba y acabó dejando a su mujer y a sus hijos y casándose conmigo.
Ella había sido novia del bajista de su grupo, y durante mucho tiempo siguió viéndose con él -"y con algún otro", precisó-, incluso cuando ya estaba casada con Toni, que era un obseso sexual y un celoso, pero que tenía demasiadas ocupaciones a horas irregulares como para poder vigilarla con alguna eficacia.
-Y entonces lo metieron en la cárcel -dijo Pilar'a cada minuto la veía más excitante, pero ya no me parecía joven, y en mi atracción hacia ella había una parte de fatalidad y de miedo, miedo instintivo a la posibilidad de un sufrimiento atroz-. De pronto sus amigos habían dejado de protegerlo, o había alguien que quería vengarse de él, así que se vio envuelto en un escándalo de drogas y de prostitución de menores, y le cayeron diez años. Me dijoque si me enrollaba con alguien se enteraría por mucho que yo quisiera llevarlo en secreto y nos mataría a los dos. Y la verdad es que le fui bastante fiel, no creas, hasta que conocí a Rafa. Tenía su punto aquello de vernos a escondidas en los hoteles. La primera vez que nos acostamos se quedó muy cortado al verme el tatuaje...
Con toda naturalidad Pilar dejó el vaso vacío de cerveza en el suelo, se subió un lado de la falda hasta la cintura y me mostró unas letras pequeñas y azules tatuadas justo en el nacimiento del muslo derecho, las iniciales T y C rodeadas por una leyenda: es propiedad. Llevaba unas bragas negras y muyceñidas de las que sobresalía un atisbo de vello suave y brillante de color castaño. Aparté los ojos y me llevé el vaso de cerveza a los labios, pero no quedaba más que un fondo de espuma tibia. Iba a morirme. No podría sobrevivir en mi sano juicio a un deseo tan fuerte, a aquella intolerable parálisis de lujuria, vejación íntima y celos.
-Lo demás ya puedes imaginártelo- dijo Pilar, bajándose con descuido la falda, ajena del todo a lo que a mí me estaba sucediendo- Tuvimos cuidado, pero se enteró enseguida. En todas partes hay chivatos suyos o gente que le debe favores. Rafa y yo hemos pasado tres años de un sitio para otro, sin poder quedarnos en ninguna parte, porque enseguida aparecía alguien llevándonos un mensaje suyo.
Aquí creímos al principio que estábamos lo bastante lejos, o que se había olvidado de nosotros. Incluso pensamos en establecernos, nos quedamos con el traspaso del bar. Pero estábamos como enfermos los dos, paranoicos, intoxicados de miedo. Y un día suena el teléfono y nos dicen que lo van a soltar por buen comportamiento...
¿No tienes más cerveza?
Le dije que bajaría a comprar. No convenía que ella saliera: le prepararía la comida, si le hacía falta ropa iría a buscársela, mejor aún, se la compraría nueva. En aquel piso, en medio de aquellos bloques iguales y anónimos, estaría segura todo el tiempo que fuera necesario.
-Pero no puedo aceptar -me dijo-. No tengo nada. No puedo pagarte.
-Te olvidas del dinero de la subvención. Te quedarás aquí hasta que lo cobres, por lo menos. Luego puedes irte un tiempo al extranjero...
-¿Y tu novia? -señaló la foto de Marce-. A lo mejor ella no está de acuerdo.
Me hablaba otra vez sin cinismo, con la dulzura del primer encuentro, con un matiz afectuoso de ironía-. Se ha ido de vacaciones -mentí-. Por lo menos hasta septiembre no vuelve.
Bajé a comprar unas cervezas y regresé con dos bolsas cargadas de comida, las mejores cosas que encontré en la tienda: salmón ahumado y embutidos caros y vino de Rioja, melocotones espléndidos, latas de conserva, jamón serrano, cigarrillos, hasta una botella de whisky. Por fortuna el tendero me conocía, porque yo no llevaba ni un céntimo en el bolsillo. Me excitaba mucho la idea peligrosa y romántica de quedarme encerrado con Pilar varios días en mi piso, y era incapaz en mi enervamiento de pensar una argucia para que Merce no viniera el fin de semana, y de pronto miraba el reloj y era la una, y me acordaba de que había desertado sin excusa del Ayuntamiento, pero me daba igual, estaba como disparado, perdido, flotando en el aire, empujado por el deseo y la prisa, con palpitaciones en el corazón, con las manos sudando desagradablemente cuando llegué a mi piso cargado con las bolsas de plástico.
Abrí la puerta y escuché la cinta de Nina Simone, pero Pilar no estaba en el salón. Dejé las bolsas en la cocina, abrí dos botellas frías de cerveza y di unos pasos hacia donde sonaba la música, la puerta entornada del cuarto de baño. Pilar estaba en la bañera, sumergida hasta el cuello en el agua espumosa, con el pelo húmedo y pegado a los pómulos, las rodillas flexionadas y los pies apoyados en el borde, escuchando con los ojos cerrados aquella canción que le gustaba tanto y que yo nunca le oí cantar, No fumes en la cama.
(Continuará),
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