La posteridad
LA POSTERIDAD de François Mitterrand está resultando casi tan agitada como su vida. Murió el 8 de enero pasado, apenas unos meses después de terminar su segundo mandato como presidente de la República. En las horas posteriores a su desaparición se desató un torrente de elogios a su figura, reconocida incluso por sus enemigos. Tuvo unos solemnes funerales de Estado en Notre Dame como sólo los tienen los monarcas en ejercicio y un entierro familiar que reunió a sus dos familias, la de su esposa legítima con sus hijos y nietos y la de su compañera de los últimos años con su hija Mazarine, de cuya existencia se tuvo noticia sólo muy recientemente.Dos escándalos se sucedieron a escasas horas de que el último puñado de tierra cayera sobre sus restos: aparecieron fotos tomadas subrepticiamente del cadáver en la sala mortuoria de su vivienda, y se conoció, gracias a las revelaciones de quien había sido su médico, que había ocultado el diagnóstico de un cáncer durante más de diez años. Las fotos fueron publicadas por los periódicos, y las revelaciones aparecieron en forma de libro que fue inmediatamente secuestrado. Esta decisión judicial suscitó un agrio debate sobre la libertad de expresión y los límites del secreto profesional y el secreto de Estado. También se supo que el ex presidente había elegido prácticamente el momento de su muerte, al abandonar tres días antes de su fallecimiento la medicación.
El último tramo de su vida estuvo jalonado por gestos y decisiones destinados a poner en orden su existencia o, mejor, el rastro de su memoria. Dos colaboradores suyos se habían suicidado, en medio de la tempestad de escándalos políticos y financieros que salpicaron al Partido Socialista. Las revelaciones sobre su juventud derechista y sobre su hija oculta daban pie al último alud de descalificaciones, que no detuvo su muerte.
No es extraño que una desaparición tan agitada siga suscitando el interés de los franceses, que devoran los libros de recuerdos y las biografías escritas por sus colaboradores, amigos y enemigos próximos. Catorce libros han sido publicados en Francia desde su desaparición, con todo tipo de versiones, muchas veces contradictorias, sobre los episodios más controvertidos de su vida. El propio Mitterrand, como si hubiera preparado este combate fantasmagórico, no está ausente en el cruce de versiones polémicas, y acaban de salir dos libros suyos de memorias, uno dedicado a desmontar los argumentos de sus denigradores sobre su comportamiento durante el régimen de Vichy o durante la guerra de Argelia y otro reivindicando la idea central de su pensamiento, y probablemente lo más perdurable de su legado: que la amistad entre Francia y Alemania es la clave de la paz y del futuro de Europa.
Fue un político versátil, un presidente contradictorio y a veces hosco, pero de enorme dimensión histórica y humana: todo un caso de hombre libre que se empeñó en domesticar su destino; su vida y también su muerte. Alguien que en los últimos meses osó incluso domeñar su posteridad, esculpiendo su propia imagen en unas memorias que entran ahora en lo que parece un combate inacabable entre él y sus contemporáneos.
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