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De Francia y España

En Francia hallamos un surtido inagotable de nacimientos. Las principales persuasiones políticas, las grandes corrientes de pensamiento y de sistema institucional que han forjado la nación francesa, han marcado cada uno de sus celebrados natalicios con su particular visión de la historia, dando muestras de una vitalidad y de una capacidad retórica envidiables. En España, en cambio, sólo hemos tenido uno, y al que no le guste, que emigre.La primera versión del nacimiento de Francia se acredita en el siglo XVIII, basándose en una lectura política del bautismo del rey franco Clodoveo, hacia el 498 o 499 de nuestra era, que establece la monarquía y la religión católica como punto de partida de lo nacional. La Francia merovingia nace, según este enfoque conservador, con un destino dinástico, religioso y unificador del país, que haría de ella la hija primogénita de la Iglesia, la primera nación europea en adoptar masivamente el cristianismo. Según esta contabilidad, Francia tendría hoy cerca de 1.500 años.

Pero, a esta consagración, que tanto placía a Bonald o de Maistre, se opone en el siglo XIX un segundo mito que adopta una coloración liberal o incluso republicana. Se trata del nacimiento de una Francia anterior, de cuando su parte norte, sobre todo, se hallaba dominada por los galos, pueblo celta cuyo hijo predilecto, Vercingetórix, representó su papel de Viriato en una inútil resistencia contra Roma. Corrían los años 50 antes de Jesucristo, por lo que el jefe galo era, necesariamente, pagano y la Iglesia no le podía tener gran aprecio como padre de la patria.

Por ello, una vez que se consolida la III República como instrumento laico de nacionalización a partir de 1879, se instaura también aquella hermosa jaculatoria que recitaban todos los niños en la escuela nacional francesa: "Nuestros antepasados los galos...", gloriosamente ajenos a que los infantes del África negra que tenían la suerte de ir al colegio, entonaban idéntica y racial letanía. Blancos y negros, franceses, habrían cumplido hoy en esta versión de la Francia galoromana unos 2.000 años.

Entre esas dos versiones se halla un tercer alumbramiento que se quiere neutro, apto a todo tipo de inclinaciones políticas. Es la firma del Tratado de Verdún en 843, por el que los hijos de Carlomagno se reparten el imperio en tres partes: Germania, que a bulto sería hoy Alemania, recae en Ludovico; la Lotaringia o franja intermedia entre Alemania y Francia, que incluiría la actual Lorena, es para Lotario; y el territorio más al oeste, la Francia Occidentalis, geográficamente casi la Francia contemporánea, que hereda Carlos el Calvo. Este punto de vista presenta, sin embargo, el problema de abandonar las marcas orientales al alemán, cosa que, además, ya ocurrió dos veces: entre 1870 y 1918, y durante la II Guerra Mundial. La Francia de Verdún tendría, así, once siglos y medio.

En tiempos recientes se ha fletado un. cuarto aniversario, como sería en 987 la inauguración de la dinastía capeta con su rey Hugo, que resultaba particularmente oportuna para el sentimiento más conservador porque se anticipaba a los fastos del bicentenario de la Revolución en 1989, nada menos que con la celebración del primer milenario de Francia. Pero su garra histórica es menor porque, con los capetos, el aniversario se saltaba alegremente no sólo al merovingio Clodoveo, sino al carolingio Carlomagno. Su mayor mérito, en cambio, era consolidar en mil años la edad de Francia, según fórmula que ya había acuñado a principios de siglo el pensador de la ultraderecha, Charles Maurras, con sus "40 reyes que en 10 siglos hicieron a Francia"; aunque las cuentas no cuadren del todo porque del Capeto a Luis XVI son 33, y desde Clodoveo, 45.

España, por su parte, con una historia tan o más intensa que la francesa ve pasar regímenes, fracasos y tentativas incluso esperanzadas y sigue fijada, no sin sectoriales recelos, a una sola fecha: los Reyes Católicos, el matrimonio de Castilla y Aragón, la integración hacia dentro de razas, culturas y religiones, la expansión hacia afuera de conquistas y evangelizaciones, el siglo XV, en suma. Y es un aniversario que está claro que, indiscutible en lo que a fechas convencionales se refiere, satisface raramente a fuertes sectores de las Españas.

Habría, sin duda, otras posibilidades, pero por razones varias todas parecen empeorar el horizonte: el Estado visigodo que unificó la península durante 200 años hasta su destrucción por los sarracenos a comienzos del siglo VIII, molesta a los nacionalismos periféricos que quieren que la historia comience con la división de la Hispania romana' en taifas empeñadas en una presunta Reconquista; 1714, con el decreto de Nueva Planta, que expresaría el ansia centralista de la España castellana a la manera de Luis XIV, mejor no mencionarlo; 1931, con la II República, fue un precedente del actual Estado de las autonomías, pero, aparte de que acabó tan mal, equivaldría a pretender que España nació ayer y que todo lo anterior hubiera que darlo por nulo y no efectuado. Y tampoco Azaña quiso eso.

Sería como datar el nacimiento de Francia en la Revolución de 1789, con toda su etapa inaugural de los derechos del ciudadano y la adopción, efímera, del sufragio universal, masculino. Pero los propios jacobinos que tanto calendario inventaron, diosa de la Razón entronizaron, y pares del reino guillotinaron, siempre supieron que la ruptura se debía, precisamente, a que el pasado había más que existido y nunca confundieron los nuevos tiempos con el origen de los tiempos.

El problema reside en que la fecha de la unificación católica y su sucesión, con una historia como la de España sobre la que se ha hecho una absurda unanimidad para calificarla de fracaso, estaba predestinada a caer en el cautiverio de la derecha nacional-religiosa, que el pensamiento liberal y de izquierda le hiciera consecuentemente ascos, y que se convirtiera en un pim pam pum para los nacionalismos de la costa. Y, admitiendo que a todos aquellos contrarios a la existencia de eso que llaman, casi como quien vomita, Estado español, no verán nunca con buenos ojos a quienes maridaron aquellas dos mitades del país, en la operación política de Isabel y Fernando hay elementos perfectamente aprovechables para una teoría del nacimiento de España, no necesariamente ofensivo para tantos.

Los reyes eran católicos, pero ¿qué otra cosa podían ser? Crearon la Inquisición y expulsaron a los judíos, ambas ideas poco amenas, pero en ello se comportaban como otros europeos habían hecho anteriormente -la expulsión- y posteriormente -el exterminio del disidente, disfrazado de caza de brujas, pero sin nombrar ningún tribunal al efecto- Su pecado, al contrario, fue el de que, por cierta demora debida a la guerra de siglos contra el musulmán, hicieron todo ello cuando Europa ya estaba en otra onda: a unas décadas del estallido de la Reforma protestante. Pero si nos perdimos la Reforma, Francia se la perdió también y no parece peor situada hoy por ello.

Y, en cualquier caso, aquel régimen, escasamente moderno para una época que iba hacia la concentración del poder monárquico, que entonces era federal o aún confederal, podría entenderse como grandemente moderno para nuestros días. Incluso del futuro. Ni siquiera el denigrado Olivares, 150 años más tarde, pretendía acabar con el carácter pactista y territorial de la monarquía sino, con la Unión de Armas, nivelar derechos y obligaciones entre los diversos países del reino para dedicarse a los menesteres de la guerra. Entre el conde-duque y Franco no hay más línea de continuidad que la imaginada por el delirio.

Todo ello tiene mucho de mitología, por supuesto, y en el caso de los monarcas españoles, fraguada no en la época de autos, sino en los siglos XVIII y XIX, pero las naciones se fundan y se refundan sobre imaginarios de esta naturaleza. Y, así como hemos visto la manera en que Francia se ha pensado y repensado en idéntico tiempo, oponiendo visiones de sí misma en una teoría rica y, en último término, generosa y universalista, España, es verdad que con materiales, quizá, menos variados, se ha convencido de que era un desastre porque no ha disputado bien el terreno al adversario dentro de nosotros mismos.

El Estado de las autonomías, no puede entenderse como un nuevo nacimiento, pero sí debería ser la ocasión, con sus desarrollos federales, confederales o partenogenéticos, si así pluguiere a los que hoy son legalmente españoles, para teorizar de nuevo un nacimiento de España que, perfectamente, puede datarse de aquella fecha tan católica.

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