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Apoteosis de la clase media

Por debajo del maremoto revisionista de la Restauración que se nos ha venido encima corre un caudal hondo y vasto de nuevas investigaciones que han hecho avanzar el conocimiento de aquella época y han enriquecido nuestra visión de un pasado algo más complejo de lo que Joaquín Costa había definido como oligarquía y caciquismo. Pero hay también diversos intereses políticos que van desde la exigencia de reconstruir una comunidad moral que pueda mirar hacia su tradición sin sentir un irreprimible bochorno hasta la apropiación partidista de la memoria histórica. El resultado más notable de esa revisión es que la clase media, dada ayer por inexistente, hoy políticamente hegemónica, proyecta sobre su azaroso pasado una mirada benévola y rebosante de insólita complacencia.En los años del tardofranquismo era un lugar común en todos los estudios sociológicos publicados por investigadores de la clase media entonces emergente lamentar la escasa densidad de su propia clase en España hasta, por lo menos, la década de 1960. A partir de este axioma, todas las piezas encajaban: como no hubo clase media, o como la clase media que hubo estaba formada por restos del antiguo régimen destinados al basurero de la historia, en España se había frustrado todo: la revolución liberal, la revolución industrial y hasta la revolución obrera, ya que no abundaron intelectuales comprometidos que sirvieran como vanguardia del proletariado. Los más distinguidos sociólogos que hoy se acercan a la edad de la jubilación repitieron incansables que el problema clave de la historia contemporánea de España, desde 1808 hasta 1960, había sido la ausencia de clase media.

Sin embargo, quien se haya animado a recorrer los espacios de las múltiples exposiciones que sobre 1898 han lucido este invierno y siguen luciendo en primavera no habrá podido identificar semejante ausencia. Dejando aparte los muy desiguales méritos de tan diversas exposiciones -minuciosa y sugestiva reconstrucción de ambientes; amontonamiento de retratos más bien irrelevantes; curiosidades castizas; libros, periódicos y revistas; mapas, uniformes y fotografías-, la buena nueva que anuncian es idéntica: casi lo único que había en la España de fin de siglo era la clase media. De los pobres y mendigos que pululaban por las ciudades no queda ni rastro o apenas la sombra de un cuadro, por no hablar de las hambrunas que aún azotaban a los campos o de la clase obrera condenada a la miserable vida del suburbio y percibida hoy como una forma de marginación y delincuencia.

Esta abundancia de clase media feliz, liberada del célebre mal de fin-de-siècle, segura de sí y de su destino, invita a mirar al pasado con ojos llenos de ternura: ahí radican nuestros orígenes; eso es lo que éramos antes de ser lo que somos. Un país urbano, incorporado a las corrientes del pensamiento europeo; una clase política culta y un sistema de partidos liberal, en el que unos a otros se cedían cortésmente la vez; unos profesionales competentes; unos sabios austeros; una prensa libre y colorista; elegantes espacios de sociabilidad y amables espacios privados; cafés y clubes para el debate público, y la calle, siempre la calle, como lugar de encuentro, recientemente iluminada por la luz eléctrica y atravesada por las vías del tranvía, signos de la pujante modernidad. Y, coronando el edificio, una viuda y un niño infinitamente retratados; una dignísima, levemente triste, familia real.

Todo eso existía, qué duda cabe; y bien está recuperar una mirada que hoy permite ver cosas, ayer invisibles. El problema es que, al mirar con tanta delectación a nuestros antepasados de la clase media y al celebrar el régimen que hizo posible tanta armonía y tanto progreso, los conflictos sociales y las luchas de clase, el hambre, la suciedad y la miseria han desaparecido de la vista, engullidos en una nube de nostalgia que convierte la crítica más liviana en una vulgar impertinencia.

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