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El fruto prohibidoROSA REGÀS

Aún reconociendo que la nueva ley de drogodependencias, la que prohíbe vender bebidas alcohólicas de más de 20 grados en las áreas de descanso de las autopistas, gasolineras y establecimientos nocturnos entre las 23 y las 8 horas, responde a una legítima preocupación del Departamento de Sanidad por los accidentes y alborotos que causan los borrachos, sorprende que, una vez más, nuestras autoridades sólo echen mano del vano recurso de la prohibición para resolver un problema, sea del orden que sea. De todos es sabido que la prohibición sin más es el arma menos eficaz que se conoce para que los ciudadanos tomen conciencia de una cuestión determinada, a no ser que lo que se pretenda con ella sea conseguir unos resultados ajenos al objetivo que proponía esa misma prohibición. Porque la prohibición, lejos de amedrentar, no hace sino incrementar el deseo y, lo que es peor, pone en marcha la imaginación para que el sujeto llegue de un modo u otro a obtener lo que se le ha prohibido. Basta recordar el primer acto de voluntad humana, en el principio de los siglos, para entender que aquella transgresión venía a justificar los errores de una naturaleza humana imperfecta, y lejos de achacar los terribles males que asolarían a la humanidad a un error imputable a la divinidad, los hacía recaer en el hombre, ese pobre desgraciado que para nada había intervenido en su propia creación y que sería, a partir de aquel momento, irredento pecador y acongojado sufriente. Todo menos lograr que la prohibición le impidiera comer la manzana del árbol de la ciencia. La ley seca de Estados Unidos no sólo no consiguió la desaparición del alcohol sino que, durante los años en que estuvo vigente, alcanzó un número de asesinatos jamás conocido en aquellos parajes poblados por fanáticos religiosos; incrementó hasta extremos ciertamente alarmantes la cantidad de bebedores y de alcohólicos, y favoreció de forma escandalosa el nacimiento, enriquecimiento y enfrentamiento de las mafias cuya crueldad y sangre fría han sido fuente inagotable de inspiración para historias literarias y cinematográficas. ¿Qué decir de esas leyes contra la droga que, en menos de medio siglo, han convertido en legión a los consumidores, productores, mafiosos y personas acribilladas por las balas de una lucha sin cuartel entre facciones enemigas? ¿No se debe acaso esa prohibición a la voluntad de mantener uno de los negocios más fabulosos y florecientes del mundo, del mismo modo que durante años los fabricantes de cerveza británicos hicieron todo cuanto estuvo en su mano para que no se liberalizara la venta de alcohol ni se derogaran los limitados horarios de venta? Tampoco desapareció en la época franquista el adulterio, aunque estaba no sólo prohibido sino penado con la cárcel, y lo único que se logró con tantos años de prohibición fue que, con el cadáver del dictador caliente aún, se aprobara sin dificultades la ley del divorcio que, según los cánones del momento, venía a ser la legalización de tan deshonesto vicio. Ni hubo forma de erradicar con la prohibición el juego, el vicio de vicios según nos decían, que supo encontrar en tugurios y salones un mafioso experto en eludir la ley y extenderlo entre los ciudadanos hasta tal punto que hoy, veinte años después, la Generalitat de Cataluña, tan cercana en su sentir a la mentalidad de los católicos, no sólo no prohíbe sino que fomenta el juego en todas sus manifestaciones. Ni pudo la Santa Inquisición acabar con los sortilegios de las brujas, ni consiguió que las curanderas dejaran de hacer mejunjes, pócimas y purgantes, por más que miles de sus colegas ardieron por ello durante siglos en las piras de las plazas públicas. Es más, hoy se han extendido y legalizado en el mundo entero las artes del horóscopo, el oráculo y la profecía, y la mayoría de religiones han degenerado en sectas donde se consuman aquellos ritos sangrientos y diabólicos que existían en las mentes enfermizas y sádicas de los santos inquisidores. Pero además, y por si fuera poco, la prohibición deja fuera de la vigilancia de las autoridades gubernamentales y sanitarias el objeto prohibido que teje sus propias redes de distribución al margen de la ley y, en muchos casos, con ayuda de agentes corruptos que, a su vez, crean los mecanismos necesarios y las adecuadas leyes del silencio para que no haya inspector ni autoridad que pueda descubrirlos y desbaratarlos. Nada más peligroso, por ejemplo, que la droga adulterada, responsable de la mayoría de las muertes que las autoridades achacan a "sobredosis". O el de la tan prohibida prostitución que, en un alarde de hipocresía permisiva, se mantiene en nuestro país y en tantos otros: el resultado es que ni desaparece ni, lo que es realmente peligroso, se puede exigir examen sanitario regular alguno para evitar la transmisión de enfermedades venéreas e infecciosas. Es difícil comprender cómo y por qué se sigue buscando la solución a tantos y tantos problemas con una mera prohibición, en lugar de intentar llegar a las raíces de lo que se considera un mal. Porque esta ley de drogodependencia, al margen del propio desarrollo de la prohibición cuyas leyes inmutables llevan inevitablemente a la transgresión, tal vez sirva para tranquilizar la conciencia de nuestros autoridades, o para justificar el castigo, dar una explicación, por poco convincente que sea, a los vecinos que se quejan de los borrachos, y mostrar un talante de pretendida eficacia ante las muertes de jóvenes en la carretera imputadas a la ingestión de alcohol. Pero, lo que es evitar que se adquieran bebidas en horas y lugares determinados, no se conseguirá. Funcionan ya grupos más o menos organizados que venden clandestinamente alcohol de todos los grados, incluidos los matarratas, en tales lugares y a tales horas. Si no recurren a ellos, nada impide a los ciudadanos comprarse veinte botellas de vino o de whisky cinco minutos antes de las 23 horas, cargarlas en el coche y pasar la noche en la carretera amenazando al personal o cantando una jota aragonesa bajo la ventana de un pacífico veraneante. ¿Hay suficientes mossos para luchar contra la transgresión alcohólica en las noches de verano? Tal vez, a fin de cuentas, el objetivo de tan absurda prohibición sea solucionar el problema del paro. Todo acaba teniendo su explicación.

Rosa Regàs es escritora.

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