La trayectoria poética y plástica de un superviviente JOSEP MIQUEL GARCÍA
En el diccionario que Juan Manuel Bonet publicó sobre las vanguardias españolas, Leandre Cristòfol aparecía como uno de sus escasos supervivientes, junto a autores como Rafael Alberti, Jorge Oteiza o Eudald Serra. Pese a la precocidad de sus primeras esculturas en el año 1932, objetuales y rítmicas, y haber participado en los hechos centrales de la modernidad, la convicción vanguardista de su obra no se correspondía con argumentaciones culturales, sino intuitivas. Su biblioteca otorgaba más importancia al Libro del té que a los escritos del conde de Lautréamont, que el pintor y poeta Josep Viola le recitaba en plena efervescencia juvenil. Participó de las iniciativas de ADLAN, pero trataba de usted a Joan Prats y a J. V. Foix. Cuando Margit Rowell incluyó su obra en la exposición parisiense dedicada a la Escultura del siglo XX, compartiendo el espacio junto a Giacometti y Brancusi, sus objetos alcanzaron la dimensión que merecían. Tras asistir a la inauguración, Cristòfol me confirmó a su regreso, sin embargo, que había vuelto a visitar y a admirar la escultura mesopotámica del Louvre. Su sencillez y claridad, su bondad y entrega, le alejaron de la escena compleja del arte en su aspecto público. En realidad su obra fue hacia lo esencial, hacia el deseo de ser coherente con su propia vida. Sólo así convirtió en obra artística las vivencias de su niñez, sus estancias en la masía familiar, los insectos y las perspectivas de las sierras de la Noguera. A través de esta evocación llevó la naturaleza al arte, y lo dotó de grandeza y humildad a la vez, sabiendo encontrar dignidad en materiales orgánicos como la madera, el corcho o el alambre y ofreciendo una visión nueva de los objetos que acoplaba a sus construcciones. En todo momento, pese a su retiro en la ciudad de Lleida, fue consciente del valor y sentido de su obra. Antes de 1932 la escultura objetual en España sólo estaba representada por Joan Miró y Àngel Ferrant. Leandre Cristòfol la desarrolló toda su vida, sin cortes ni cambios de dirección, trabajando siempre en series, como Ralentis de los años cincuenta, que renuevan el concepto de los Móviles, las planimetrías, las volumetrías, las ordenaciones, situaciones, ritmos, dialécticas, elementos competitivos o formas y consumo. Su conocimiento del oficio escultórico, de la talla y de los materiales, le ayudó a crear morfologías orgánicas y armónicas, que definía como "no-figurativas". Cristòfol amplió el espectro de la escultura objetual que Àngel Ferrant había iniciado, y al que después renunció. Mantuvo el espíritu que algunos logicofobistas (como Eudald Serra, Jaume Sans y Ramon Marinel.lo) sólo siguieron en su juventud y se avanzó a la tradición que todo el arte catalán desarrolló posteriormente a través de Moisés Villèlia, Joan Brossa o Antoni Tàpies, o a la generación de los años ochenta (Jaume Plensa, Pep Duran o Salvador Juanpere y Joan Rom), a la que advertía que "no todo está en los materiales". Artistas como Àngel Jové y Antoni Llena coincidieron con sus planteamientos éticos y estéticos. La similitud entre Cristòfol y Miró resulta singular si se comparan ambas obras escultóricas. Los dos compartieron además su conexión con sus raíces, con la tierra. Cristòfol, como Miró, trabajó también como un jardinero. Sebastià Gasch, que fue amigo de ellos, escribía en plena posguerra: "Reconforta ver, en estos tiempos de naturalismo fotográfico, corto de miras, pedestre, que aún exista quien vea claro que el arte no es imitación, sino creación, que el artista no es aquél que copia servilmente, sino una inteligencia que elimina y ordena". Tras su muerte, Cristòfol ha de ser revisado y reconsiderado como el escultor catalán, clave de nuestro siglo.
Josep Miquel García es delegado de Artes Plásticas de la Generalitat.
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