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Tribuna:LA MEMORIA VIVA DE UNA OBRA
Tribuna
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Noticia del pintor Lorenzo Aguirre

El día 16 de julio del año 1942, festividad de la Virgen del Carmen, tres niñas de siete, nueve y once años felicitaron a la hija del general Francisco Franco por su onomástica, le entregaron un ramo de flores y se hincaron de rodillas para pedir clemencia por el pintor Lorenzo Aguirre, que estaba condenado a muerte. La respuesta del franquismo se produjo 82 días más tarde: el 6 de octubre, Margarita, Susy y Francisca Aguirre supieron que su padre acababa de ser ejecutado. Cincuenta y siete años después han sabido que otros presos políticos de la cárcel de Porlier fueron obligados a contemplar la ejecución de aquel hombre bueno, alegre, comprometido con su tiempo y artista versátil, fulgurante y profundo.Lorenzo Aguirre nació en Pamplona en 1884 y vivió parte de su infancia y toda su adolescencia en Alicante. Su pintura ofrecería siempre la mística gravedad navarra y la euforia luminosa del Mediterráneo. Su mirada distribuye en los lienzos la penumbra ancestral de la meditación y la eternidad súbita de la luz. Rubén Darío escribió sobre Antonio Machado: "Era luminoso y profundo, como era hombre de buena fe"; Aguirre fue un artista y un hombre machadiano. De su buena fe hay muchas pruebas. Una de ellas: su predilección por el retrato, su respeto por los rostros humanos. Un respeto que se desplaza también a los paisajes: en su obra los paisajes no son acotaciones del territorio del planeta, sino palpitaciones de la misteriosa casa colectiva en donde los seres humanos "viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra". A los retratos de Aguirre los ilumina la fraternidad; a sus paisajes los iluminan la lentitud y la compasión. Y siempre, en los rostros de sus criaturas y en los rostros de sus paisajes, comparece la alegría de los colores besándose los unos a los otros; la alegría que exhalan la presencia y las grietas de la vida. Porque pintar de verdad, con verdad, es un acto de gracias.

En el año 1904, Aguirre obtuvo el título de profesor de dibujo en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de Madrid, y participó, junto con Daniel Vázquez Díaz y José Gutiérrez Solana, en la Exposición Nacional de Bellas Artes. En el año siguiente pintó y rifó una Inmaculada Concepción y con el dinero obtenido en la rifa viajó a Francia, en donde formó parte del equipo de escenógrafos de la Ópera de París. Recorrió varias ciudades europeas para saciar su sed en los museos y regresó a Madrid con 23 años de edad y los ojos y el entusiasmo transformados en almacenes de pintura. A partir de entonces obtuvo medallas como pintor, como cartelista y como caricaturista. En 1917 expuso sus dibujos en el Salón de los Humoristas, junto a Sancha, Bartolozzi, Penagos..., experiencia que repitió dos años después junto con Vázquez Díaz y Benjamín Palencia. En 1925 obtuvo una medalla de oro en la Exposición Internacional de Artes Decorativas, en París, y en el año siguiente obtuvo otra medalla en Madrid, en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Poco después, la Asociación de Pintores y Escultores de Madrid le otorgó por unanimidad la medalla de honor. En enero de 1930 se casó en segundas nupcias con Francisca Benito Rivas, con quien tuvo tres hijas. La paternidad y la República le ayudaron a vivir los años más dichosos y más fértiles de su vida. Sus hijas lo recuerdan llevándolas a ellas y a su esposa a los cines de sesión doble casi todos los días, entusiasmándose con las historias prodigiosas que discurrían en las pantallas cinematográficas, jugando encarnizadamente al ajedrez con la abuela Jenara, pintando horas y horas con una concentración tan fulminante que le llevaba a mojar los pinceles en su tacita de café mientras sonreía contemplando una pincelada. En uno de aquellos instantes de ensimismamiento en que Aguirre bebía café embadurnado de materias pictóricas y reflexionaba sobre la luz de un rostro estalló la guerra civil.

En 1936 se trasladó a Valencia con el Gobierno de la República. En 1937 pidió el carnet del partido comunista. En 1938 se trasladó a Barcelona con las autoridades republicanas. En 1939 cayó por el barranco del exilio con su mujer, sus hijas y la abuela Jenara. Vivió unas semanas en París intentando, como Modigliani, vender dibujos y acuarelas por las calles y las placitas. Su hija Francisca Aguirre escribiría mucho más tarde: "Y como a Modigliani, tampoco a él le compraban". Se trasladó con su familia a Le Havre, con el propósito de embarcar hacia Latinoamérica, y pintaba retratos y paisajes marítimos, como aferrándose a la solidaridad de los rostros humanos y a la esperanza de una salvación oceánica, que nunca se produjo. Vivían en un hotelito llamado La Rotonde de la Gare, junto al puerto y junto a la estación del ferrocarril, dos objetivos codiciados por los bombarderos alemanes, de manera que a veces se desplazaban a gatas por la habitación para que no les alcanzase la metralla que irrumpía por la ventana con su silbido criminal. Una mañana de 1940 su familia regresó a España mirando para atrás y viendo cómo el pintor, al otro lado de la frontera, los despedía con las manos, cada vez más lejanas. No consiguió embarcar hacia ninguna parte. Fue detenido en la frontera y arrojado a la cárcel guipuzcoana de Ondarreta. El 8 de febrero de 1941 lo trasladaron a la cárcel madrileña de Porlier. En 1947 fue investigado por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Al no conseguir establecer su "condición de masón" archivaron el expediente de un hombre que llevaba cinco años muerto.

Su pintura está viva. Gracias a dos recientes y magníficas exposiciones subvencionadas por las autoridades de las Cajas de Ahorro de Navarra y celebradas en Pamplona y Madrid, e impulsadas por el talento y la bondad de Gregorio Díaz y Camino Paredes, mucha gente ha podido ver que la obra de Lorenzo Aguirre está viva y crece hacia la vida. Aguirre fue clandestino durante medio siglo, pero su pintura está viva. Respiraba en sigilo durante la inacabable posguerra, pero permanecía viva y crecía hacia la vida. Durante décadas no pudo vivir en las salas de exposiciones, pero permanecía viva y se agrandaba hacia el interior de la vida. En el año 1986, y gracias a la gestión de Concepción Badiola y Pedro Manterola, el Banco de Bilbao expuso las obras de Aguirre en Pamplona y Bilbao. En el catálogo que con aquel motivo fue editado, Francisca Aguirre redactó un texto del que reproduzco unas líneas: "No puedo calcular la cantidad de gente maravillosa que ha mirado estos cuadros y que los ha querido. No puedo recordar las palabras de cada uno de ellos. Han sido muchos. Pero recuerdo que esos cuadros estaban el día en que llegó Antonio López con Mari, su mujer. Antonio miró los cuadros y me dijo: "¿Por qué no los limpiamos?". Fue una resurrección. Antonio había estado en casa de mi hermana Susy y había visto los cuadros de mi padre que ella tiene. Empezó a limpiar una marina y mientras iban apareciendo los colores reales del cuadro me decía: "Lo mejor de tu padre es que tiene un gran poder evocador de lo vital. Cuando pinta la figura humana tiene algo de místico, hay algo religioso en su manera de tratar la carne. Esa obsesión por la figura, que es una constante en su obra, y sus paisajes luminosos, su tratamiento del paisaje, es para mí lo mejor de su pintura, lo más conmovedor". Lo más conmovedor era también ver a Antonio limpiando con sumo cuidado los cuadros de mi padre". Lo más conmovedor es también el consuelo que nos agarra la garganta desde unos versos sabios de nuestro maestro don Antonio Machado: "Vivid, la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan; lleva quien deja y vive el que ha vivido". Necesitamos creer que Lorenzo Aguirre murió sabiendo que le haríamos "un duelo de labores y esperanzas".

Félix Grande es escritor

Babelia

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