Cugui cumple 100 años RAMÓN DE ESPAÑA
Con un ligero retraso, la ciudad de Girona rinde homenaje en forma de exposición a Xavier Cugat. Y aunque la exhibición cerrará sus puertas a mediados de enero, algo quedará para el futuro: una estrella en el suelo -réplica de las cuatro que Cugui tiene a su nombre en el Hollywood Boulevard- frente a la casa del Sac en la que nuestro hombre nació hace 100 años. Por fin se han acordado de Cugui en su ciudad natal, acabando con ese desinterés que tanto le mortificaba y que le llevó a decir en más de una ocasión que estaba dispuesto a comprarse una placa de metal, hacer grabar en ella su nombre y clavarla personalmente en la puerta de la casa de sus padres.Aseguraba Ignacio VidalFolch que no conocía a ningún periodista que no se hubiera cruzado en un momento u otro de su carrera con Xavier Cugat. Tenía razón. Yo mismo, sin ir más lejos, le conocí y le di conversación hace casi 20 años, en Los Ángeles, y guardo estupendos recuerdos de los encuentros con aquel vejete hecho polvo pero siempre dispuesto a hablar con desconocidos.
Me lo presentó José María Martí Font, mi anfitrión temporal, quien le había conocido a través del manager del artista, un catalán llamado Marcel Vinyeta cuya vida no tenía nada que envidiar a la de su representado: hasta había sido arponero en un barco de pesca. Tener un manager catalán en California ya era un rasgo de carácter, con las cantidades ingentes de italianos y de judíos que, sin duda, se hubieran encargado de mil amores de las finanzas de Cugui. Quizá era su manera de atemperar con un poco de seny su rauxa legendaria, la que le llevó de Cuba a Nueva York a los 10 años de edad, con un violín bajo el brazo cuyo estuche utilizaba de almohada en las noches que pasó durmiendo en Central Park, esperando una oportunidad.
Cataluña produce pocos zumbados heroicos, pero cuando fabrica uno más vale que apartemos a las criaturas. Conceptualmente, la vida artística de Cugat es un disparate digno del más enfervorecido de los aplausos: ¿cómo puede triunfar en Estados Unidos un catalán gordito, de sonrisa meliflua, que toca cha-cha-chás y dirige la orquesta sin desprenderse de un chihuahua asqueroso? Misterio. Un misterio sólo explicable, tal vez, por la capacidad de asimilación del artista y su habilidad para convertirse en ciudadano honorario de todos los sitios por los que iba pasando. Puede que ahora nos intenten vender la moto del catalán universal, pero Cugat, además de catalán, nunca tuvo el menor empacho en sentirse español, europeo, cubano, mexicano, norteamericano y de cualquier lugar en que la comida fuera decente y las mujeres vistosas.
Le conocí en su restaurante del bulevar La Cienaga (otra de esas palabras españolas que los gringos escriben como Dios les da a entender), donde lo tenían sentado en la entrada para que saludara a los clientes. "¿Cómo andamos, Cugui?", decían unos parroquianos muy parecidos a Homer Simpson. Y Cugat, desde su sillón de rafia a lo Emmanuelle, aunque estaba hecho caldo, respondía con un gran sonrisa: "Wonderful!". Los camareros mexicanos (Casa Cugat era un restaurante mexicano, evidentemente) se le choteaban todo lo que podían, pero a él le daba lo mismo. Aunque estaba hasta las narices de que sus compatriotas le utilizaran para llegar hasta Frank Sinatra o Dean Martin, el hombre siempre estaba dispuesto a dar bola.
A mí lo que más me divertía de Cugat es que te hablaba de
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