Hotel Plaza, quince años después...
¿Alguien duda de que Estados Unidos y Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal, hubieran intervenido antes y con más decisión que el Banco Central Europeo (BCE) si el debilitamiento del dólar hubiera puesto en peligro la nueva economía a través de un crecimiento de la inflación y los tipos de interés? Afortunadamente, aunque con mucho retraso porque la depreciación del euro ha sido muy intensa, el BCE, concertado con las autoridades monetarias estadounidense y japonesa, intervino el viernes, 22 de septiembre de 2000, en los mercados de divisas.El 22 de septiembre de 1985, es decir hace justo quince años, los cinco países más ricos del mundo (EE UU, Japón, Alemania, Francia y Gran Bretaña) aprobaban una intervención para reducir la sobrevaloración del dólar, y acababan con el fundamentalismo liberal, impulsado por Reagan y Thatcher, de dejar actuar sin límites al mercado. Conviene recordar esa experiencia (aunque las coyunturas sean muy distintas) para contextualizar lo que la pasada semana hizo el BCE por primera vez en su historia.
La ruptura, en 1973, del sistema monetario internacional nacido de Bretton Woods vació de sus contenidos fundamentales a las organizaciones multilaterales creadas en la postguerra, sobre todo al Fondo Monetario Internacional (FMI). Dos años después se creó el Grupo de los Cinco (G-5) -precedente del G-7 y del G-8- cuyos ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales se reunirían semestralmente, y una vez al año sus jefes de Estado, predeterminando la agenda de las asambleas del FMI. En la década de los ochenta, la revolución conservadora acababa con las tesis de Jimmy Carter de promover una expansión coordinada de las economías de los países de la OCDE (como respuesta a la recesión de mitad de los años setenta) y programaba, solemnemente, la soberanía de los mercados y la limpieza en la flotación de los tipos de cambio.
Pero para algunos neoliberales con intereses económicos, la libertad dura el tiempo en que los precios suben; cuando llegan las dificultades cambian de discurso. Eso fue lo que ocurrió entonces y lo que ha sucedido ahora. Reagan consideraba que la apreciación del dólar era el espejo de la confianza de los mercados en su política económica. Cuando a partir de 1985 se acumulan los dos déficit (comercial y presupuestario), el secretario del Tesoro, James Baker, reclamó a sus socios de los países occidentales que contribuyesen a la depreciación del dólar a cambio de que no imponerles restriciones comerciales.
Así se llegó al Acuerdo del Plaza. En las habitaciones del Hotel Plaza de Nueva York, los ministros de Finanzas del G-5 sentenciaron a muerte la política de no intervención e inauguraron una nueva etapa que enmendaba la plana a los mercados: la flotación sucia. Empezó una época de mayor coordinación entre los países más poderosos. En el comunicado final del Plaza se reconocía el divorcio de los tipos de cambio de los fundamentos económicos, y se consideró "deseable una apreciación ordenada de las principales monedas distintas del dólar".
La intervención tuvo mucho éxito; en los 17 meses siguientes al Acuerdo del Plaza, el dólar se depreció un 40%. Ahora no está tan claro que el BCE logre la apreciación del euro; porque las situaciones son disímiles y porque el poder de los operadores privados es mucho mayor que entonces y, desde luego, que el de los bancos centrales. Pero algo había que hacer, sobre todo teniendo en cuenta que el próximo jueves hay un referéndum en Dinamarca sobre la entrada de ese país en el área de la moneda única europea que condicionará la decisión de Gran Bretaña. El BCE ha preferido dar un impulso sicológico a la moneda a mantener unos principios teológicos.
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