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Columna
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Ceremonia de la confusión

El poder es un mal. Un mal necesario, pero un mal. Como dejó escrito James Madison en El Federalista, si los hombres fueran ángeles, el poder no sería necesario. Es el 'fuste torcido de la humanidad', por utilizar el título de un libro de sir Isaiah Berlin, lo que no nos permite convivir sin la existencia del poder político. Aunque intelectualmente es pensable la organización de la convivencia sin la presencia del poder, en la práctica sabemos que ese es el peor error en el que una sociedad puede acabar cayendo. Las noticias que nos llegan diariamente de Colombia son un buen ejemplo, por no decir nada de lo que viene ocurriendo desde hace ya algo más de una década en buena parte del África subsahariana. La desaparición en la práctica del Estado está aproximando a muchos de esos países a una situación próxima al 'estado de naturaleza' hobbessiano.

Pero el que sea necesario no quiere decir que no sea un mal. De ahí que el avance civilizatorio se haya medido siempre por el avance en la desconfianza en el ejercicio del poder. El primer rasgo de una economía realmente moderna es un consumidor exigente. Y exactamente igual ocurre con la política. Una sociedad es políticamente tanto más democrática cuanto más desconfía de sus gobernantes. La confianza del consumidor y del ciudadano es una señal de atraso y no de progreso.

Esto es algo que quien ocupa el poder no debe olvidar nunca. El Gobierno es sospechoso por el hecho de ser Gobierno, independientemente de lo que haga. Los ciudadanos siempre han desconfiado y cada vez van a desconfiar más de los motivos que puede haber detrás de la acción de gobierno. De ahí que si un Gobierno no es capaz de explicar de manera objetivamente comprensible a los ciudadanos el por qué y el cómo de una determinada decisión política, se puede apostar doble contra sencillo que no solamente no acabará consiguiendo el objetivo que con la misma perseguía, sino que experimentará además un deterioro que le puede dificultar continuar su tarea de dirección política. No hay nada que desgaste más a un Gobierno que el ejercicio no bien explicado o confuso del poder. Cuando se ejerce bien y se explica bien dicho ejercicio no es fácil obtener el reconocimiento ciudadano. Cuando no se ejerce bien y/o no se explica bien, es seguro que se va a obtener la reprobación. Éstas son las reglas del juego en la democracia y está bien que así sea, pues no se nos debe olvidar que la democracia es un régimen de libertad antes que de poder o, si se prefiere, es un régimen de poder como garantía de la libertad ciudadana.

Tengo la impresión de que el Gobierno de la Junta de Andalucía no ha interpretado correctamente estas reglas del juego en la tramitación, aprobación y aplicación de la Ley de Cajas de Ahorros. Es posible que el Gobierno creyera en el momento en que tomó la iniciativa de enviar al Parlamento el proyecto de ley que la decisión no sólo la tenía perfectamente madurada, sino que estaba además en condiciones de hacérsela entender a la sociedad andaluza. Es posible que en lo primero acertara. Pero es seguro que en lo segundo no lo ha hecho.

Y esta es una ley tan compleja y que afecta a tantos intereses que no se puede poner en marcha si no se tiene la seguridad de que se está en condiciones de ganar la batalla de la opinión pública. Si no se tiene la seguridad de que los ciudadanos van a entender el por qué y el cómo de la medida, es mejor posponer la decisión hasta que se hayan creado las condiciones de que ello sea posible. Pues, de lo contrario, en la ceremonia de la confusión posterior a su aprobación serán siempre los boicoteadores de la ley los que acabarán llevándose el gato al agua. Toda ley, pero todavía más una ley como ésta, sólo debe ser aprobada si se tiene seguridad de que va a poder ser aplicada. Si no es así, insisto, mejor no aprobarla.

Porque lo que no se puede hacer, en ningún caso, es acabar 'negociando' la aplicación de la ley con los destinatarios de la misma. Se puede y se debe negociar con los interesados en el proceso de elaboración del proyecto de ley, pero no después de que la ley haya sido aprobada por el Parlamento. No hay mayor síntoma de debilidad que éste. Y a un poder que se percibe como débil se le acaba perdiendo el respeto.

Esto es lo que ha ocurrido con la mayoría de las Asambleas y Consejos de Administración de las cajas andaluzas.El culebrón de la adaptación de los estatutos de las cajas de ahorro sevillanas, posponiendo su entrada en vigor al momento en que se dictara el reglamento de desarrollo de la ley y condicionando cualquier posible fusión a que permaneciera la sede en Sevilla, ha sido realmente escandaloso. Como lo ha sido también la decisión del Registro Mercantil de no inscribir los estatutos de la Caja de Jaén porque no han sido sometidas a votación en la Asamblea las modificaciones realizadas por la Consejería de Economía. ¿Desde cuándo el cumplimiento de una ley se puede dejar a la voluntad de los destinatarios de la misma? Ni por mayoría simple ni por mayoría cualificada. La adaptación de los estatutos de las Cajas a la nueva ley no era una 'facultad' de las Asambleas, sino una 'obligación' para las mismas. Y no se puede permitir que las propias cajas condicionen su adaptación a la ley o que un Registro Mercantil pueda negarse a inscribir unos estatutos adaptados a la nueva ley con el pretexto de que la Asamblea de la Caja no ha cumplido con su obligación.

Nada de esto es admisible en un sistema político democrático. Y sin embargo, todo esto está ocurriendo. Y está ocurriendo sin que el Gobierno sea capaz de explicar de manera convincente a la opinión pública la barbaridad de lo que está sucediendo. El debate está alcanzando unos niveles de confusión insuperables. Y la ceremonia de la confusión siempre perjudica al Gobierno, que es a quien los ciudadanos exigen que les explique las decisiones que adopta. Los intereses particulares que están boicoteando la aplicación de la ley no tienen que dar ninguna explicación. El Gobierno sí. La ceremonia de la confusión es su derrota.

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