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La democracia en América Latina: ¿una cuestión de votos o de botas?

Seguí con atención el debate sobre la democracia impulsado por EL PAÍS con ocasión de su 25º aniversario, especialmente en lo referente a América Latina. También con preocupación, ya que, pese a la importancia de los temas abordados, no se fue al fondo de la cuestión, que, en definitiva, es el de la representación y el funcionamiento del sistema democrático. Esta sensación se vio agravada tras la lectura del artículo de Carlos Fuentes (Democracia latinoamericana; anhelo, realidad y amenaza, 15 de mayo de 2001), en el que prácticamente no habla de política, de partidos políticos, ni siquiera de elecciones.

Uno de los aspectos más preocupantes en relación con la democracia fue la particular visión de Fuentes del pasado latinoamericano, que escamotea inexplicablemente el temprano desarrollo de las elecciones y de las instituciones democráticas en la región. En 1809, antes del estallido emancipador (1810-1825), las colonias españolas afrontaron la elección de diputados a Cortes, convocadas por las autoridades metropolitanas. La sanción de la Constitución de Cádiz en 1812, de claro talante liberal, sentó las bases del posterior desarrollo electoral, incluso en aquellos países que, como Argentina, no adoptaron el texto constitucional. La revolución política que dio lugar a las nuevas repúblicas latinoamericanas acabó con las estructuras del Antiguo Régimen y permitió el tránsito de una sociedad de súbditos a otra de ciudadanos. Desde entonces, las elecciones fueron el principal camino para elegir y legitimar a las autoridades, a la vez que limitaban la duración de los mandatos. Pese a no haber sido un camino de rosas, es indudable que la formación de una cultura política democrática está vinculada a estos orígenes. Estos hechos confirman que las elecciones y la democracia no son en absoluto fenómenos ajenos a la historia latinoamericana.

A mediados del siglo XIX, muy pocos países de Occidente tenían elecciones y en América Latina éstas se celebraban con bastante regularidad. En el siglo XX, los comicios fueron menospreciados por propios y extraños, en base a la difundida creencia de que las elecciones latinoamericanas del siglo XIX eran una mera farsa y a lo sumo, en palabras del estudioso norteamericano C. E. Chapaman, en 1932, 'un fenómeno curioso' que sólo servía para consolidar a los regímenes oligárquicos. Se partía de la idea de que las elecciones eran controladas por los gobiernos y las maquinarias electorales de los partidos, y que los caudillos y el clientelismo jugaban un papel clave, convirtiendo a los comicios en cualquier cosa menos en la expresión de la voluntad popular. Esta interpretación se vio reforzada por la persistencia del fraude y la violencia, que distorsionaba todavía más los resultados. Sin embargo, y sin que sirva de consuelo, si miramos el funcionamiento de otros sistemas electorales europeos o el de Estados Unidos en la misma época, vemos cómo el caciquismo, la corrupción y la violencia no eran ajenos a los mismos.

En plena guerra fría, la posición central de la democracia y de sus instituciones en el funcionamiento de los sistemas políticos latinoamericanos se vio seriamente afectada. Ni la izquierda ni la derecha solían creer en ella. Para unos era una mera manipulación de las clases dominantes y del imperialismo y sólo valía la salida revolucionaria. El trágico fin de la 'vía chilena al socialismo', tras el golpe sangriento del general Pinochet, dotó de mayores argumentos a quienes propiciaban la revolución armada. La represión dictatorial y el trágico fin de Allende impidieron reflexionar en torno al hecho de que el 33% del respaldo popular (el 40% si se quiere) era un margen bastante estrecho como para impulsar transformaciones sociales y políticas de gran calado, que por lo general suelen requerir de consensos mucho más amplios. Para otros, las elecciones eran la forma que permitiría a las clases populares (la negrada en algunas acepciones nacionales) entrar por la ventana al festín del poder. La cruzada anticomunista justificó las mayores salvajadas, muchas veces ni siquiera requeridas por el coloso norteamericano.

Pese a experiencias tan nefastas, la democracia prosperó en las últimas décadas, en buena medida gracias a la memoria histórica de los distintos pueblos de la región que mayoritariamente suelen preferir los gobiernos democráticos a las dictaduras. Sin embargo, la difícil situación política, económica y social que atraviesan numerosos países ha llevado a hablar de la necesidad de acometer profundas reformas estructurales. De ahí la afirmación de Fuentes de que en América Latina se corre el riesgo de que 'si las instituciones democráticas no producen pronto resultados económicos y sociales para la mejoría de las mayorías, para superar el abismo entre pobres y ricos y estrechar los espacios entre la modernidad y la tradición, podemos temer un regreso a nuestra más vieja y arraigada tradición, que es el autoritarismo. Hugo Chávez, en Venezuela, es una prueba de esta tendencia'.

Se olvida Fuentes de que el neopopulismo bolivariano de Chávez no emergió del hambre de los venezolanos, sino de la crisis de su sistema de partidos políticos, que se deshizo literalmente como si de un azucarillo en aguardiente se tratara. En Colombia, la irrupción de la violencia terrorista de distinto signo, tan asociada al narcotráfico, es otra prueba de lo mismo. El peligro del populismo en América Latina está hoy más asociado a los riesgos potenciales de la corrupción, y al consiguiente descrédito de la política y de los políticos, que a las grandes desigualdades, existentes sin lugar a dudas en la región. Siendo evidente que la pobreza y la desigualdad son problemas importantes, una de las prioridades urgentes de las élites nacionales es reforzar el sistema democrático. Y en este terreno, como en tantos otros, la responsabilidad de las clases dirigentes y de los líderes latinoamericanos es determinante. Es verdad, como afirma Andrés Oppenheimer, que una lucha exitosa contra la corrupción requiere de la participación de Estados Unidos y de la Unión Europea, pero también es cierto que las sociedades latinoamericanas no pueden esperar impasibles a que esto ocurra. La solución también está en sus manos.

Pese a las muy desafortunadas afirmaciones del comandante Chávez de que la democracia representativa está en crisis en América Latina, y de su clara apuesta por la democracia participativa, la bolivariana, lo cierto es que en el continente no hay más salida que la representación, si, como señaló Sartori, se quieren poner los cimientos de la verdadera democracia. En este sentido, es importante reforzar los partidos políticos y las instituciones democráticas, sobre todo porque algunas reformas recientes, pensadas para aumentar la participación ciudadana, apuntan en otra dirección. Éste es el caso de la introducción de elecciones primarias abiertas para seleccionar a los candidatos partidarios, la tendencia a eliminar las listas cerradas y bloqueadas o la introducción de la segunda vuelta en las elecciones presidenciales. En esta misma línea, y más por la forma en que se introdujo que por el fondo, cabe consignar la tendencia a la reelección presidencial, que en todos los casos favoreció al presidente en ejercicio, que cambió las reglas de juego en su propio beneficio.

No hay duda de que en estos momentos buena parte de América Latina se caracteriza por la desigualdad, la pobreza y la corrupción. Pese a todo, suenan demagógicas las afirmaciones de Óscar Arias, recogidas por Fuentes, de que 'un avión de combate para una fuerza área latinoamericana cuesta tanto como 80 millones de textos escolares y un solo tanque de guerra equivale a siete millones de vacunas infantiles'. La demagogia es mayor si se observa que en la última década los presupuestos militares han sufrido importantes recortes en casi todos los países. Así, el gasto militar pasó de representar el 3,2% del PIB regional en 1985 al 1,8% en 1999, o bajó de 63 dólares per capita a 49 dólares en las mismas fechas. Junto a esto hay que agregar la escasa incidencia de las guerras en el continente, una realidad diferente a la africana, y cuyas secuelas sólo aumentan los peligros provocados por la muerte, la pobreza y la desesperación.

En este punto, la gran pregunta es cómo reforzar las instituciones democráticas y más si tenemos presente que, según el Latinobarómetro de 2000 el índice de confianza interpersonal se sitúa en el 16%. Una cifra escandalosamente baja, ya que las sociedades que no confían en sus integrantes difícilmente confiarán en sus líderes y en las instituciones que representan. Por ello es importante el compromiso de los dirigentes políticos, empresariales y sindicales, así como de los intelectuales, en el reforzamiento de la democracia. Carlos Fuentes se formulaba la pregunta de '¿Cuánta pobreza tolera la democracia?', una cuestión equivalente, en cierta manera, a la de si la democracia debe dar de comer. Independientemente de la respuesta que demos, lo cierto es que la democracia es el mejor sistema para resolver estos problemas, mucho mejor que la emergencia de salvadores de la patria portadores de falsas utopías, sean del signo que sean. La situación es más alarmante dado que los partidos políticos son inexistentes o están por los suelos, como ocurre en Venezuela, Ecuador, Perú, Colombia o tantos otros sitios.

La consolidación democrática requiere de la alternancia y de la posibilidad de que los partidos de izquierda, ganando las correspondientes elecciones, gobiernen en sus países. Pero el sectarismo de que suelen hacer gala, un fenómeno denunciado por Felipe González en el último Congreso del PRD mexicano, supone un impedimento enorme para que esa idea se convierta en realidad. Como señaló Jorge Castañeda, actual ministro de Relaciones Exteriores de México, 'la izquierda tiene que aprender a ser una opción de poder en América Latina'. De otro modo, seguirán las lamentaciones sobre los males de la globalización y continuarán las denuncias sobre los riesgos que supone la mala gestión de la democracia.

Carlos Malamud es especialista en América Latina y profesor de la UNED.

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