Elogio de la Sinfónica
Seguramente Madrid tiene voz propia antes de ser designada capital, uno de sus muchos conquistadores se la presta y el erudito contemporáneo la rescata para explicar a los turistas los antecedentes de la plaza Mayor, cuando en los siglos dorados los reyes presiden desde los balcones de la Casa de la Panadería -hoy dependencias del Ayuntamiento- el auto de fe contra el hereje y la justa del caballero con el toro.
Hasta el cercano mentidero de San Felipe, que en su momento conocerá la muerte de Villamediana, llega noticia de estos lances, pero no de esa voz madrileña que huye de las altas intrigas lo mismo que de la embestida del animal, porque prefiere instalarse en los barrios bajos. Ahí participa de la bronca y de la sátira, canta la tonadilla en entremeses y zarzuelas, y acaba volviendo al escenario de los Austrias para introducirse en los comercios descritos por Galdós.
Unos establecimientos en los que no importa tanto qué se vende -boinas, cataplasmas, monedas, sellos, artículos de mercería o bocadillos de calamares-, como lo que se desarrolla en su trastienda, esa rebotica abierta a la tertulia o la conspiración, refugio del perseguido durante una larga centuria de guerras civiles, y donde también encuentra asilo la que, sorprendida en su recorrido, acelera el vuelo de su falda para hurtarse al galanteador que la sofoca.
Varios compositores registran esa voz en el pentagrama con la ilusión de enriquecer a sus descendientes, pero la partitura se pierde o archiva en oficinas inaccesibles hasta que un buen día reaparece como caída del cielo velazqueño, pues no hay otra manera de explicarse esa resurrección laica.
En el piano del café del Vapor le da gracia Federico Chueca y rango orquestal Quinito Valverde, el organillo ambulante o la pianola doméstica la propagan por mercados y soirées, y su toque jacarandoso alza las orejas del perro Paco cuando tomaba café con media en Fornos. De su excelencia se hacen eco los revisteros de La Lidia y El Tío Jindama, Ramón le saca punta en la tertulia de Pombo, Valle-Inclán la condecora en la Granja del Henar y una infinidad de saineteros y libretistas, cada cual en su estilo, subrayan su idiosincrasia castiza, que tampoco pasa desapercibida a don José Ortega.
Preferentemente valorada como 'marcha a cuyo compás puede llevar la tropa su paso ordinario', esa voz conduce la calesa de los toreros a la plaza, anima las suertes de la lidia y envía a los soldados de la Monarquía a las guerras imperiales de África y Cuba. Enredada en las penas y alegrías populares, es la voz que consuela a la Bejarana y exalta la bandera bicolor, la voz por la que suspira España y discurre el baile aldeano. Indispensable en desfiles y procesiones y en la apoteosis de las revistas de pasarela, entra con Jerónimo Jiménez y Francisco Alonso en el repertorio de las bandas, donde termina su peregrinación convertida en pieza de concierto.
Y así, como un paseante en corte, sale los domingos de bonanza desde su cuna de la plaza Mayor, cruza la puerta del Sol, baja la calle de Alcalá, bordea la estatua de Cibeles y por la puerta de Carlos III accede al parque del Retiro, donde en la vecindad del estanque, entre la fuente de los Galápagos y la Casa de Vacas, el Ayuntamiento de la capital le ha asignado una tribuna.
Es un templete con aspecto de quiosco de malaquita o aerostato montgolfier en torno al cual los melómanos, sentados en sillas de tijera, montan guardia desde más de media hora antes de la anunciada en la convocatoria. Un templete que van ocupando los profesores con sus instrumentos de resonancia y finalmente el director del conjunto, entre el aplauso de la concurrencia.
Levanta los brazos el maestro, se envaran los músicos y en el silencio del público alienta un recordatorio: oboes, flautas, clarinetes, contrabajos, requintos, saxofones, trompas, chelos, trombones, arpas, percusionistas, fagotes, trompetas, cornos y fliscornos, tubas, bombardinos, flautines... Ahí están, ellos son los guardianes de esa voz legendaria de la ciudad que recibieron de sus antepasados y transmitirán a sus hijos con la conciencia de mantener una tradición...
Bernaola murió, viva Bernaola. La banda sinfónica municipal de Madrid que fundó Ricardo Villa y ahora dirige Enrique García Asensio inicia el programa con un pasodoble. Cadencia, duende, señorío, vivacidad, prestancia y garbo, ¡esa música madrileña de viento es una sirena que hincha los toldos del templete en su navegación ilusionada por la historia!
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