'Big Sur' o cómo perder el Norte
Hay algunos artistas que no son precisamente afortunados con la elección del comisario. Porque en Big Sur -un intento de exportar naranjas a Europa a precio de tomates de invernadero- todos pierden, empezando por Enrique Juncosa, que se ha enganchado a la oficialidad del kitsch y al arte de la moda para dejar de lado su capacidad de reflexión estética; y terminando por los artistas, los que están porque están al lado de quienes están, los que no deberían estar, y los que no están ni estarán nunca porque al parecer no les gusta limpiarles los pinceles al poder. El subdirector del Reina Sofía justifica el título de esta colectiva con la idea de que Big Sur es un 'espacio mental más que un lugar específico'. Detrás de esta frívola sustracción literaria se esconde un gran error, pues este Gran Sur parece más bien una reseca piel de toro en cuyo costillar emerge una playa con juguetes de plástico rotos en la orilla del mar y chiringuitos que refrescan cuerpos danonizados que han perdido su fibra intelectual; unos pocos talentos desperdiciados que ven convertidos sus trabajos en algo baladí y unos cuantos artistas de inexpugnable autoestima cuyas obras han desarrollado el fastidioso hábito de aparecer como fruslerías.
BIG SUR. ARTE NUEVO ESPAÑOL
Nationalgalerie im Hamburger Bahnhof Invalidenstrase, 50-51. Berlín Hasta el 20 de junio
Los 16 autores selecciona-
dos por Juncosa han liquidado la tensión entre el arte serio y la cultura oficial. Ver a Ana Laura Aláez como una modelo de Marie Claire dando vueltas sobre sí misma bajo la ducha o protegida de su propia superficialidad con aparatosas pelucas es, sencillamente, patético. O a Carles Congost en sus historietas Pink Underground, como si estuviéramos viviendo el sueño de una Factory plagada de bobalicones teletubbies que viven bajo un cielo de poliéster. Sólo entre tanto dandismo de algodón de azúcar puede aparecer Pilar Albarracín como una Valerie Solanas y disparar en los mismísimos cataplines del topicazo español sus chorros performativos (La Cabra, Prohibido el cante) como si fuera una sangrienta accionista del grupo vienés del Taller Libre, y eso sin renunciar a los genuinos valores del Tío Pepe. Los espectadores alemanes que en la Hamburger asistían al espectáculo de verla cocinar una peculiar tortilla española observaban la escena como un producto residual de El Deseo. Pero Almodóvar no se habría atrevido a tanto. Si Albarracín afinara más sus parodias, sus trabajos alcanzarían una escala más ambiciosa, pero en este contexto sus vídeos tienen más lastres que virtudes, y más si uno se pregunta qué tienen que ver sus hiperbólicas pantomimas grotescas con las flores a gran escala revestidas de color metálico de Susy Gómez, una artista que se ha convertido ya en musa de la nueva Babilonia del mercado español. Incomprensiblemente, su obra comparte salas con las de Daniel Canogar, del que Juncosa ha escogido Pulse of darkness, una obra menor dentro de su rico repertorio, y con las pinturas de Mateo Charris, dotadas de un aire de aplastante debilidad y devoción por Edward Hopper, aunque más triviales. Y qué decir de Toni Abad (Ego) y Eulàlia Valldosera (Les demoiselles de Valence), quizá de los pocos artistas españoles mejor representados en bienales y colecciones internacionales y que son utilizados como comodín en este acuerdo diplomático entre la opinión privada de unos cuantos galeristas y críticos de arte y las máscaras públicas.
José Manuel Ballester se muestra como un artista que libera al realismo de su represión y lo dota de aire y luz -atmósferas, a fin de cuentas-mientras brinda la sacudida de los mejores efectos richterianos. Pero dentro del conjunto nos recuerda no sólo que existe arte bueno y malo, sino también comisarios que quieren que los artistas se amolden a unas normas que precisamente ellos han querido romper. Más arriesgadas se muestran las esculturas de cerámica de Alberto Peral; o Jesús Palomino, como un Helio Oiticica que se escapa de los límites tramposos de este Gran Sur; Darío Urzay, un artista de radiante aceptación por sus pinturas visceralmente frías, resulta un fracaso bajo tantas capas de fijador comercial.
Marina Núñez vuelve felizmente a sus mujeres esquizofrénicas, aunque se echa en falta una percha teórica que dé sentido a sus telas, algo de lo que no se escapan tampoco los azares escultóricos de Victoria Civera. Finalmente, Montserrat Soto presenta una fotografía a gran escala que exhibe el gran dominio natural que encierra una valla y que hace que puedan comprenderse mejor las distancias entre un paisaje particularmente íntimo y un conjunto de obras que el Ministerio de Exteriores español ampara en un automitológico reflujo de aforismos patrios. Definitivamente, en este Gran Sur las sirenas de los mares que imaginó Kerouac han perdido el Norte.
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