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Columna
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Un 'tubabu' en Tombuctú

Llegar a Tombuctú, la mítica ciudad situada en el mismo confín del Sáhara, fue durante mucho tiempo uno de los más importantes retos para aventureros y exploradores europeos de todo tipo, que en no pocas ocasiones murieron en su intento. Su descubrimiento final, no obstante, constituyó una gran decepción para quienes creían que iban a encontrar en aquella ciudad de leyenda todo tipo de tesoros y riquezas, cuando en realidad sólo hallaron un conjunto de edificaciones de adobe, habitadas por una población que apenas sobrevivía en su pobreza. También ahora llegar a Tombuctú representa una decepción para algunos de los escasos viajeros que se enfrentan al reto de llegar a aquella ciudad, sobre todo si no lo hacen a bordo de un avión y se atreven a hacerlo tras un largo y pesado viaje en un todoterreno por el desierto, o incluso si optan por llegar a través del río Níger, en un viaje sin duda aún más largo, pero mucho más placentero. Pero para descubrir de verdad Tombuctú el viaje debe ser por fuerza largo y pesado, ya que sólo así el viajero descubre la mítica Tombuctú y las razones más profundas de su mito histórico como la ignota gran ciudad del desierto.

Olvidada ya por todos, Tombuctú sigue siendo una leyenda viva para quien la visita ahora con los ojos bien abiertos, atento a cuanto sucede a su alrededor, como hizo años atrás Pep Subirós antes de escribir su Cita a Tombuctú. Un tubabu, que así es como se denomina a todos los blancos en Malí y en gran parte del África subsahariana, sólo puede llegar a captar la magia de Tombuctú si es capaz de desprenderse de sus propios prejuicios de ciudadano de un país rico y desarrollado, si previamente ha sido capaz, por ejemplo, de descubrir en otras ciudades del propio Malí como Bamako, Segou, Djennée o Mopti, y sobre todo en Sangha y la falla de Bandiagara con los dogones, que desgraciadamente en el mundo de principios del siglo XXI sigue existiendo un gran número de personas que apenas subsisten con modos de vida prácticamente prehistóricos, con nulas o ínfimas condiciones de higiene y sanidad, con una pobreza lacerante y casi sin expectativas de futuro, y a pesar de todo profundamente enraizadas todavía en sus propias tradiciones y culturas.

Durante el pasado mes de agosto hice un amplio recorrido por el África subsahariana, a lo largo de esa inolvidable curva del Níger tan bien descrita por Carme Villabona en su primer libro, titulado precisamente Tubabu. Visité gran parte de Malí, algunas poblaciones de Burkina Faso y sólo parte de la zona norte de Costa de Marfil. Estuve, pues, en tres de los Estados que figuran entre los más pobres y menos desarrollados del mundo, según el Índice de Desarrollo Humano 2002 del Fondo de las Naciones Unidas para el Desarrollo. De los 173 Estados de todo el mundo allí estudiados, los 25 que se encuentran en peor situación, con índices de desarrollo cada vez más alejados de los países más avanzados, son africanos, y casi todos ellos subsaharianos: por ejemplo, Burkina Faso en el lugar 169, Malí en el 164 y Costa de Marfil en el 156. Con altísimos porcentajes de mortalidad infantil -cerca siempre del 10%-, muy baja esperanza de vida -sólo 44 años en Burkina Faso, 53 años en Malí-, un analfabetismo generalizado, apenas sin infraestructuras públicas ni un mínimo de higiene, ni sanidad, con el sida, que afecta a porcentajes de la población muy elevados, y la malaria, que causa gran número de muertes prematuras, parece como si toda el África subsahariana hubiese sido condenada, pero no ya al subdesarrollo, sino al definitivo olvido del mundo desarrollado, de las instituciones financieras y económicas internacionales, casi del mundo entero.

La gran tragedia de la humanidad de comienzos del siglo XXI está en África, en concreto en el África subsahariana. Está en Malí, Burkina Faso y Costa de Marfil; en Sierra Leona, Níger, Burundi y Mozambique; en Etiopía, Guinea- Bissau, República Centroafricana, Malaui, Angola, Gambia, Guinea, Benin, Eritrea, República del Congo, Senegal, Zambia, Yibuti, Mauritania, Chad, Ruanda, Tanzania y Uganda, los 25 Estados menos desarrollados del mundo actual, todos africanos y casi todos en el África subsahariana, donde no hay lugar para la esperanza, donde el futuro no existe porque el drama del presente no permite adivinarlo siquiera.

Cuando uno regresa de nuevo a la cómoda vida diaria tras un viaje de características humanas tan intensas, en el que lo importante no son ni los monumentos ni los paisajes, sino las personas, no puede por menos que mostrarse escandalizado ante la indiferencia con que el llamado mundo civilizado asiste a la lenta e inexorable agonía de casi todo el continente africano. Porque nos llenamos la boca hablando de la globalización, pero ésta no existe ni para las personas ni para la inmensa mayoría de los productos procedentes de aquellos países, a los que regateamos nuestra ayuda y tenemos sometidos casi siempre a costosísimos pagos de su deuda externa, además de tenerlos dedicados a monocultivos sujetos siempre a la especulación de los mercados internacionales, tras unas colonizaciones que nada bueno aportaron y que casi en todos los casos les despojaron de sus más importantes riquezas naturales.

De regreso a Barcelona, el repaso de la prensa me devuelve a los asuntos que aquí nos preocupan, pero no puedo dejar de mirar las fotos, tan vistas que no miramos con la debida atención, de un nutrido grupo de inmigrantes subsaharianos detenidos en una playa andaluza tras su azaroso y duro viaje en patera hacia su utópico sueño europeo. Mientras, en la cumbre de Johanesburgo, entre ausencias escandalosas, clamorosos silencios y complicidades de todo tipo, no se llega a ningún acuerdo mínimamente serio para avanzar hacia un verdadero desarrollo sostenible del mundo actual, y yo no puedo por menos que pensar en la legendaria Tombuctú, aquel espejismo en el desierto por el que un buen puñado de exploradores y aventureros europeos arriesgaron y perdieron sus vidas, y que yo, como otros tubabus, he recorrido con auténtica veneración no a la búsqueda de ninguna riqueza ni ningún tesoro, sino recordando que fue en África donde nació la especie humana.

Jordi García Soler es periodista.

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