Haz la ley, no la guerra
El mundo lucha por unas reglas nuevas en la política interior mundial. En un mundo cuya existencia se ve amenazada por el terrorismo transnacional, la catástrofe climática, la pobreza global y la violencia bélica que no conoce fronteras, la soberanía inviolable de los Estados nacionales, principio fundacional de Naciones Unidas, ya no puede garantizar la paz y la seguridad interior y exterior de los Estados y las sociedades. Este principio ya no protege ni a los ciudadanos de la violación tiránica de sus derechos ni al mundo de la violencia terrorista.
Son motivos suficientes para abrir las reglas del derecho internacional a los retos de la política interior mundial, pero no para eliminarlos sin más y arrojarlos al basurero de la guerra fría. Hay que escoger entre la refundación del derecho entre Estados, interpretando los valores de la modernidad en función de las nuevas amenazas contra este mundo, o el retorno a la lucha hobbesiana de todos contra todos, con los medios más modernos, lo que significa en último término que la amenaza bélica global sustituya al derecho global.
Este momento de adoptar decisiones, que se anunció hace ya años con la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, y que se agudizó con los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, se abre paso ahora en la lucha contra el presidente iraquí Sadam Husein, acusado de actos de violencia criminal en serie. Las decisiones que se tomarán en las próximas semanas o meses modelarán la geografía política de los próximos años. En último término se trata de si, partiendo de este precedente, se puede ejecutar de manera ejemplar la nueva doctrina Bush, cuyo objetivo es garantizar la seguridad de EE UU y del mundo basándose en la superioridad militar y en las guerras preventivas en lugar de en la contención y la disuasión. O quizá se trate de que esta opción militar quede como una entre tantas otras, y sean los controles internacionales, los tratados, las instituciones y la diplomacia los que en primera línea se encarguen de desactivar las amenazas globales y las crisis.
La rapidez con que el Gobierno de Bush está retirando los antiguos decorados de la política mundial, e incluso deshaciéndose de los principios fundamentales de la modernidad de los Estados nacionales para sustituirlos por nuevos dogmas, tiene algo de subversivo. Los EE UU anuncian una nueva política de seguridad nacional que -hay que oírlo para creerlo- no es otra cosa que el manual de la política interior mundial estadounidense, de la Pax Americana, al que deberán atenerse a partir de ahora los amigos y los enemigos de EE UU. Si el manifiesto comunista del siglo XIX era un documento de la revolución desde abajo, ahora el manifiesto nacional-cosmopolita de la Global America de principios del siglo XXI se asemeja a una revolución oficial desde arriba. Por eso es mucho lo que se decide en la inminente guerra de Irak. El presidente Bush tiene razón: la intervención militar en solitario de los EE UU destruye, junto con la estructura de poder de Irak, el mismo tejido institucional de las Naciones Unidas. Por decirlo de otra manera, la política mundial es devuelta a bombazos a la situación anterior a la existencia de tratados. Pero está claro que la doctrina Bush se fundamenta en un error peligroso. Ni es posible grabar con métodos bélicos en el corazón y el cerebro de la gente los valores de la sociedad abierta, de la libertad y de la democracia, ni se logra con la doctrina de la guerra preventiva la seguridad 'interior' que promete el presidente norteamericano a sus ciudadanos y al resto del mundo.
No es ni propaganda electoral ni antiamericanismo lo que se ha apuntado en Alemania en las críticas del Gobierno rojiverde. Más bien -y ya era hora de que ocurriera- se expresan públicamente y con eco internacional cuestiones y decisiones fundamentales perfectamente pertinentes. Europa, después del horror de dos guerras mundiales, se ha adherido (parafraseando el lema americano de los tiempos de la guerra del Vietnam: 'Haz el amor, no la guerra') al principio siguiente: haz la ley, no la guerra. En oposición a esto la doctrina Bush intenta aplicar el principio contrario, o sea: haz la guerra, no la ley.
Ambos principios, aparentemente contradictorios, están en realidad en una relación complementaria de crítica recíproca. Haz la ley, no la guerra puede convertirse en una mentira vital social-romántica si no toma en consideración el componente político-militar y de seguridad. Eso es lo que puso en evidencia precisamente el conflicto de los Balcanes. Europa se encuentra inerme frente a los conflictos violentos intraeuropeos. La superación de la cruenta historia bélica de Europa puede conducir a la suposición equivocada de que sólo una economía política de corte pacifista puede sentar las bases de la conciliación y de la paz. Ésa es la razón de que en los tiempos de conflictos militares quede al descubierto la carencia de estructura de la Unión Europea, pues sus bases históricas son las de una potencia económica, no militar. Esta inexistencia de Europa tiene una razón muy sencilla: carece de tropas de intervención europeas. Al menos no las tiene todavía. A lo mejor existen dentro de unos años. Pero aun con una dotación militar semejante, la Unión Europea tampoco se establecerá como una gran potencia clásica, que pueda o deba competir con la única superpotencia, Estados Unidos.
El principio haz la ley, no la guerra ayuda a ocultar que, sin la hegemonía militar de los EE UU, el sueño social-romántico de una política de conciliación europea se disiparía muy rápidamente. La hegemonía de los EE UU tiene también su causa intraeuropea debido a la renuncia colectiva europea al uso de la fuerza. Sólo cuando se reconozca y se corrija esta deficiencia será posible una política exterior de la Unión Europea que merezca ese nombre. Exige una respuesta a la pregunta del millón sobre cuál es la autoridad de las instituciones comunes. Sitúa -igual que la moneda común y, aún más, que la voluntad de legitimación demo-crática- la necesidad de un objetivo de la política europea que haga posible la relación hacia dentro, hacia los Estados miembros, y hacia fuera, en el esfuerzo por lograr una Europa cosmopolita.
Lo irritante para un observador alemán es que el movimiento ecologista y el pacifista, que hasta ahora parecían haber ejercido el monopolio sobre los problemas del mundo, se hayan visto literalmente arrollados por el movimiento militar estadounidense. El Pentágono ha descubierto la fuerza legitimadora de los problemas del mundo e intenta ahora sacarle partido. Con ésta y en esta sociedad de riesgo mundial surge una fuente autónoma de legitimación de dominio político mundial en la
que diversos agentes -no sólo los Estados, sino también movimientos civiles, sociales y representantes de diversas causas, sin olvidar a las grandes empresas- pueden citar como pretexto que están defendiendo a la humanidad y enfrentándose a los riesgos ocasionados por la misma humanidad. Esta legitimación posee en este contexto una dimensión muy distinta, tanto en cuanto a su origen como en su mismo alcance. La razón es que parte del enfrentamiento como peligro que amenaza la supervivencia de todos. En el lugar de la aceptación democrática se aplica la aceptación potencial de la humanidad, eso sí, sin ninguna legitimación democrática. El horror, que las imágenes infernales de Nueva York del 11 de septiembre de 2001 distribuyeron con eficacia mediática global, sólo tiene aparentemente el valor de una votación global. La nación económica y militarmente más poderosa del mundo recibió, con el relámpago y la descarga terrorífica del acto citado, la autorización de la mayoría del mundo, sin votación, para combatir este peligro que amenaza la existencia moral y física de la humanidad. La superpotencia militar de los Estados Unidos intenta ahora, con la doctrina Bush, romper las cadenas de los tratados internacionales y, ante el peligro terrorista para la humanidad, iniciar la explotación de un filón de populismo global de defensa ante ese peligro, que le autorice y legitime a actuar de la forma más resuelta -incluyendo la intervención militar preventiva en países extranjeros-. La nueva doctrina de Bush, haz la guerra, no la ley, no sólo despierta los reflejos pacifistas de una Europa todavía profundamente marcada por las turbulencias de las guerras mundiales del siglo XX. También despierta en todo el mundo, un antiamericanismo proamericano -que defiende aquellos valores de EE UUque han hallado su expresión institucional en la ONU, en el concepto de crímenes contra la humanidad o en la preocupación por los derechos humanos-, contra las medidas subversivas del 'bushismo'. Así el ex ministro de Exteriores Henry Kissinger, al que nadie se atreverá a tildar de antiamericanismo, critica la doctrina de Bush: 'No puede ser, ni por interés nacional estadounidense ni por interés mundial, que se desarrollen principios que otorguen a cualquier nación un derecho ilimitado a realizar ataques preventivos contra amenazas autodefinidas contra su propia seguridad'.
Ese bonito mundo feliz de la seguridad militar que promete la Administración de Bush aboca al mundo a un precipicio de peligros, precisamente sustituyendo la lógica de los tratados por la de la guerra. No es lo menos importante que recaiga sobre las espaldas de los soldados estadounidenses una carga que sólo pueden llevar los tratados, que se fundamentan en la confianza: el desarme controlado de armas atómicas y químicas. En ninguna parte se hace esto más evidente que en los planes para una guerra contra la encarnación del 'mal', Sadam Husein, quien -según Bush- dispone de la capacidad de producir armas químicas y biológicas y de emplearlas contra los soldados estadounidenses cuando intervengan. Mientras el Gobierno de Bush se prepara para la guerra contra Irak, ha devaluado, deformado o rechazado todos los tratados y fundamentos que prohíben o pretenden eliminar estas armas mortíferas y que ahora, en caso de guerra, amenazan a los mismos soldados de EE UU. Incluso en el caso ideal de una victoria con un número limitado de bajas en el bando propio y 'daños colaterales' no registrados en el bando contrario, se habría alcanzado muy poco en cuanto a la difusión de las armas mortíferas de masas, salvo que se recurra a los medios ya comprobados de los acuerdos internacionales y los controles e inspecciones: sin unas Naciones Unidas eficaces no hay seguridad interior posible de los EE UU.
Es un hecho que el peligro terrorista, al igual que los peligros que crean las armas químicas, biológicas y nucleares, presenta siempre dos opciones: la opción de la guerra y la del acuerdo, es decir, el reforzamiento del mandato de los tratados internacionales para poder llevar a efecto la eliminación de las armas de aniquilación masiva. Esta ocasión de que los inspectores de Naciones Unidas pillen a Sadam Husein, como quien dice, con el Colt todavía humeante, y así desarrollar mejor el sistema de inspección internacional, se desperdiciaría por culpa del ataque militar preventivo.
Como los EE UU rechazan estrictamente someterse ellos mismos a las normas de desarme que a su vez exigen de los demás países, en caso necesario por la fuerza militar, destruyen la arquitectura de seguridad basada en los tratados, la única que, en último término, puede ofrecer también al ciudadano de EE UU una garantía de seguridad interior. El principio de haz la guerra, no la ley también se refleja en las prioridades del presupuesto estadounidense. Se dedica mucho más dinero al sistema de defensa antimisiles que los que tiene a su disposición el Ministerio de Asuntos Exteriores. Por cada dólar que gasta el Gobierno de EE UU en el sistema de defensa antimisiles dedica 25 centavos a programas cooperativos destinados a combatir los peligros nucleares. Se gasta cinco veces más recursos en la reiniciación de pruebas con bombas nucleares que en programas cuyo fin es el control de la difusión de sustancias atómicas.
Sería un gran error considerar que el anuncio de la doctrina Bush supone que haya alcanzado ya sus objetivos. Para establecer y mantener la hegemonía militar se requiere una movilización permanente del pueblo, no sólo del estadounidense, sino también de los países aliados. Y esto ha de hacerse en las condiciones de una economía mundial caótico-anárquica, sacudida por la crisis, y cada vez más difícilmente controlable por las instancias nacionales. La disposición y la capacidad de inmiscuirse política y militarmente en los asuntos de otros países no sólo es costosísima, exige además estar siempre en todas partes e intervenir en todas las decisiones, algo que supera con mucho la capacidad de gestión de cualquier Gobierno, por competente que sea, sometiéndolo a una tensión permanente. La hegemonía estadounidense prescrita a la ligera en el documento de estrategia puede convertirse rápidamente en una pesadilla para la Administración de Bush, que pretende poner en práctica esta arrogante posición en plena época de contingencia y complejidad global. La hegemonía militar contradice la hegemonía en el mercado mundial. Las guerras preventivas ponen en peligro o destruyen los beneficios de la competencia en el mercado mundial. ¿No es cierto que los costes de la hegemonía, más tarde o más temprano, se convierten en considerables desventajas competitivas en el mercado mundial? De ahí la taimada cuestión estratégica: quizá sería mejor apoyar a Bush para facilitar su caída y sucederle. ¿No es quizá la caída, más que la ascensión de la Pax Americana, lo que se está anunciando en todo este proceso?
El realismo militar clásico, no en último lugar en lo económico, ha tocado a su fin. Pero puede que pase mucho tiempo, quizás lo que dura una guerra mundial, hasta que se imponga este convencimiento.
Ulrich Beck es profesor de Sociología en la Universidad de Múnich. Su último libro editado en España es Libertad o capitalismo (Paidós).
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