Alcatifa para un escritor silencioso
En el último librillo de José Jiménez Lozano se cuenta, muy suavemente, la historia del profeta menor Jonás, un hombre, como él mismo, temeroso de Dios pero no menos de las buenas maneras. En el cuarto donde le suceden algunas historias relevantes, pobremente amueblada, hay una pequeña alcatifa. El lector, sorprendido por esta palabra de prefijo arábigo puede o no buscar su significado en un diccionario. Si lo hace se enterará allí de que alcatifa, que resuena en él con deje mudéjar y castellano, se le dice a una alfombra. Pero podrá no hacerlo y acabar, páginas más adelante, comprendiendo que de lo que el escritor nos habla es precisamente de esa alfombra, la misma que sobrevuela Bagdad cada vez que alguien quiere mirar la realidad con ojos comprensivos y maravillados.
Comprensión y maravilla están en el origen de toda la literatura que ha escrito, y a menudo ambas van envueltas en la misma rama, como hoja y fruto. Unas veces se tratará de la historia de los más pobres, a los que mira con ojos piadosos, como esos mudéjares de que están llenas sus historias; y otras de personajes ambiguos a los que sólo las circunstancias hicieron víctimas de una intransigencia, como esos jansenistas que tanto le han fascinado. Lo ha dicho él a menudo, las grandes novelas están en los episodios menudos (que no insignificantes).
No ha sido fácil contar las cosas que él ha contado en un mundo que ha descreído o se ha mofado abiertamente de quienes no hacían alarde de las anomalías como banderas artísticas. Y sin embargo lo poderoso de su estilo, ese estilo sin estilo que sólo han tenido los grandes de esta lengua que hoy se premia y homenajea, la de los dos Luises, la de santa Teresa, la de su adorado Juan de Yepes y, claro, la de Cervantes, ese estilo, decía, ha obrado el milagro, que en literatura no puede ser otro que un poco de silencio. Lo que hoy se premia es una obra, desde luego, pero también el silencio en que se ha escrito. Pues no hay obra que valga algo en la que no se oiga, aun antes que sus palabras, el silencio propio en el que ha sido concebida. Y como hay muchas clases de silencio, diríamos que el de Jiménez Lozano es el silencio del agua corriente.
Todos sus libros están recorridos por un hilillo de agua clara y fresca, y como regato saben prendernos la mirada y los sentidos, tanto si queremos el agua para la sed como para embelesarse con ella. ¿Y de qué habla en sus libros? De las cosas que a todos nos suceden en ese minuto en que, apagada la luz, la candela, como a él le gustaría decir, nos prende el sueño. De esos temores y de todos los recuerdos, felices o desdichados, que acaban haciendo del hombre algo mejor de lo que él mismo cree ser.
Para aquellos que aún hayan de descubrir a uno de nuestros escritores más puros y hondos, le encaminaría a esos relatos de El mudejarillo, y, desde luego, a sus Diarios, un raro ejemplo de quien puede hablar de sí mismo sin subirse de continuo al Monte Ego. También le llevaría de la mano a La boda de Ángela o a todos aquellos preciosos relatos en los que Castilla y su historia más oculta acaban apareciendo, y desde luego, a su poesía.
Empezó a publicarla cuando muchos poetas de su generación habían dejado de escribirla, obligando con ello a reformar esas nóminas académicas.
Como de Unamuno, podría decirse de Jiménez Lozano que es, sobre todo, un poeta, un gran poeta que, también como Unamuno, sabe que en poesía la música ha de sonar por dentro, y que no hay pensamiento que no sienta y sentimiento que no piense lo suyo, cuando se les da espacio.
Un escritor son unos cuantos símbolos. Hemos hablado del agua de un regato, de la candela (la misma en la que tiembla la sombra de los muertos) y la alcatifa. Todos podrán representarle en lo venturo, pero hoy venturosamente para la literatura española le representará mejor que ninguno esa alcatifa, donde nos llevará donde él quiera, porque allá donde nos lleve habrá siempre mucho de valor, piedad y maravilla.
Babelia
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