Poesía contra la muerte
Como es sabido, John Keats murió de tuberculosis en Roma en febrero de 1821, a la edad de 25 años y 4 meses. Había aceptado la invitación de Shelley -que ya vivía en Italia- con la esperanza de que con un clima más benigno mejorase su salud y no se cumpliera del todo el pronóstico médico de que le quedaba un año de vida. No pudo ser y murió dejando tras de sí una obra breve pero de incuestionable altura, más allá de las flaquezas que habiten en ella y de las que el propio Keats era perfectamente consciente. De hecho, dejó truncado a propósito este primer Hiperión que comentamos (escrito en 1818 y publicado en 1820) porque rechazaba su estilo excesivamente engalanado y artificioso, demasiado influido por Milton. Buscaba por entonces una voz propia -La verdadera voz del sentimiento- y a fe que la encontró, además de en otros poemas, en La caída de Hiperión, el segundo intento con que en 1819 quiso reescribir el mito de los dioses caídos en desgracia y sustituidos por los nuevos victoriosos (Hiperión epitomiza a la vieja estirpe y Apolo a la nueva). Tampoco pudo acabarlo (la enfermedad ya imponía su ley), pero el fragmento que escribió es suficiente como para acreditar al más ambicioso de los poetas. Esta joya inconclusa (le sienta bien su aire truncado) se publicó en 1856, cuando Keats -vía Tennyson, D. G. Rossetti y otros- gozaba ya de la supervivencia que él mismo, con asombrosa autoridad, había pronosticado.
HIPERIÓN / LA CAÍDA DE HIPERIÓN
John Keats. Traducción de Gustavo Falaquera Hiperión. Madrid, 2002 139 páginas. 10 euros
La edición conjunta de estos dos poemas narrativos ayuda a comprender sus diferencias pero también sus continuidades e interconexiones (citas textuales incluidas). En el cotejo, La caída de Hiperión es superior a Hiperión porque Keats abandonó las suntuosidades miltonianas y se dejó llevar por sus propias exigencias que conducían a una mayor naturalidad expresiva y a hacer del sentimiento propio el fundamento de su creatividad. Su teoría de la negative capability es la plasmación teórica de esa búsqueda: por un lado, llegar a ser el gorrión al que se admira y picotear con él en la grava; y por otro, no ser del todo nada ni nadie, o ser únicamente lo que las figuras de la imaginación consienten que se sea, como genialmente demostró Shakespeare. De esta manera, en La caída de Hiperión se asiste a la voz de un narrador y de personajes mitológicos en los que, no obstante, y por el raro milagro del arte, reconocemos una especie de perentoriedad y autoprofundidad en sus reflexiones que parece afectarnos directamente, como si estuvieran pensadas para nuestra actualidad, hasta tal punto nos arrastran a compartir su misterioso calado. No parece hablar a través de ellos el Keats más biográficamente identificable de sus cartas o sus sonetos, pero por ellos habla quien sabe demasiado puesto que ha sentido demasiado y ha convertido en carne propia materias como las relaciones entre la poesía y la muerte, o la importancia de la belleza como condición absoluta de la verdad, o la dificultad de saber lo que se es, o el poder cognoscitivo de la mirada que se apropia de las cosas del mundo para que nunca jamás caigan en el olvido.
Y sin embargo, y contra lo que pudiera parecer, Keats jamás incurre en el abstrusismo de los poetas que pretenden vendernos grandes (vacuas) revelaciones a costa de una arcana e impenetrable oscuridad. Todo lo contrario: casi transparencia al precio de la máxima incumbencia y profundidad. Ésa era la verdadera voz del sentimiento a la que aspiraba y al fin encontró antes de morir.
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