La calidad de vida como paradoja
Ahora que la sociedad del bienestar, o la que por tal se entendió durante décadas, está sucumbiendo ante el embate de dos posturas contrapuestas, aunque menos dispares de lo que pudiera parecer a primera vista, parecen imponerse unas cuantas reflexiones. Para unos, militantes del neoliberalismo, la sociedad del bienestar resulta cara, cosa evidente, como también lo es que no menos cara resulte, por ejemplo, la infraestructura viaria que necesita el moderno hombre-coche. Para los otros se trata también de un despilfarro, sea de carácter socioeconómico -consumismo- sea de carácter ecológico, por la agresión que ese bienestar social supone para la naturaleza. Lo que en cambio permanece fuera de discusión es el concepto de calidad de vida, o mejor, la calidad de vida alcanzada que unos pretenden conservar abaratando costos y otros evitando despilfarros. Son muy pocas las voces que ya desde los primeros pasos de la sociedad del bienestar pusieron en duda no sólo que ese bienestar supusiera realmente un progreso, sino asimismo que cupiera hablar de bienestar, que no fuese más adecuando hablar de malestar.
Por supuesto, existe un nivel de necesidades insoslayables -alimentación, alojamiento, educación, sanidad, etc.- que nadie en sus cabales se atrevería a cuestionar. Pero más allá de ese nivel, cuando del consumo necesario se pasa al consumo superfluo, se entra imperceptiblemente en una cadena de sugestiones que llevan a entender la vida como un parque temático de sí misma, lleno de sorpresas, que uno recorre hasta que le toca salir. Durante siglos, el progreso del ser humano se ha cifrado en un creciente conocimiento de la persona y del mundo, en la creencia de que tal conocimiento permite vivir la vida de la forma más plena posible. Hoy, en cambio, pese a que la realidad virtual proclame lo contrario, ese progreso en el conocimiento de uno mismo y del mundo se ha truncado gracias, en buena parte, precisamente, a esa paulatina suplantación de lo real por lo virtual; un quiebro que no puede dejar de saldarse sin un solapado costo, para el sujeto, de íntima insatisfacción y desasosiego y, en definitiva, de infelicidad. Se me objetará que si la gente es feliz con la comida basura y la televisión basura, no hay razón para amargarle la vida. Sólo que el mismo argumento hubiera valido para los opiómanos de antaño, felices con su pipa en la soledad de la litera. O, en el presente, a la persona aquejada de gordura mórbida que no para de comer o al fumador empedernido al que, por otra parte, se le amarga cada vez más la vida con advertencias.
Estrechamente asociados a semejante estado de cosas y no menos susceptibles de interpretaciones equivocadas, se encuentran los problemas relacionados con el modelo educativo que poco a poco tiende a imponerse en el mundo entero, un modelo cada vez más disminuido en sus ambiciones formativas. Así, a lo largo de la infancia y adolescencia de los alumnos, la tendencia a sustituir la clásica iniciación en ciencias y humanidades por enseñanzas supuestamente más prácticas. Una suplantación de gran transcendencia, pues las matemáticas, por ejemplo, no son la realidad pero ayudan a entenderla, y materias como Historia y Geografía, Lengua, Literatura y Filosofía muestran lo que ha sido y es el mundo, lo que es la vida, y ayudan al alumno a pensar en ella, a entenderla.
No menos equivocado es el empeño en que la educación sea para todos la misma a costa de rebajar el nivel general a fin de hacerlo más fácilmente asimilable. Semejante planteamiento se basa en la creencia de que al alumno de origen humilde han de resultarle más difíciles los estudios que al de origen burgués, por lo que es cuestión de equidad inclinar la balanza del lado más desfavorecido. Se trata de una creencia completamente equivocada ya que una educación rigurosa -y sobran ejemplos- supone precisamente la gran oportunidad para el alumno sin recursos pero con ganas de estudiar y no solamente de hacerse con un título carente de contenido. El desequilibrio en lo que a igualdad se refiere se produce precisamente al margen de los estudios realizados, donde al hijo de la burguesía se le han de abrir puertas que no existen para el estudiante de familia obrera. Por lo demás, si en el pasado el estudiante de familia pija se distinguía nítidamente por su aspecto y sus modales del de extracción proletaria, hoy día resulta difícil hacer distingos entre los asiduos al ritual del botellón, en razón de las maneras, el lenguaje o la indumentaria.
El resultado de todo ello es no sólo una mayor extensión de la ignorancia -de la que muy pocos son conscientes-, sino también el que la cultura empiece a ser algo sobrante o, cuando menos, que implícitamente se esté ya cuestionando su utilidad práctica. ¿De qué sirve leer a Cervantes o a Shakespeare, saber quiénes eran los griegos, ser capaz de situar a China en un mapa mudo? La tendencia es crear, igual que se estudian carreras y masters de carácter práctico y sumamente especializado, una cultura sucedánea también de carácter práctico en la medida en que, a la vez que entretiene sin esfuerzo alguno, facilita la relación con quienes se encuentran en similares circunstancias, una cultura basada no ya en lecturas que poco tienen que ver con la creación literaria o en películas más relacionadas con la fantasmagoría que con el cine, sino sobre todo en la adquisición de conocimientos que ocupan el espacio mental antaño destinado a las humanidades, conocimientos relacionados con la moda, las compras, las andanzas de los famosos o el complemento más adecuado al estereotipo de personalidad que se ha resuelto adoptar. Para cualquier otra función práctica -cálculo, datos, expresión escrita- ya está el ordenador.
¿Qué importancia tiene el logro de que cada vez haya menos analfabetos? Lo importante no es saber leer, sino utilizar ese saber de forma que contribuya eficazmente a la formación del individuo, a un mejor conocimiento del mundo y de sí mismo que le permita vivir la vida con la máxima plenitud posible. Cuando eso no sucede, cuando la ignorancia no hace sino dilatar su radio de acción, se produce uno de los síntomas más característicos de nuestra época, esa ansiedad e insatisfacción en la que habitualmente vive la gente, un estado de ánimo generado por el hecho de que las cosas raramente salen como uno se había figurado sin que se acierte a saber exactamente el porqué.
Curiosamente, todas esas consecuencias negativas de la sociedad del bienestar, el precio de la mejor calidad de vida alcanzada, nada tiene que ver con lo que actualmente, desde distintos ángulos, se le reprocha. Al contrario: se adivina ya que tras su desmantelamiento, y presentado como una ventaja, una de las cosas que van a perdurar es esa tendencia a la liquidación de un conocimiento de la vida que desde los griegos ha dado la medida del progreso humano.
Luis Goytisolo es escritor.
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