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La resaca de un final de régimen

Tal vez sean entendibles las actitudes personales airadas, crispadas y desabridas de algunos dirigentes del nacionalismo catalán conservador tras su inesperada marcha de un poder monopolizado tras casi todo un cuarto de siglo. Personalmente entendibles, pero políticamente no admisibles desde una lógica democrática, estas actitudes han tenido y tienen su amplificado eco a través de lo que podríamos dar en llamar el timbaler del Bruc mediático. Es ésta una rara versión nostrada de la Brunete mediática, con la que curiosamente coincide en la descalificación sistemática de Pasqual Maragall como nuevo presidente de la Generalitat al frente de un Gobierno catalanista y de izquierdas. Mientras los unos se empeñan en presentarnos a un Maragall sucursalista del españolismo más rancio, los otros intentan caricaturizarlo como rehén del independentismo más radical, con lo que a la postre ambos extremos terminan por neutralizarse.

De golpe y porrazo, la política de verdad ha llegado a Cataluña. Ésta es la hora de la política, y con ella la de la normalidad democrática de la alternancia, las coaliciones y la confrontación abierta entre intereses sociales contrapuestos, y no la de la eterna y cansina discusión identitaria capaz de justificar a veces lo más injustificable. Es el final de todo un régimen, el final del intento de secuestro del catalanismo por parte de aquellos que, bajo la excusa del nacionalismo, se autoproclamaron los representantes únicos de lo que históricamente ha sido el catalanismo político y se arrogaron el derecho exclusivo de otorgar patentes de catalanidad.

La llegada de las izquierdas catalanistas al Gobierno de la Generalitat es un hecho histórico. Esto explica las esperanzas e ilusiones que ha despertado en muy amplios sectores de la sociedad catalana la reciente investidura de Pasqual Maragall como presidente de la Generalitat. De ahí surge el arrebatado toque a rebato del timbaler del Bruc mediático, un extraño magma de articulistas, opinadores y tertulianos que antes, durante y especialmente después de la reciente campaña electoral, desde medios de comunicación públicos y privados, no dejan de clamar contra una izquierda catalanista considerada como usurpadora de un poder del que la parecen juzgar indigna. Y de ahí nace también, por último, la coincidencia de este coro de catalanesques plañideras apocalípticas con la ya harto conocida Brunete mediática de la pura y dura derecha españolista, empeñada como siempre en crispar.

Vivimos desde hace años en nuestro país un clima político en el que cualquier cambio o innovación es considerado ilegal, inconstitucional o antipatriótico. También en esto parecen coincidir ahora, aunque evidentemente sea desde extremos contrapuestos, unos y otros entre algunos de los más acervos críticos del nuevo Gobierno de la Generalitat. La patrimonialización partidista y sectaria no sólo del poder, sino incluso del puro y simple patriotismo, cuando no ya del espíritu democrático, ha dado origen a esta resaca de final de régimen, visto por unos y otros como un auténtico cataclismo político y social.

Una poderosa y potente artillería política, empresarial y mediática arremete ahora contra el nuevo Gobierno de la Generalitat, aunque sea desde posiciones en apariencia opuestas. El fuego cruzado e insistente se puso ya en marcha meses atrás, incluso antes de la convocatoria electoral, pero ha sido ya imparable y creciente en estas últimas semanas, y en especial desde el mismo momento en que se dio a conocer el acuerdo tripartito de la izquierda catalanista que ha hecho posible la alternancia política en Cataluña. No sólo no se le ha dado el consbido plazo de los primeros 100 días de gracia, sino que ni se ha esperado a la constitución del nuevo Gobierno de la Generalitat para desatar una auténtica tormenta de críticas y ataques.

Se abre una nueva etapa histórica no sólo para Cataluña, sino para toda España. La alternancia política, que debe ser entendida como un muy buen ejemplo y reflejo de la normalidad institucional, cierra casi un cuarto de siglo de monopolio de la Generalitat por parte del nacionalismo conservador, que tras sus últimos ocho años de permanente alianza con la derecha españolista no puede intentar dar lecciones de catalanidad a nadie, y mucho menos a una izquierda catalanista que contribuyó de forma decisiva tanto a la lucha antifranquista como a la unidad civil de la sociedad catalana.

En esta nueva etapa histórica, que nace de la reivindicación del patrimonio unitario de la Assemblea de Catalunya, son y serán decisivas, sin duda, la actuación, la gestión y la orientación política del nuevo Gobierno de la Generalitat presidido por Pasqual Maragall, pero lo será también el talante de su oposición, tanto en el Parlament -donde CiU corre el grave riesgo de coincidir de nuevo con el PP- como en el conjunto de la sociedad catalana.

Después de casi un cuarto de siglo de incesante monopolio del poder, para CiU se abren ahora todo tipo de dilemas e interrogantes, así como una dura travesía por el desierto. Su despecho puede llevarle a una crispación no sólo indeseable para el país, sino también para sus propios intereses. Se equivocarían sus dirigentes si se dejasen llevar, ahora o en el futuro, por las soflamas jeremíacas y apocalípticas de aquellos que desde muy variados medios de comunicación -tanto públicos como privados, desde Cataluña o desde el resto de España, tanto en catalán como en castellano, y desde posiciones muy a menudo aparentemente contrapuestas- quieren incitarles a instalarse en la oposición radical.

No se trata ahora de mantener artificialmente el tan traído y llevado oasis catalán. Ésta es la hora de la política de verdad, y por tanto también es la hora de la confrontación civilizada, ordenada y pacífica entre modelos de sociedad, con la defensa de intereses económicos y sociales diversos y a menudo opuestos. Quien no sepa ahora estar a la altura de las circunstancias históricas, a buen seguro que pagará su error en las urnas.

Jordi García-Soler es periodista.

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