El catalejo de Morandi
Si Giorgio Morandi se hubiese exiliado en París quizá sería mucho más conocido. Pero decidió pasar sus días en Bolonia, en su ciudad natal, y pintar aquellos bodegones tan característicos, y también aquellos paisajes, aquellas casas, que estudiaba -como nos explica Yves Bonnefoi en La nube roja- con la ayuda de un catalejo. Bolonia, con Morandi, es una Bolonia algo desfigurada, un poco borrosa, fruto -ahora lo sabemos- de aquel catalejo con el que el pintor desde su estudio iba fijando el paso de las horas. Si Morandi, como tantos otros, hubiese partido, aquel catalejo quizá hubiese iluminado el barrio de Montmartre, pero ya no lo hubiese hecho sobre las casas y paisajes de la Emilia-Romagna. Sin duda hubiese sido más conocido, sin duda su arte habría recibido un mayor reconocimiento; pero aquel pintor se mantuvo, por los motivos que fuesen, fiel a su ciudad natal, a sus vecinos, a su café y a su estanquero. En cualquier caso, en París o Nueva York, Morandi hubiese sido un gran artista, porque había descubierto el misterio que mueve la creación, había sabido transcender y acometer aquello que define el arte, que es -en palabras del pintor Whistler- labor que huye de todo lo que sea lugar común.
No obstante, aprecio de Morandi el compromiso con su gente. Insisto que no por ello su arte es mejor o peor que el de quien ha decidido marchar a una ciudad con más posibilidades. Ignacio Pinazo intentó triunfar en Madrid, pintó el retrato de Alfonso XIII, pero por los motivos que fuesen (su carácter complicado, la nostalgia de su familia), volvió pronto a Godella. Y por eso me estremezco cuando lo veo pintando por las calles, sentado en una descoyuntada silla de enea, rodeado de niños boquiabiertos y embelesados. Nadie sabe muy bien qué le incitó a volver, por qué no se trasladó a París, qué le retuvo entre sus gentes, y qué le hizo desarrollar entre nosotros su arte nuevo y poco comprendido. Más aún cuando muy pocos pintores de su generación siguieron su ejemplo: Francisco Miralles y Francisco Domingo se instalaron en París; Placido Francés, Salvador Martínez Cubells, Amèrigo y otros en Madrid; Muñoz Degrain en Málaga; Borràs Mompó en Barcelona... Pero el carácter tozudo e inquebrantable de Pinazo le impelió a intentar descollar desde su propia realidad; alentó a sus vecinos, a sus conciudadanos, a comprender su arte; sirvió de ejemplo de modernidad, y de algún modo contribuyó a fijarnos para siempre en el tiempo y en la historia del arte. Godella sin Pinazo sería sin duda otra Godella, más insípida, más desprovista de significado. Pero Pinazo seguramente sería el mismo.
¿La obra de Morandi sería más o menos característica si hubiese partido a París? Quién sabe. Cualquier respuesta sería una conjetura, demasiado vaga para ser de utilidad. ¿Fuster sería menos Fuster fuera de Sueca? ¿Qué hubiese sido de nuestro misántropo si hubiese decidido trasladarse a Barcelona, su destino "natural"? Quizá no hubiese escrito Nosaltres els valencians, o El País Valenciano, quizá se hubiese dedicado a la erudición y al ensayo literario. Pero, en cualquier caso, lo que es seguro es que con su constancia, con su decisión de permanecer en aquel pueblo agrícola (impropio para él, según Baltasar Porcel), produjo sobre sus vecinos -sobre todos nosotros- una influencia decisiva. Sueca le debe, pues, su reconocimiento, y por ende, todos los valencianos: Pinazo o Fuster, permaneciendo en su tierra, nos dignificaron con su esfuerzo intelectual, y, por así decirlo, nos hicieron menos provincianos.
Reconozco que estos son argumentos harto conocidos. No se trata de premiar el localismo, frente a un, a priori, deseable cosmopolitismo. Pero si, por ejemplo, Picasso hubiese vuelto a Málaga, si Picasso hubiese pintado en y sobre Málaga, ¿no le debería esta ciudad un mayor reconocimiento? Y ese Museo Picasso en su ciudad natal ¿no tendría mucho más sentido? Y si Sorolla hubiese vuelto a Valencia, ¿no estaríamos más en deuda con él? Su temática es marcadamente valenciana, pero para visitar su museo y su casa nos hemos de desplazar a Madrid...
Por todo ello, me reafirmo en el deber de gratitud de las sociedades hacia sus artistas. Agradezco que Andreu Alfaro tenga su taller en Godella, o que Manuel Boix ejerza su influencia -proyecte su cosmopolitismo- en La Ribera. Y lo mismo podría decir de Rosa Torres, Artur Heras, Armengol, Adrià Pina, Antoni Miró, Ripollés y tantos otros. ¡En efecto, para mí es un motivo de celebración que Manuel Boix tenga su residencia en el País Valenciano! ¿Para quién no? ¿Quién puede ser tan insensato que piense lo contrario o que le resulte indiferente? En realidad, el artículo de Justo Serna Valencia kitsch, publicado en estas páginas, y réplica a mi columna Art i diners, tan sólo se entiende desde su incontinencia por dar lecciones. Sinceramente, creo que Francisco Camps se equivocó comprando para el IVAM los cuadros de Antonio de Felipe, porque además de ser triviales (lugar común), con su gesto no respaldó a los artistas que día a día luchan por mejorar nuestro país y nuestra sociedad. Mi escrito apuntaba eso: el olvido secular de Valencia por sus creadores. Un simple recuerdo a nuestros Pinazos, a nuestros Morandis, y a sus catalejos que iluminan nuestras vidas.
Martí Domínguez es escritor.
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