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El ritual descuartizador

Fernando Savater

En su muy interesante libro de entrevistas con François Azouvi y Sylvain Piron (La condition historique, ed.Stock), el filósofo de la política Marcel Gauchet avisa del desarrollo de una nueva patología ideológica en Europa, quizá la primera documentada en el siglo XXI aunque sin duda se haya venido gestando en las dos últimas décadas. Según él se trata del morbo pendularmente opuesto al de la época totalitaria, el cual consistía como recordamos en negar al individuo en nombre de la colectividad que supuestamente le definía, fuese la clase, la nación o la raza. Lo que ahora emerge es la figura de un individuo puro, sin más ancestros que los que elige tener y sin otra reivindicación que lo que considera su identidad, en cuya singularidad estriba su proyecto político. El hiperliberalismo ya no sirve de refuerzo a la democracia, sino que cuestiona cualquier planteamiento de orden colectivo: "Ya no estamos amenazados por el Estado total, sino por la derrota del Estado ante el individuo total". Para contrarrestar esta peligrosa deriva, Gauchet considera llegado el momento de reevaluar el potencial político de las naciones europeas, "que no sólo comportan la rivalidad y el enfrentamiento; implican también la posibilidad de un universalismo no imperial, fundado sobre el descentramiento y el sentido de la diversidad de las encarnaciones de lo universal".

El diagnóstico es sugestivo y probablemente acertado en muchos aspectos. Pero me parece que debe ser complementado con una observación que ya hizo hace mucho Louis Dumont en sus estudios pioneros sobre el individualismo moderno: a saber, que dada la inevitable condición social de cualquier identidad humana, incluso los sujetos del radicalismo individualista tienden a ser grupos y no personas aisladas. Es el grupo identitario el que adquiere un perfil egotista, autorreferencial, excluyente de cualquier heterogeneidad que relativice los rasgos propios arbitrariamente elegidos como irreductibles y de consideraciones públicas que lo vinculen a pautas generales o garantías igualitarias. Lo que bloquea el Estado no es el derecho a la diferencia, sino la diferencia de derechos, incompatibles con la extensión equitativa de una ciudadanía basada no en la disparidad de orígenes, sino en la comunidad de metas a través de prestaciones colectivas. De lo cual se benefician precisamente los entes multinacionales partidarios de una globalización sin otra regla que la maximización de beneficios a costa de la fragmentación de los poderes locales. Esos individuos totales corporativos -ya estén basados en etnias, en dogmas religiosos o en puros intereses económicos- ritualizan la ingobernabilidad de las naciones efectivamente existentes. "¿Para qué quieres despedazar el Estado de Derecho vigente? Para globalizarte peor...".

El mecanismo apunta aquí y allá, por todas partes, al socaire de medidas políticas descentralizadoras bienintencionadamente liberales. Y ya se van escuchando las primeras voces de alarma, aunque no resulten precisamente populares: nada peor visto que reivindicar algún tipo de igualitarismo homogéneo en la era sacrosanta del pluralismo diferencialista a ultranza... En el pasado diciembre oímos el mesurado caveat de Johannes Rau respecto al funcionamiento actual del federalismo alemán. Y en enero Andrea Manzella publicó un enérgico artículo de fondo en La Repubblica ("La Devolution e la Repubblica spezzatino", 17-I-04), sobre la reforma del Senado en Italia (en el 2001), destinada a convertirlo en una cámara de representación regional. Comenzaba así: "Era difícil imaginar que el Senado de las regiones, precisamente la Cámara que todos queríamos, pudiese convertirse en un proyecto de ruptura. El actual Gobierno, bajo la pulsión secesionista de la Liga y la embarazosa sumisión de los otros coaligados, lo ha conseguido". En nombre del avance hacia un auténtico Senado federal, se han facilitado entre los diversos grupos regionales "asambleas de coordinación de las autonomías", por medio de las cuales "los egoísmos territoriales pueden encontrar sujetos constitucionales que los coagulan y expresan. Y cada sujeto multiplicará su peso específico en fatal antagonismo respecto a los otros". De modo que la creación pluralista de la República "una e indivisible" se ve amenazada y con ella no el centralismo -aclara Manzella- sino el mantenimiento de la escuela, la sanidad o la policía en términos de la razonabilidad del sistema. De modo que, concluye, el nuevo modelo de Senado -¡tan anhelado, ay!- "más que garantizar los intereses nacionales se convierte en el incentivo legal y el escaparate de la disgregación nacional". Leído este artículo desde España, le vienen a uno ganas de poner las propias barbas en remojo al ver cómo le va a las del vecino...

En Italia no puede decirse que el derechista Berlusconi peque de desaforado centralismo y con ello provoque a los separatistas que encuentran "antipática" la unidad del país: más bien es culpable de la complicidad contraria. Por supuesto, en España los ímpetus separatistas están protagonizados por sujetos tan reaccionarios como los italianos, aunque aquí sean antigubernamentales. Y a pesar de las críticas que habitualmente suelen hacérsele, puede que el verdadero reproche contra el Gobierno de Aznar debiera ser también el de haber acelerado el debilitamiento neoliberal progresivo de las funciones públicas del Estado (en muchos casos, privatizar es el primer paso para disgregar y fomenta el separatismo), pese a las tardías proclamas unitarias que últimamente venimos escuchando. Sin embargo, el mal ya está hecho y ahora el antiaznarismo compulsivo se ha convertido en coartada de peligrosos o a veces divertidos dislates despedazadores. El otro día, por ejemplo, escuché en la radio al buen escritor gallego Suso de Toro reprocharle a Aznar su idea esencialista de España, pues razonablemente se negaba a creer que hubiera otra España que la de los ciudadanos. Acto seguido, aclaró que para él había tantas Españas como ciudadanos mismos, es decir, unos cuarenta millones. Me parecen demasiadas. Yo no creo que exista una Universidad Complutense platónica más allá de los alumnos, profesores y personal no docente que trabajamos en ella, pero dudo mucho que cada uno de nosotros sea una Universidad distinta y separada... No lo consentiría el señor rector.

Entre los más anticuados sectarios que montan guardia junto al PSOE, es común la opinión de que el partido no debe enfrentar a los nacionalismos disgregadores, acogiéndose a un internacionalismo venerable y abstracto. Otros socialistas, dolidos por las insinuaciones del PP que les convierten poco menos que en traidores, reivindican que ellos también aspiran a la unidad de España y así entran a competir en retórica plural-unitarista con sus principales adversarios. Pero algunos echamos de menos que se especifiquen las medidas de reforzamiento del espacio público común que proponen, destinadas a bloquear y reorientar la deriva disgregadora, no sólo en las instituciones, sino también en la formación ideológica de los ciudadanos. Porque la deriva existe y se acentuará en cuanto pasen las cautelas del periodo electoral. No sería malo que en España, como en otros países europeos, empezásemos a prevenir sus efectos indeseables.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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