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Rusia y el asedio de la memoria

Consumado el trámite de su segunda reelección, Putin se encuentra hoy con el Parlamento fantasma conformado por su partido, Rusia Unida; domina el poder judicial con la correa transmisora de sus boyardos; cuenta con unos medios de comunicación sometidos a su voluntad, y goza de los plenos poderes presidenciales revalidados en las urnas. Como afirma un publicista ruso, "la política es él"; y quizá no deje de interesarle al lector que, desde un punto de vista legal, sus facultades casi sobrepasan las del último zar, si confrontamos la Constitución yeltsiniana de 1993 en su aplicación, con aquellas Leyes de Octubre que Nicolás II otorgó al Imperio en 1906 para constituir la primera Duma y perfilar sus atribuciones frente a las del Soberano. No es extraño, pues, que el marbete de "autocracia legislativa", acuñado por el politólogo Ígor Kliamkin para caracterizar esta situación, esté difundiéndose en la Rusia de hoy.

El origen de tal dechado de éxitos suscita un natural interrogante en Occidente; y por eso conviene salir cuanto antes al paso de una interpretación harto difundida, de la que el gran rusista Richard Pipes se hace eco en Foreign Affairs (mayo-junio). Ahí se insiste en que, según fuentes rusas [el instituto de sondeos Vtsiom-A], sólo un 22% de los encuestados expresa preferencias democráticas frente a un 53% de rechazo, en algunas circunscripciones el deseo de "orden" supera al de "libertad" en un 80%, o es ínfima la parte de quienes consideran la propiedad privada como un derecho humano fundamental. (Esto es así cuando los "propietarios de verdad" suman tan sólo unos 3.600.000 entre 145 millones de habitantes: los oligarcas y sus círculos, y esa peculiar clase media del sector servicios encargada de atender a sus caprichos y necesidades.) De esto y del atavismo tradicional la conclusión se impone: Putin está tratando de "crear una mezcla de zarismo, nacionalismo y estalinismo" que se correspondería con las más profundas expectativas de la población. La inercia periodística se encarga de asentar este tipo de tópicos para recrear la imagen de un Estado policial, que, a su vez, ya cuenta con un nicho preparado en la percepción desinformada de los lectores.

Pues bien, las cosas distan de encajar en tan cómoda (y autogratificadora) casilla. Cuando Pipes y otros recuerdan el bajo valor que en Rusia se asigna a conceptos como "democracia", "libertad" o "propiedad", no se percatan de que si algo manifiestan los encuestados ahí es su desengañada lucidez. Y lo hacen tras una década de utilización machacona de tales consignas para justificar todos los dislates que entregaron al país a la rapiña y la tercermundización, hasta crear hoy una de las sociedades más desigualitarias y corruptas del mundo. Se precisaría un muestreo de confirmados masoquistas para ensalzar esas "democracia", "libertad" e "igualdad" en nombre de las cuales vieron instalarse la miseria en su calle y en su casa, y triunfar con Yeltsin el gangsterismo financiero, la especulación desenfrenada, la almoneda del país entre unas cuantas familias, y el nepotismo criminal e impune. De modo que la cuestión no se sitúa en el ámbito de la sociología de los valores, sino en el de la simple semántica: qué cuenta como "democracia" y demás términos en el contexto ruso. Y, como todo se enreda y embarulla, al punto aparece la apelación al "puño de hierro" que los electores demandarían para acabar con la "politiquería" y el vaniloquio. (Aquí se suele aludir a los tártaros y a ciertos episodios de la historia del país para reforzar el estigma.) Cierto que la tradición democrática al estilo occidental (i.e. estatalista) es endeble en Rusia; pero, si de esas encuestas se siguiera una conducta lógica, desde 1993 hasta el presente el electorado habría optado por el Partido Comunista de la Federación Rusa o por los grupos abiertamente fascistas: éstos no cejan de clamar contra todos los traidores que han vendido la superpotencia soviética al Occidente. ¿Por qué no ha sido así? Quizá porque, desde el caos del yeltsinismo hasta la situación actual, el elector siente con razonable perspicacia que no serán nuevos "señores de la guerra" los encargados de restablecer un clima de concordia civil, sino que ésta sólo puede llegar, si llega, con el manejo paciente de las palancas estatales. Y para una sociedad -una sociedad harto débil, recordémoslo- que sufrió y resistió los embates de los noventa, un personaje como Putin parece la opción obvia para alcanzar tal cometido. Los sueños de autogobierno espontáneo de la comunidad, aparte de cuanto tengan de quimérico, sólo son aplicables a gentes bien alimentadas y ociosas de otras latitudes.

Mas sería negar la evidencia el poner en duda los serios recortes democráticos visibles en la Rusia actual: lo perdido en términos de medios de comunicación y de juego parlamentario, que algunos proclaman fenecido. Quizá Putin considere que el acrecentamiento del propio poder es la jugosa alcabala a pagar a la hora de reconquistar el carcomido Estado heredado de Yeltsin, "privatizado" también en clanes y taifas en pugna. Para el Ejecutivo esto sería algo parecido a la llamada "opción cero", o conservación de las fortunas oligárquicas en un pacto con el presidente a cambio de su discreto alejamiento de los centros más visibles de poder. Sea como fuere, el caso es que en Rusia la oposición parlamentaria sigue existiendo -muy fraccionada en el plano estatal, pero visible y entorpecedora en el federal y local-, la prensa crítica y seria se publica (aunque sufra, como todas, de tiradas reducidas), y los más conspicuos enemigos del régimen entran y salen del país, hacen circular sus escritos, pronuncian sus conferencias y ocupan sus escaños y cátedras. Hablar de "estalinismo" ahí es crimen de lesa semántica, y sorprende en la pluma de quienes deberían conocer la historia.

Sin embargo -y éste constituye otro difundido error-, la figura misma de Putin, con su porte simiesco, y sus retraimientos y dubitaciones, no concita ningún entusiasmo particular en la Rusia presente. ¿Por qué entonces tan displicente tranquilidad a la hora de instalarse en el poder con ese tácito consenso social que le convierte en único candidato? Aquí las circunstancias se enmarañan, la geopolítica internacional crea y borra certitudes, y el estudioso apenas si puede columbrar los últimos perfiles que dibujan tal convoluto.

La matriz que nutre el éxito de Putin en el interior de Rusia no es sino lo que el publicista Andréi Kolésnikov ha designado con el marbete de "síndrome del cansancio político del pueblo", desangrado por ser sujeto de experimentación para unos y por servir de presa para otros. Y es que Putin -que es el presidente de los oligarcas, pero no para los oligarcas- ha sabido calcular bien la dosis necesaria de "anómala normalidad" con que ese pueblo apolitizado se tranquiliza, aunque los índices de miseria se mantengan. Se trata del pago puntual de haberes y de correr un pudoroso velo ante las fauces oligárquicas mediante la manipulación de impuestos y pensiones. ¡El presidente considera la miseria como la vergüenza (pozor) de Rusia! La demagogia funciona así. Mas esos socorros a un accidentado nada tienen que ver con la mejora estructural de la economía, con el aumento de la inversión interior, o con la creación de esa real clase media por 1a que se clama. De hecho, con Putin desaparecieron 45.000 pequeñas empresas en sólo los primeros dos años de su mandato, y el papel de la Gran Finanza, lejos de menguar, parece crecer. ¡Que sigan los kioskos! Pero... queda el petróleo y el gas, esa larvada maldición de los grandes productores: una leve perturbación en los precios, la sustitución del dólar por el euro como unidad de transacción, la recuperación del crudo iraquí, todo puede echar abajo ese castillo de cartas. ¿Por qué se repetirá además que las reservas rusas son inagotables? Sería extraño que un sexto de la tierra emergida no contuviera riquezas fabulosas; pero eso no significa que hoy resulte rentable (o posible) su explotación. El petróleo ruso es de baja calidad, con exceso de carbono y grumos anaranjados que encarecen el refinado; se encuentra lejos de las costas y tiene que proveer al propio consumo de energía. Los beneficios se volatilizan antes de sanear el vetusto complejo extractivo soviético. ¿Cuándo y con qué medios se acometerá en serio esa modernización? Según ilustra A. Parshov en ¿Por qué Rusia no es América?, de 1999, las reservas reales en Rusia no superan las venezolanas, a pesar del espejismo del territorio (7% frente a 8% de las mundiales). Así, el régimen de Putin se instala en ese "capitalismo periférico" estudiado por Yavlinsky en un luminoso ensayo, y se aferra a la despolitización del votante y a su pacata conformidad con lo que de forma oficiosa ya se llama "democracia dirigida"; de ahí la nostalgia por la época de Brezhnev. Mas, ¿qué sucedería si ese mínimo que permite encarar casi sin sobresaltos la vida en cuanto supervivencia no se alcanzase, dada la fragilidad de la base económica que lo sostiene? La omnipresente televisión y la polarización social extrema han introducido el prurito consumista en el país. Con el comunismo, la clase dirigente era cauta; la actual es exhibicionista. Si el consenso tácito que permite a Putin ocupar su lugar se rompiera, entonces la explosión social no estaría lejos. Ésta podría revestir mil formas; pero el régimen, previsor, prefiere ahogar el embrión de la disidencia mediante la dislocación de la memoria colectiva. Se trata de mezclar significados antagónicos (la bandera roja, la Cruz de San Andrés, el "camino específico" de Rusia, el limitado acceso a la sociedad posindustrial) que borren las pistas del expolio y del crimen; también, por supuesto, que hagan olvidar cualquier movimiento democrático, de modo que el país se prepare para un nuevo estancamiento (zastoi). La perspectiva de que el porvenir de Rusia se parezca al de un Brasil gélido no parece importarles gran cosa a quienes Putin aúna en su proyecto y a los que reglamentan su autoridad. ¿Régimen transitorio? A fecha de hoy, la transitoriedad sin meta ha llegado para quedarse.

Antonio Pérez-Ramos ha estudiado filología eslava en Cambridge y Moscú. Enseña en la Universidad de Murcia.

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