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Vender Europa

Tras las últimas y decepcionantes -pero no inexplicables- elecciones al Parlamento Europeo hemos podido leer en la prensa nacional una frase atribuida a más de un líder europeo en la que reconocían, a modo de confesión, que no habían sabido vender la idea de Europa. Es posible que a la frase no se le haya dado mayor importancia y también que se haya hablado con la ligereza propia de las declaraciones apresuradas, pero sea como sea, las palabras no son azarosas, dicen lo que dicen, y éstas responden a una realidad. Si de lo que se trataba era de vender la idea de Europa, no es de extrañar que no lo hayan conseguido.

No es una dedicación actual lo de vender; la compraventa -y, antes, el trueque- la han venido practicando los seres humanos desde que el dinero hizo su aparición. El dinero siempre mantuvo y mantiene un éxito sostenido. Lo que ha cambiado en la apreciación social de nuestros días es el valor otorgado al hecho de vender. ¿Quién no se ha encontrado, al menos una vez, con alguien dedicado a cualquier negocio de compraventa que nos ha dicho con aire retador -y de suficiencia, y de autocomplacencia-: qué quieres que te venda, te vendo lo que quieras. Lo que hay detrás de esa frase es la elevación a categoría suprema del hecho de vender, de la capacidad de colocar un producto por medio de una hábil estrategia de captación del cliente. Vender se convierte en el activo que más cotiza en el mundo contemporáneo y la moral se supedita a sus resultados económicos con alarmante frecuencia. Lo que llamamos valor intrínseco de las cosas pasa a un segundo plano, pues la venta no tiene por qué apoyarse necesariamente en la mayor eficacia, calidad o bondad del producto, sino que se trasciende y se convierte en un valor en sí misma. Detrás del "te vendo lo que quieras" hay un "soy capaz de venderte cualquier cosa, incluso lo que no deseas, porque soy un verdadero profesional". En el campo de los resultados contables, la venta (y el vendedor) adquieren un valor social máximo.

Sin embargo, vender no debería ser más que un paso en el trayecto de una relación económica, ni debería tener más relevancia que su inmediata practicidad: que una persona pueda conseguir lo que desea. Pero ¿qué desea una persona? En este asunto de la compraventa existe en nuestra época un oficio previo e íntimamente unido a aquel que es el de convencer a alguien de que desea algo o de que le es ofrecido exactamente lo que necesita. Tampoco es un negocio nuevo, viene de lo profundo de los tiempos; pero, de nuevo, hoy adquiere características especiales. Veamos: el de la persuasión es un oficio extraordinariamente sofisticado que en buena parte se basa en el desconocimiento real por parte del cliente del verdadero contenido de la oferta. Si antes, por habilidoso e ingenioso que también pudiera ser el ejercicio de la persuasión, éste se hacía en grupos o circuitos reducidos, las modernas técnicas de comunicación lo han convertido en un ejercicio de masas, algo parecido a la diferencia que hay entre ser hipnotizado en la consulta de un médico o participar en un espectáculo de hipnotismo colectivo en un teatro abarrotado de público.

La sociedad de consumo, y en especial la sociedad del consumo innecesario -o, para no herir susceptibilidades, del consumo prescindible, que es el más extendido-, ha criado a un monstruo cuya misión fundamental es convencernos de que la única necesidad positiva y verdadera es la de adquirir; lo que sea, pero adquirir. Y su heraldo, el nuevo triunfador social, es el vendedor. En definitiva, es la consolidación de una mentalidad que lo mide todo en términos de venta y una moral que lo justifica todo por el mismo medio.

Ahora volvamos a la pregunta origen de este comentario: ¿Desea usted adquirir Europa? Alguien, al parecer, está dispuesto a vendérsela. No uno cualquiera, no: los jefes. La contaminación de este nuevo valor supremo, el de la venta, llega a todas partes, entra en todos los despachos, circula por la sangre de todos los ciudadanos, no hay otro modo de triunfar y vencer que vender lo que sea. Incluso la idea de Europa desde los despachos del poder.

Aquí es donde radica la perversidad de la afirmación de los líderes que se lamentaban de no haber sabido vender esa idea de Europa a sus conciudadanos. Vamos a olvidar por un momento que la mayoría de ellos ha estado más por debatir cuestiones y ajustar cuentas nacionales que europeas. Vamos incluso a dejar de lado algo tan importante como es el hecho de que la Unión Europea es antes un proyecto económico que una voluntad política. Vamos a aparcar el hecho de que la Europa que pretende acogernos se ha pactado por la clase política prácticamente a espaldas de la gente. Hay otro asunto más importante a la vista de los resultados de las últimas elecciones. Como sabemos, se ha llegado a un acuerdo de Constitución europea que ha de ser refrendado bien por los Parlamentos de cada país miembro, bien por referéndum. Hasta donde hemos podido saber, es una Constitución más difícil de interpretar para el ciudadano medio que la letra del contrato de una hipoteca o un seguro, que ya es decir. A la vez, la dimensión histórica de un territorio como Europa revela que nos encontramos ante un acontecimiento de proporciones extraordinarias, un cambio geopolítico, social y cultural hasta ahora desconocido que, de cumplirse, es crucial para nuestro futuro y el de nuestros descendientes y para el equilibrio del mundo. ¿Alguien piensa que semejante acontecimiento puede salir adelante por medio de una buena venta? Es de suponer que sí, pues la habilidad desarrollada por la mentalidad vendedora del Occidente actual parece tener menos fronteras que las que delimitan a los Estados miembros de la UE, pero ¿deseamos comprar o deseamos entender?, ¿deseamos ser una inmensa superficie comercial o un proyecto político y convivencial de gran alcance?

En este último caso conviene limpiarse la mente y sustituir la palabra vender por la palabra convencer, y para convencer es necesario explicar primero. No vender: explicar. Ése ha sido el gran fallo: no explicar el proyecto, su sentido social y su dimensión histórica. Quizá, al faltar aún tanta voluntad política, se considere que aún no es el momento, pero, en cualquier caso, es imprescindible definir el proyecto si queremos convertirnos en algo más que mercancía (lo cual nos pondría en peligro de caducar o de ser revendidos el día de mañana al mejor postor, bien pensándolo).

No vender, sino explicar; no comprar, sino apreciar; no desentenderse, sino saber; no transigir, sino decidir. Porque lo cierto es que, ante semejante proyecto histórico (o catástrofe utópica, quién sabe), ante una decisión de tan extraordinarias consecuencias, no queremos que nos vendan Europa, queremos contribuir a hacerla. Y para empezar, exigimos una explicación.

José María Guelbenzu es escritor.

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