Un océano en la Mancha
Si el éxito del Quijote fue inmediato con un público aficionado a las aventuras de los amadises, esplandianes y palmerines, no tuvo en cambio en España una descendencia literaria digna de su genial inventiva hasta el pasado siglo. A diferencia de su polinización fecunda de la literatura francesa -de Diderot a Flaubert- e inglesa -Tristán Shandy, Moll Flanders, Papeles póstumos del Club Pickwick- y, más tarde, alemana y rusa, su poder seminal cayó entre nosotros en tierra baldía. Hubo, eso sí, comentarios y glosas como los de Clemencín y Pascual de Gayangos; no obstante, como suele ocurrir con los eruditos, ambos se limitaron a acicalar y pulir la corteza del texto sin profundizar en la irradiante novedad de su enjundia. Incluso un crítico tan agudo como Blanco White erró al atribuirle la muerte de la imaginación novelesca en España por su burla eficaz de la andante caballería. Como observó Vargas Llosa al exculpar a Cervantes de "genocidio tan numeroso", la responsabilidad debería buscarse más bien en el "miedo del mundo oficial a la imaginación, que es el enemigo natural del dogma y el origen de toda rebelión".
Según Azaña, "el Quijote engendra su propia posteridad y nos convierte en lectores a los que crea y recrea de continuo"
Los románticos tampoco leyeron el Quijote con provecho y, si bien su influjo en algunos personajes de Galdós es claro -sobre ello existe una abundante bibliografía-, tal influjo no se extendió, como en Europa, a una nueva concepción de la novela como terreno de juego libérrimo y ámbito aguijador de la duda. El universo galdosiano entronca a todas luces con el de Stendhal y Balzac.
La peculiar interpretación patriótica y castiza del 98, que rebajó a Cervantes al papel secundario de quien sonó la flauta por casualidad para mejor enhestar a su criatura y convertir la novela en una "Biblia Nacional Española", no arregló las cosas y contribuyó así a una lectura sesgada y reductiva del libro. Hubo que esperar a Manuel Azaña, en su conferencia de 1930 titulada Cervantes y la invención del Quijote; Américo Castro, especialmente en su ensayo de 1947, La palabra escrita y el Quijote y Borges, al hilo de diferentes textos y relatos que engarzan sutilmente las perspectivas abiertas por la creación cervantina con las de Las mil y una noches, para rescatar la obra de tanta hojarasca y engrudo doctrinal y permitir que nos adentráramos en ella y en sus infinitas posibilidades virtuales, como en un fascinador y circular laberinto. Desde entonces, muchos, a sabiendas o sin saberlo, hacemos nuestra la frase de Walter Benjamin, "el laberinto es la patria de los que dudan".
Las observaciones de Azaña sobre el Quijote, percibido por él como "una sonda arteriana que perfora la corteza terrestre y hace surgir un caudal increíble, de tan profundo como era" y, en virtud de ello, "engendra su propia posteridad y nos convierte en un linaje de lectores a los que crea y recrea de continuo"; las de Américo Castro, al describirlo como "un libro forjado y deducido de la activa materia de otros libros", ya que la primera parte emana de las obras leídas por don Quijote, y la segunda de la primera, en cuanto incorpora en la vida del personaje su conciencia de ser el héroe ya escrito en otros libros; el ensayo Magias parciales del Quijote, en el que Borges, tras evocar las acronías y autorías difusas del relato de Sahrazad, se pregunta: "¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet?", para responder a continuación, porque "tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios". La mejor narrativa de Borges, no sólo el genial Pierre Menard, proviene de ahí. Esta percepción del papel fundacional del Quijote en cuanto libro de los libros se abrió lentamente camino en el ámbito creativo a lo largo del siglo XX. Hasta entonces, sólo el talento excepcional del brasileño Machado de Asís había dado con la fuente de inspiración cervantina, a través de Sterne, en su insólita e hilarante novela Bras Cubas. El nuevo enfoque de los autores citados, sobre todo el de Borges, abrió las compuertas cerradas por nuestros retrocasticistas.
En los años setenta, a partir de
notas tomadas para mis cursos de la New York University, redacté unos ensayos destinados a mostrar la polinización cervantina en dos obras maestras de la novela iberoamericana del siglo XX; Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y Terra nostra, de Carlos Fuentes. La primera se nos presenta, en efecto, como un texto polifónico, elaborado y complejo que se define y cobra sentido por su vasto abanico de relaciones con los distintos modelos literarios cubanos de su tiempo. "Como Cervantes", escribí, "Cabrera Infante introduce la discusión literaria y crea una obra que, a medida que avanza, se va comentando a sí misma, parodia y destruye los modelos rivales y alza sobre sus ruinas la prodigiosa armazón de su fábrica TTT está lleno de citas literarias, alusiones a escritores y obras, discusiones sobre el arte de traducir, etcétera -exactamente como el Quijote-". Que el novelista cubano fuese o no consciente de ello es irrelevante. Puesto que Cervantes ocupó la totalidad del campo de maniobras del género, muchos discípulos inconscientes de serlo, cervanteamos -como me ocurrió a mí en Don Julián- sin saberlo.
En la novela de Carlos Fuentes, la influencia cervantina es deliberada y patente. Como en el Quijote, el novelista entra a saco en todos los géneros literarios del pasado y presente, juega con ellos, los pone patas arriba. Su visión de la historia española, acrónica, libre e irreverente, nos retrotrae al mundo del Quijote, pero también al de Velázquez. Leemos el libro y el libro nos lee. Participamos en su construcción y para ello debemos destruir nuestros propios esquemas. Imposible calar en la obra sin convertirse en arqueólogo, después en alarife y, por fin, en urbanista. Terra nostra activa las potencialidades de la invención cervantina y nos otorga una flamante entidad de lectores: nos sume en una orgía vertiginosa de sensaciones y nos deja no obstante hambrientos. Para colmar este apetito debemos releerla -volver atrás, brincar adelante- conforme hacemos con el libro de Cervantes.
Sería temerario e inevitablemente parcial establecer una lista de autores jóvenes y menos jóvenes "contaminados" por el Quijote. A sabiendas de ello, señalaré con todo a Julián Ríos -menos a través de Sterne que de Joyce-, autor de unos Quijotextos aguijadores y llenos de humor, y al gran novelista mexicano Fernando del Paso, reivindicador audaz del vilipendiado Avellaneda: el dinamismo creado por su impostura, nos recuerda, permitió acceder a Cervantes a la plenitud de su genio.
La crítica cervantina de los últimos años se aparta a menudo de los caminos trillados y muestra una creciente variedad de enfoques y perspectivas. Ante la imposibilidad de abarcarla, espigaré unos pocos muestrarios de ella en mi cajón de sastre, no metafórico sino real, que se hallan al alcance de mi mano: La interacción Alemán-Cervantes y La picaresca, Cervantes y Moll Flanders, de Francisco Márquez Villanueva; La segunda muerte de don Quijote como respuesta de Cervantes a Avellaneda, de Albert A. Sicroff; Notas para un Cervantes fin de siglo, de Enrique Rodríguez Cepeda; Autoridad y autoría en el Quijote, de José Manuel Martín... Mi cajoncillo no da para más.
Cervantes sigue pues vivo y coleando, pese al aluvión de homenajes, actos oficiales, concursos y premios bajo el que se le sepulta de nuevo.
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