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Tribuna
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Ni oasis, ni desierto, ni selva

La tragedia del Carmel y sus derivadas políticas y mediáticas nos llevan ya a una primera conclusión: Cataluña no es un oasis. En realidad no lo ha sido nunca. Tampoco lo es ahora. No obstante, la inexistencia del supuesto oasis catalán -en realidad era un simple espejismo- no debe llevarnos a la conclusión de que vivimos en un desierto o en un erial, porque no es cierto ahora ni lo ha sido nunca. Tampoco es cierto que vivamos en una selva salvaje, aunque durante algunos días pudo parecérselo a algunos, mientras otros deseaban que fuese así. En Cataluña vivimos en un país absolutamente normal, con todas sus inevitables contradicciones internas, con todos sus lógicos problemas y con todos sus conflictos naturales, como sucede en cualquier otro país.

La inexistencia del supuesto oasis catalán no debe llevarnos a la conclusión de que vivimos en un desierto o en un erial

Cataluña es un país que poco o nada tiene que ver con el recurrente discurso autista y solipsista de quienes se empeñan en defender una concepción de país basada en una supuesta "unidad de destino en lo universal" -¿a qué nos sonará esta frase?-, como si la nuestra no fuese una sociedad como todas las demás, y por tanto sujeta siempre a sus propias contradicciones y luchas internas. Un país que es mucho más contradictorio, complejo, diverso y poliédrico que ese país meramente virtual que se nos quiere presentar desde algunas de nuestras tribunas políticas y mediáticas, pero al mismo tiempo un país que en nada se parece al que se empeñan en denostar desde las altisonantes tribunas del más rancio y obsoleto españolismo. La Cataluña real es muy distinta de la Cataluña virtual. No se parece en nada a la Cataluña publicada, aquí o allá.

Después de tantos años viviendo permanentemente encerrados con el mismo juguete y jugando siempre sólo con él, lo que ha ocurrido en el Carmel nos ha puesto ante los ojos la cruda realidad de un país que arrastra importantes déficit urbanísticos, sociales y de infraestructura, un país que en nada se parece al de la tan traída y llevada feina ben feta ni tampoco al país privilegiado que se retrata a menudo desde el exterior. No somos ni mejores ni peores que los demás, ni en comparación con el resto de los pueblos de España ni con el resto del mundo. Somos diferentes -¿y quién no lo es?-, pero esto no nos hace mejores ni peores, sólo diferentes. Y nuestra diferencia, nuestra propia identidad como pueblo, no puede ocultar que también en el seno de la sociedad catalana subsisten las lógicas e inevitables diferencias internas, como ocurre en cualquier país. Esto entra en contradicción con las concepciones de algunos nacionalistas catalanes, para quienes Cataluña constituye un país sin mácula ni culpa alguna, víctima siempre de enemigos exteriores. Pero también contradice las concepciones de aquellos que, desde el nacionalismo españolista, se empeñan en negar la realidad de la diferencia, de nuestra propia identidad nacional, o nos presentan como unos privilegiados insolidarios.

Más allá de la imprescindible y urgente resolución de los muchos y muy graves problemas causados en el Carmel -sobre todo con la plena reparación de los importantes quebrantos sufridos por tantos ve

odas las responsabilidades directas e indirectas

del derrumbe del túnel del metro-, se nos presenta ahora un reto que va mucho más allá de lo estrictamente político y entra de lleno en el terreno de lo social y lo cultural. Se trata de la completa asunción de nuestra compleja y conflictiva realidad nacional. Se trata de asumir plenamente que Cataluña somos lo que somos todos, no lo que algunos se empeñan que seamos ni lo que otros dicen que somos. Se trata de saber reconocernos en nuestro propio espejo colectivo, con todos nuestros defectos y todas nuestras virtudes. Se trata, en definitiva, de hacer realidad aquellas sabias palabras de Cesare Pavese: "Libre es sólo quien se inserta en la realidad y la transforma, no quien se mueve tras las nubes".

Ni nubes, ni oasis, ni desiertos, ni selvas. Se impone ahora la asunción plena de la realidad compleja y diversa de la Cataluña actual, con todos sus muchos problemas de verdad, que sin duda van mucho más lejos que nuestros sempiternos problemas identitarios y que, guste o no, ponen en cuestión todos los discursos monolíticos y cerrados, tanto los propios como los ajenos. Esto debe llevarnos a poner en cuestión todos estos discursos, tanto en la concepción de nuestro pasado como muy especialmente en el planteamiento de nuestro futuro. Un futuro que pasa, en primer lugar, por reconocer que la responsabilidad principal de buena parte de nuestros problemas reales es únicamente nuestra. La tragedia del Carmel así lo ha puesto en evidencia. Pero el Carmel sólo es la punta de un iceberg que nos ha de recordar tantos y tantos otros casos que demuestran que la Cataluña real hereda lo que hereda, con todas sus bondades y también con todas sus maldades. Conocer los porcentajes de unas y otras será sólo un primer paso para conocernos a nosotros mismos.

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