50 años sin Bird (y algunos menos sin Cortázar)
Este tipo que está aquí, a nuestro lado, tocando Lover man con su saxo, emocionándonos hasta las lágrimas, tendría ahora 85 años si hubiera sobrevivido a una existencia muy dura, plagada de intentos de suicidio, alcohol, heroína y todo lo que gustaba y podía meterse en el cuerpo. ¿Se parecería quizá a ese otro colega negro, mucho más alegre, como Compay Segundo cuando hace poco nos abandonó, tan longevo y tan en forma, después de fumarse un puro habano hasta la vitola?
No hagamos ucronías inútiles, que sólo sirvan para regodearse en la nostalgia. No es así, y basta. Ese tipo, autodidacta, murió hace medio siglo, cuando sólo tenía 35 años, de un ataque de risa ante la televisión. Después de todo, muerte natural, aunque el forense que informa del deceso explica que su cadáver aparentaba ser el de un hombre de entre 55 y 60 años, tal es el destrozo causado a su cuerpo por una combinación de agonía mental, neumonía, úlcera de estómago, cirrosis e infarto posterior. Charlie Parker no pudo superar la insufrible depresión tras la inesperada muerte de su hijita, de tres años, apenas unos meses antes, cuando el músico estaba de gira. El hombre está preparado para todo excepto para la muerte de un hijo.
Charlie Parker, ahora lo sabemos con la seguridad que da la experiencia probada, revolucionó las formas del jazz, algunas dulcificadas antes de que él y otros como él -la mayoría de raza negra- irrumpieran en el panorama estereotipado de este tipo de música al final de la Segunda Guerra Mundial. Una nueva generación de jazzmen se rebela contra la extrema comercialización del swing que estaban produciendo las grandes bandas. Así nace lo que hemos conocido como bebop: elevar al jazz de su condición de música de baile utilitaria y transformarlo en una especie de forma artística de cámara, como lo define Frank Tirro en su completa Historia del jazz. Parker y sus compañeros de tiempo y de aventura insistían en que el músico de jazz dejara de ser un mero aportador de entretenimiento y fuera considerado artista con todas las de la ley. Charlie Parker (apodado Bird por la libre creatividad de sus interpretaciones), Dizzy Gillespie, Thelonius Monk, Bud Powell... rompen con el jazz comercial de las big bands, se liberan de los corsés, improvisan ad infinítum, llenan sus temas de disonancias y de saltos bruscos y encuentran otra melodía, transforman los sonidos bailables y digeribles en otra música más fracturada e introvertida; el swing había devenido en un gigantesco negocio comercial y lo elevan de categoría mediante una continua improvisación. Bird diría después que se les había ocurrido lo de bebop como onomatopeya: esa palabra sonaba igual que la porra de un policía en el cráneo de un negro.
El bebop llegó a la calle 52 de Nueva York de la mano de dos genios como Parker y Gillespie a mediados del año 1944. Ambos compusieron una pareja insuperable. Años más tarde, Parker incluiría en su grupo a un joven prodigio de la trompeta, que usaba la sordina como método, llamado Miles Davis. Joachim E. Berenndt, en su enciclopedia El jazz. De Nueva Orleans a los años ochenta, define a Parker y Gillespie como "los Dioscuros del bebop". Los Dioscuros eran una pareja de mediadores, gemelos cuya dualidad desempeña un papel muy importante; viven y mueren en días alternos, o bien los dos hermanos comparten juntos un día y al día siguiente comparten la tumba, o bien de forma alterna uno de ellos conoce la muerte y el otro la inmortalidad. (Diccionario de las mitologías, de Ives Bonnefoy).
Es difícil encontrar en la historia del jazz un mito tan elaborado como el de Charlie Parker. Quizá sólo su contemporánea Billie Holiday, Lady Day, otro personaje castigado por la vida, que falleció en la más absoluta soledad, a los 44 años, en el Metropolitan Hospital de Nueva York, en la misma cama en la que, ya mortalmente enferma, había permanecido detenida por posesión ilegal de drogas. Billie comparte con Bird no sólo una de las carreras más contradictorias de la historia del jazz, sino su miserable forma de vida con trabajos como criada, intentos de violación a los 10 años, prostitución, discriminación racial, drogadicción, múltiples pleitos y estancias en la cárcel, el engaño por parte de casi todos los hombres que la trataron, etcétera. Billie y Bird, cada uno por su lado, en sus estilos tan diferentes, conocieron la más esplendorosa época del jazz en los clubes de Harlem, la radio, los estudios de grabación, las giras maratonianas y las jam sessions. En su autobiografía (Lady. Sing the blues), Billie teoriza la necesidad de la improvisación como fuente de energía del jazz: "Nunca olvidaré a ese español maravilloso, Pau Casals, que una vez tocó el violonchelo por la tele. Cuando terminó de interpretar a Bach, lo entrevistó una pollita norteamericana. 'Cada vez que lo toca lo hace de manera distinta', dijo efusivamente la presentadora. 'Tiene que ser distinta', dijo Casals. 'No podía ser de otra manera. Así es la naturaleza, y nosotros somos naturaleza'. Ya ves. Ni tú mismo puedes ser como fuiste, para no hablar de ser como otro. Yo no soporto cantar la misma canción de la misma manera dos noches seguidas, así que no digamos lo que sería hacerlo dos o tres años. Si eres capaz de lograrlo, no será música, sino práctica cerrada, ejercicio o cualquier otra cosa menos música".
En la historia del jazz es imposible encontrar otra figura más rememorada por el cine y la literatura que la de Charlie Parker. No se trata sólo de la estupenda película Bird, dirigida por Clint Eastwood a finales de los años ochenta, en la que se refleja, en tonalidades muy oscuras, la soledad del saxofonista: Parker como artista solitario, como falso héroe, como el perdedor sin estrella que busca incesantemente la belleza. Toda la literatura beatnik, en la que el jazz es un motivo recurrente, está salpicada de referencias al músico. En Los vagabundos del Dharma, escribe Kerouac: "Cerca de Camarillo, donde Charlie Parker había estado loco y sido devuelto a la normalidad...". O Corso, que en Réquiem por Bird Parker elabora un poema: "En una habitación / en la cual un viejo saxo / descansa en un rincón / como un puñado de arroz / pensando en Bird". Pero es Julio Cortázar, sobre todo, quien le retrata en un cuento memorable, El perseguidor, de1959, cuando Bird ya había muerto. In memóriam Ch. P., el escritor argentino describe a un saxofonista, Johnny Carter, que, habiendo impuesto con su música un nuevo estilo, se destroza en París bebiendo, fumando y drogándose, y que se sumerge en el delírium tremens cuando conoce la muerte de su hijita. Bruno, el otro protagonista, es un crítico de jazz que ha escrito un libro sobre Carter y que éste, en una noche de descenso a los infiernos, le critica amargamente por su superficialidad. Carter es un trasunto de Parker, como El perseguidor es una analogía de la vida de Bird: París es Nueva York, la sesión de grabación de una canción titulada Amorous semeja el colapso nervioso que sufrió interpretando Lover man, la muerte de la hija y el incendio en la habitación del hotel son reales, la marihuana del cuento es la heroína de la vida, la marquesa Tica es la baronesa de Kolningswarter en cuya casa murió de risa ante el televisor, la pérdida del instrumento en el metro le sucedió a Bird en más de una ocasión, etcétera. Cortázar intelectualizó a Charlie Parker y lo ascendió al olimpo de los mitos, al que debía haber pertenecido antes ya que sólo un dios puede tocar el saxo alto como él. El saxofonista Benny Green ha opinado que la aparición de Parker provocó mayores convulsiones, mayor controversia y mayor discusión, 'rayana en la apoplejía', que la de cualquier otro músico de jazz hasta la fecha. Hasta entonces no existía una verdadera división en las filas de los aficionados al jazz. Después de su llegada, ya no bastaba con confesarse aficionado al mismo; a partir de ese momento uno tiene que matizar dicho aserto, explicar qué clase de aficionado se es, definirse como incondicional de la música anterior a Bird o de la música que éste ha tocado. Parker se alegraba de que se llamase 'simplemente música' a aquello que él hacía, y recordaba que la vida siempre había sido cruel con la música. 'He oído decir', declaró una vez, 'que en el lecho de su muerte, Beethoven cerró el puño contra el mundo porque no lo entendía. Nadie comprendió verdaderamente en los tiempos de Beethoven lo que éste escribía. Pero eso es música'. Han pasado 50 años. Charlie Parker es la cima. Mirémoslo ahí, tocando para que se le escuche y no para que se le baile. En el Minton's Playhouse de Harlem con Monk y Gillespie. O en el teatro Rockland Palace, participando en el único acto político al que fue, organizado por un comité llamado 'Proamnistía de Harlem' detrás del cual estaba el Partido Comunista de EE UU. O en el que se conoce como el mejor concierto de jazz de todos los tiempos, en el Massey Hall de Toronto, en 1952, con cinco músicos que son la leyenda misma y a los que presenta el locutor: al piano, Bud Powell; al bajo, Charlie Mingus; a la batería, Max Roach; a la trompeta, Dizzy Gillespie; y al saxo alto, Bird. Extático y estático, moviendo sólo los dedos imprescindibles, la boca y los pulmones. Y buscamos lo que dice Johnny Carter en el cuento de Cortázar: 'La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Esto lo estoy tocando mañana'. Mañana es ahora.
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