El hundimiento de El Almirante
De la Rosa pasó de una fulgurante carrera basada en el dinero fácil a una caída vertiginosa que le ha llevado a prisión
Eran los primeros años ochenta. Un joven abogado barcelonés, master del IESE, llamado Javier de la Rosa, irrumpía con fuerza en el mundo de las finanzas catalanas. Tras un corto periodo en el consejo del Banco Pastor y en el Urquijo, había logrado entrar en la órbita de Banesto, entonces el principal banco español.
Aquel abogado que quería ser banquero no era un desconocido. Su padre, Antonio de la Rosa, había protagonizado un escándalo financiero, nunca bien aclarado, en la Zona Franca de Barcelona, que le obligó a huir a Brasil en 1979. Pero sus relaciones facilitaron mucho las cosas a su hijo. Eso y la capacidad de éste para seducir a los poderosos. A través del veterano falangista Mariano Calviño accedió a José María Sainz de Vicuña (compañero, además, de su padre) y Pablo Garnica, presidente de Banesto, que le apadrinaron y le colocaron al frente de la Banca Garriga Nogués. Su gestión fue nefasta. Metió al banco en negocios ruinosos (Tierras de Almería, principalmente) que supusieron un agujero de casi 100.000 millones de pesetas de entonces.
El abogado catalán metido a banquero se hizo adicto al lujo y a la ostentación
De la Rosa no sólo salió indemne de esa crisis, sino que la Garriga le sirvió de trampolín para una impetuosa carrera. Durante esos años había realizado, con el amparo del banco, varias operaciones para el grupo Kuwait Investment Office (KIO), que de su mano alcanzaría una fama impredecible llegando a dar nombre, incluso, a uno de los edificios más emblemáticos de Madrid. De la Rosa explotó ante los kuwaitíes una enorme habilidad para generar plusvalías. Primero con la papelera Inpacsa y luego con la otra papelera Torras Hostench. Los kuwaitíes estaban cautivados y tardarían muchos años en percatarse de que todo estaba montado en una burbuja que ellos mismos habían financiado.
Entonces le apoyaban a tumba abierta y De la Rosa hacía y deshacía con su respaldo y, mayormente, con el de su hombre en Londres (Fouad al Jaffar). Alimentado su ego por los éxitos bursátiles y por las alfombras rojas que comenzaba a pisar en los hoteles más lujosos de la capital, inició desde Torras el gran asalto a otros sectores logrando el apoyo del Santander. En el verano de 1987 estallaron las noticias: KIO tenía importantes paquetes accionariales de ERT, Cros y de los bancos Vizcaya y Central.
La maniobra fue tan inesperada como monumental. Los responsables de las sociedades citadas se parapetaron. José María Escondrillas, encargado por el Gobierno de salvar la vieja Explosivos, resistió hasta que pudo. Menos lo hizo Francisco Godia en Cros (después KIO las fusionaría en Ercros). Pedro Toledo, previo pago de 5.000 millones, pudo echarle del Vizcaya. A Alfonso Escámez le supuso grandes quebraderos en el Central, que se acrecentaron con la entrada de los Albertos (los primos Alberto Cortina y Alberto Alcocer aparecían así en el hervidero financiero de aquellos años) en el capital y le llevaron finalmente a buscar una alianza -luego frustrada- con el Banesto de otro recién llegado, Mario Conde.
Precisamente, Conde quiso al aterrizar en Banesto que De la Rosa rindiera cuentas por la Banca Garriga, pero zanjaron el asunto tras una reunión. ¿Qué sucedió? ¿Cómo convenció JR a MC? Simplemente le enseñó un dossier en el que éste no salía precisamente bien parado. ¿El contenido?, nunca se supo.
Desde aquel encontronazo inicial, ambos tuvieron vidas paralelas en las que se guardaron respeto procurando no cruzarse en el camino. Ninguno de los dos eran expertos financieros, pero se convirtieron en las estrellas de aquella etapa tan caracterizada por el dinero fácil, la especulación, el pelotazo, la facilidad para conseguir plusvalías, y también por los informes secretos, los pinchazos telefónicos, la seguridad y el oropel de los que tanto Conde como De la Rosa eran verdaderos obsesos. No reparaban en gastos, que normalmente cargaban sobre sus empresas.
El abogado catalán metido a banquero se hizo adicto al lujo y a la ostentación. No sólo había que tener dinero, sino aparentarlo. Así, alardeaba de un jet, que no dudaba en prestar si le iba bien a sus intereses, y del superyate Blue Legend, un prodigio que surcaba el Mediterráneo entre Cadaqués y Palma de Mallorca con habitual frecuencia, sobre todo cuando el rey Juan Carlos recalaba en el Palacio de Marivent y al que Manuel Prado y Colón de Carvajal (también condenado ahora) le hacía de puente de acercamiento.
De la Rosa, al que le apelaban El Almirante por tripular aquel bajel, parecía sentirse intocable. Había logrado llegar a lo más alto y fraguar una red de seguridad difícil de resquebrajar. Tuvo durante un tiempo el aval político de Jordi Pujol (financió varias operaciones de la Generalitat, como el parque Grand Tibidabo) y en Madrid le dejaron hacer. Incluso la Administración socialista le recomendó a Javier Vega de Seoane para dirigir Ercros, donde posteriormente recalaría el dirigente del PP catalán Josep Piqué. Hasta que los escándalos se sucedieron y el Ejecutivo de Felipe González tuvo que tomar cartas en el asunto. Después la fiscalía y el juez pusieron freno a sus veleidades y, en octubre de 1994, le condujeron al camarote de la cárcel de Can Brians. En poco menos de 10 años, este hombre, que ahora acumula cuatro condenas, pasó del éxito fulgurante a una galopante decrepitud.
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