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Vejez arrumbada

Simone de Beauvoir escribía en 1969, refiriéndose a Francia y a los países occidentales, que "la sociedad impone a la inmensa mayoría de los ancianos un nivel de vida tan miserable que la expresión viejo y pobre constituye casi un pleonasmo". Lo afirmaba en la introducción de su ensayo La vejez, obra antológica, fruto de su tiempo -los datos sociales manejados corresponden a la década- y marcada por la influencia de Jean-Paul Sastre, y no obstante insuperada en muchos aspectos. ¿Qué ha cambiado desde entonces en la condición de los mayores, particularmente en España?

En el plano demográfico, el aumento de la población provecta. Más de 7,3 millones de españoles son mayores de 65 años, lo que representa el 17,5% de la población total, aunque en diversas áreas rurales y urbanas el porcentaje es superior. En la ciudad de Barcelona llega al 21%. Y la tendencia apunta a un inexorable crecimiento del número de ancianos, hecho en sí -el de ganar vida a la muerte- que debe ser apreciado como un éxito de civilización.

Los cambios económicos y culturales para dignificar la vida de los mayores no tienen espera

En el plano económico, la implantación por los gobiernos de Felipe González de la pensión pública universal, prestación configurada como un derecho social exigible al Estado. Pero la universalización no resolvió la pobreza de la mayoría de los beneficiarios de las pensiones; la alivió, ciertamente, en muchos casos. El conjunto del sistema público español de pensiones, basado en el reparto, no ofrece grandes alegrías. En el año en curso la cuantía de la pensión media, calculada en euros al mes, es de 651,87, la de jubilación queda en 734,23 y la pensión máxima asciende a 2.305,96. Las mejoras anuales por encima de ese dato de fantasía que es el IPC -a las que se ha comprometido el Gobierno socialista- son rápidamente anuladas por la inflación real. La situación precaria de los pensionistas es frecuentemente aireada en reportajes e informes, sin que, al parecer, conmueva a una sociedad que, al vivir endeudada hasta las cejas, se siente toda ella en precaria situación. Según UGT, el 53,6% de los pensionistas catalanes -unas 765.000 personas, alrededor del 10% de la población- malviven por debajo del umbral de la pobreza, y según fuentes municipales barcelonesas, más de un tercio de los mayores de 65 años residentes en la ciudad disponen de ingresos inferiores al salario mínimo interprofesional. ¿Cómo se puede vivir con rentas de entre 300 y 500 euros al mes en Barcelona, que en 2005 ocupaba el puesto 43 en la clasificación mundial de las ciudades más caras y este año empeorará su posición?

Pero hay más sufrimiento en los ancianos que el de la penuria económica, empezando por el progresivo deterioro de la salud y la aplastante soledad, aunque todos los males serían más llevaderos si la penuria fuera menos agobiante. El cambio social, con la ruptura de la célula familiar, y el cambio cultural, con el excluyente culto al valor de lo joven, han guetizado física y moralmente a los mayores; puede incluso hablarse de una gerontofobia difusa, cada vez más explícita. Está en el aire que los viejos estorban, que constituyen una carga estatal y familiar que quita libertad, espacio y recursos al mundo joven y al adulto. El viejo no produce, luego es un inútil y lo inútil se arrumba. El cinismo del sistema podía haberle reciclado como consumidor, pero ni como eso interesa, porque ¿a qué consumo, si no es al de la mera subsistencia, pueden aspirar la mayoría de los pensionistas con el monto de su pensión?

En un interesante ensayo a caballo de la sociología de lo real y de la escapada a la ficción (El poder gris), Enrique Gil Calvo lanza dos pronósticos que -escribe- podrían cumplirse en España, en razón de los cambios generacionales en las cohortes de ancianos. Primero, la generación del baby boom -los nacidos entre 1957 y 1978- se verá obligada a retrasar la jubilación. Pero de momento España sigue a contracorriente de lo que ya apunta en otros países europeos. Aquí domina en el trabajador la tendencia a la jubilación anticipada, aun a costa de perder pensión, y en la empresa la práctica de las prejubilaciones a partir de los 50 años para deshacerse de un personal fijo con la excusa de la supuesta merma de productividad del trabajador mayor, las nuevas tecnologías, las fusiones y las deslocalizaciones. Más de la mitad de los españoles se están jubilando antes de los 65 años. El acuerdo de reforma de las pensiones, que acaba de ser suscrito entre Gobierno, patronal y sindicatos, sólo introduce limitadas modificaciones, pero tiene la virtud de romper con la inercia existente. Y, segundo pronóstico, los babyboomers allá por 2020-2030 harán la revolución cultural de la vejez, entendida como arte de envejecer con éxito. Es lo que Gil Calvo llama metafóricamente "poder gris", y lo define como la voluntad de progreso que busca apoderarse del propio destino final. Esa capacidad hará de la vejez una etapa activa en la que aquélla continuará en condiciones de fijar un precio a los valiosos servicios que presta.

Puede que sea así y sin duda convendría que fuera así. Ahora bien, el único cambio que vale es el que se expresa como poder social, y éste no es una concesión, o se conquista o no se tiene. ¿Quiénes serán los agentes de tal conquista? Hoy por hoy en España sólo el 3,6% de los representantes políticos tienen más de 64 años. Pero, además, hay una objeción mayúscula a esos pronósticos. Esperar a que los babyboomers hagan su revolución silenciosa e impongan el "poder gris" equivale a condenar al arrumbamiento inmisericorde a los millones de mayores actuales y a las cohortes que se incorporarán a la vejez en la próxima década. Los cambios económicos y culturales para dignificar la vida de los mayores, hoy arrumbados, no tienen espera. Exigir que los hombres sigan siendo hombres durante su edad postrera implicaría, según Simone de Beauvoir, una conmoción radical. ¿Quién la teme?

Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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