Somos nosotros
Alberto García-Alix tuvo, desde sus primeras fotografías, una certeza sentimental sobre las cosas observadas, también sobre aquellos que retrataba. El tiempo ha mantenido intacta esa capacidad para adentrarse de frente, pero de manera no intrusiva, en los misterios ajenos. La precisión de sus intuiciones, y su elegante forma de acorralarlas, sólo han ido creciendo con los años. Mi padre, José Antonio Loriga, un magnífico dibujante, solía decir que le interesaba un paisaje, siempre que lo cruzase un puente. En ese sentido, todas las fotografías de García-Alix son retratos, a todas sus imágenes, pobladas o vacías, las cruza siempre un puente. Ésa es la certeza sentimental a la que me refiero, no un juicio, no un posicionamiento, jamás una intención que se imponga a las intenciones de los demás y sus cosas, y sin embargo, y he ahí la valentía de Alix, una certeza en toda regla, que no pretende escamotear la presencia de quien observa y, por supuesto, retrata.
Una certeza sentimental de naturaleza imprecisa y precisamente por ello, exacta. Porque no se atrapan las cosas, ni los rostros, no se juzgan las conductas, ni las razones que llevan hasta aquí a los que han llegado hasta aquí, al momento exacto de la fotografía, ni se concluye al mirar, la vida de los otros. Al contrario, se propaga y se prolonga. Todos los grandes fotógrafos que le han precedido, y Alberto está ya a todas luces entre ellos, dan un paso, en sus imágenes, que propone los pasos por venir, y que también imagina los pasos que ya han sido dados. Toda buena poesía, y no hay más poesía que la buena poesía, es, al mismo tiempo, una parada y una indicación para continuar, una señal y un camino.
Entre la confusión que rodea a un artista sonreído por el éxito, Alberto García-Alix carga, como otros antes, con el estigma o la bendición de los malditos. Su trabajo, en cambio, es considerablemente más específico y riguroso y no admite con agrado la facilidad de ciertas consideraciones reduccionistas. No hay maldición alguna en querer ver las cosas, no exactamente como son, no hay nadie medianamente razonable que se abrace a una verdad absoluta, sino como uno las ve. Entramos aquí, de lleno, en el territorio de los sujetos, de aquellos que protagonizan sus retratos, y que no son sino las personas que Alberto se ha cruzado, a lo largo de una vida.
A algunos, a muchos de ellos en realidad, también me los he cruzado yo, al resto los he conocido al caminar al otro lado de ese puente que Alberto ha tendido sobre sus paisajes. Habría que decir, para empezar y tal vez para acabar, que no son seres marginales, ni malditos, ni enfermos, ni raros, que son la gente que habita en nuestra casa y que, en última instancia, somos nosotros. Tal vez tenga uno la ventaja de saber el nombre de esos rostros y a veces mucho más, de haber compartido también, una vida, con muchos de sus modelos, pero estoy convencido de que, aun sin ese conocimiento, los retratos no cambian en lo esencial, y lo esencial es la perfecta alquimia entre elementos aparentemente enfrentados; cercanía y distancia, compasión y orgullo, la violencia de la mirada extraña (y todos somos extraños al mirar), y la amabilidad de las buenas formas, que Alix maneja detrás de la cámara y sin la cámara. Algo que en otros tiempos se conocía como la buena educación, y que supone impregnar nuestra conducta hacia el exterior, con la esencia de la buena fe interior. No exactamente un valor en alza en nuestros días.
Conocí a Alberto hace muchos, muchos, años, y me hace muy feliz decir que somos amigos, en la acepción más profunda de la palabra, para sus imágenes, en cambio, soy un espectador más, porque sus retratos nos dicen todo lo que necesitamos saber, que es seguramente todo lo que él sabe. A partir de ahí, sus dudas son también las nuestras, y si toda fotografía es en suma un espejo, quienes nos miran del otro lado de esos retratos no son nunca otros, somos, finalmente y desde el principio, nosotros.
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