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Retóricas de ayer, hoy

Las recientes palabras del cardenal de Madrid, Rouco Varela, alertando de que "el agnosticismo, el relativismo y el laicismo" colocan a España "en una situación muy parecida a la de los años 30" de forma que "amenazan la existencia de la democracia" son sólo una manifestación más, la última, de algo que ya se ha convertido en un lugar común entre nosotros: la insistencia en trazar paralelismos históricos entre la España republicana y la España actual. Paralelismos que no apuntan tanto a semejanzas entre ambos periodos -tan distintos y lejanos-, cuanto a una advertencia sobre el final trágico que tuvo aquel periodo -la Guerra Civil- y que hoy deberíamos saber evitar.

Más que encontrarnos ante una expresión de la clásica idea de la Historia como "maestra de la vida", se trata de una actualización del pasado que responde a intereses políticos de presente. Y que se realiza desde todas las partes, sin distinción ideológica. Lo hace la Iglesia católica, en ejemplos como el citado, denunciando un anticlericalismo que en el pasado habría llevado al país al desastre y que hoy estaría de nuevo rampante. Lo hace la derecha política y mediática, tanto en versión moderada -desaconsejando las políticas públicas de la memoria para "no reabrir viejas heridas"- como sobre todo en su versión ultramontana, intentando convertir el tiempo presente en un calco del pasado, casi día por día, dramatizando los hechos actuales para convertirlos en un continuo déjà-vu de aquellos años, recurriendo para tal evocación a renombrar hechos nuevos con palabras viejas pero efectistas.

Lo hace también la izquierda, en simetría al uso que desde la derecha se hace del pasado. Si ésta identifica al actual PSOE, a los comunistas o a los nacionalistas como meros epígonos de sus abuelos, también la izquierda recurre con frecuencia a la caracterización de la derecha actual como una simple versión modernizada de la misma derecha rancia, cavernícola, nacionalcatólica y filofascista de los años 30, que pide a gritos en las manifestaciones el fusilamiento del presidente del Gobierno.

Algunos emplean tales paralelismos con intención moderadora, abundando en la conciliadora visión -de origen franquista, por cierto- de aquellos años como un gran error colectivo que nunca más debemos repetir. Para otros, la vinculación del presente con el pasado y su cíclica repetición sirve para reforzar su petición de recuperación de la memoria histórica, a partir del viejo tópico de que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla.

Pero en otros casos, me temo, el anacrónico paralelismo es más una amenaza que una advertencia: en el verbo incendiado de algunos parece escucharse, de forma a veces muy transparente, una coacción: "Cuidadito con lo que hacéis, que ya sabéis cómo acabamos en el 36...".

Son los mismos que, cuando se les quedan cortos los paralelismos históricos, recurren a comparaciones más contemporáneas pero en este caso anatópicas, como la insistencia en la figurada "balcanización", equiparando la España actual con la Yugoslavia de los años 90.

La obstinación por estos paralelismos, vengan de donde vengan e independientemente de sus motivaciones originales, remite a un error de apreciación muy extendido: la idea, fuertemente arraigada en los ciudadanos pese a su descarte por los investigadores, de que la Guerra Civil acabó siendo inevitable y, como tal, se debió a unas causas fácilmente identificables, cuando no a las ancestrales "dos Españas". Pese a que los historiadores asumen que el carácter retrospectivo de su disciplina les obliga a evitar la tentación del determinismo, abundan los análisis que, a la hora de observar los años 30, inscriben con trazo firme una correspondencia indudable entre unas causas y un efecto -la guerra- derivado de aquellas, como si de tales hechos devenidos en causas no pudiese sucederse otro resultado más que el ya conocido.

Observado a posteriori, es muy cómodo marcar una cronología y unas responsabilidades que sólo pueden conducir a donde de hecho condujeron: la guerra. Es evidente que si no hubiese habido guerra -y podía no haberla habido, de ahí el rechazo a su inevitabilidad- esos mismos hechos y personajes ya no serían causas irresistibles de una guerra, sino de lo que viniera después, fuese lo que fuese. Con aquellos mimbres se pudo hacer un cesto sangriento como el que conocemos, pero también podían haberse producido otros escenarios sobre los que hoy sólo cabe la especulación ucrónica. Es una tentación contra la que alertan los historiadores, pero ante la que todos sucumbimos: identificar lo anterior a algo como causa de ese algo. O más bien al revés, identificar lo posterior como efecto inexorable de aquello que lo precedió. Es decir, tomar por causas los antecedentes.

Para resistir estas tentaciones simplificadoras, y evitar los anacrónicos paralelismos -sean inconscientes o malintencionados- resulta de gran utilidad un libro de reciente aparición que, hasta ahora, no ha provocado el debate que merece: La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros, de Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León. Tras un año en que han proliferado las publicaciones, congresos y conferencias, sería un buen ejercicio de higiene intelectual tomar el guante que arroja este libro, desde una audacia a ratos insolente, pero no por ello exenta de rigor.

La obra, que impugna buena parte de la historiografía sobre la Guerra Civil, cuestiona los métodos de trabajo de los investigadores y propone repensar los relatos elaborados hasta ahora, contiene muchos elementos para la reflexión, para el debate, pues no es un libro para asentir sino para dudar, sopesar y, seguramente, discrepar en algunos de sus planteamientos, en gran parte polémicos -empezando por el cuestionamiento del lenguaje utilizado para referirnos a aquel tiempo-.

Lo pongo ahora sobre la mesa por lo que tiene de antídoto contra esos paralelismos de que hablaba. En primer lugar, por su rechazo a esa idea de la Historia como "maestra de la vida", que el conocimiento del pasado nos proteja del futuro, cosa que los autores consideran un mito historiográfico propio de quienes creen que sin esa utilidad social el conocimiento del pasado carecería de sentido. En segundo lugar, por su insistencia en subrayar la enorme distancia que nos separa de aquel tiempo. Una distancia fruto de la incomprensión real hacia cómo eran aquellos hombres y mujeres, pero también debida a cómo los hemos reinterpretado, a partir de valores propios del presente, hasta llegar a falsearlos. A fuerza de subrayar esta distancia, los autores rozan un vacío en el que parecería imposible el conocimiento del pasado, sólo la conciencia de extrañamiento con aquel tiempo; pero de ahí no se deriva un lamento ni una renuncia, sino una exigencia de mayor rigor y cautela al interpretarlo.

Empezando, como decía, por el lenguaje. Aunque utilicemos hoy las mismas palabras, no estamos diciendo lo mismo. Ni siquiera, advierten, podemos estar seguros de saber qué querían decir nuestros abuelos cuando usaban ciertas palabras que hoy repiten los amigos del paralelismo anacrónico. Y debemos atender a esta cuestión, pues es en el terreno de las palabras donde a veces se opera la vistosa "prueba del algodón" que pretenden algunos. Así por ejemplo, la retórica guerracivilista de los meses previos al estallido de la guerra no puede ser vista como una causa obvia de ésta. Como nos recuerda este inteligente ensayo, cuando ciertos personajes hablaban de la inminencia de una Guerra Civil a principios de 1936 no estaban realmente haciendo un diagnóstico, ni calentando motores para un conflicto esperado e inevitable; se trataba, más bien, de una retórica -peligrosa, pero retórica al fin- destinada a la movilización de sus partidarios. También ahora, y permítaseme el pequeño paralelismo esta vez, las soflamas guerracivilistas que algunos hacen hoy son pura retórica que busca la movilización, la adhesión de los suyos. Lo que nos lleva a una reflexión última, preocupante: ¿cómo es posible que a estas alturas la referencia a la Guerra Civil siga teniendo ese efecto movilizador?

Isaac Rosa es escritor; su último libro es ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral).

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