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Feria de San Isidro
Columna
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Joaquín

Juan Cruz

Una vez volvió de los toros chorreando agua; el diluvio había sido tremendo en el San Isidro de Las Ventas, y él había aguantado bajo una gabardina que él mismo fabricó con trozos de plástico bajo el diluvio universal. Llegó al periódico, se sentó ante su máquina de escribir -entonces era aún una máquina de escribir- y empezó a tararear. Escribía tarareando; las crónicas, los sueltos, las entrevistas; luego sacaba los papeles del rollo de la máquina, y empezaba a corregir con una letra diminuta. Caminaba pausadamente hasta el tubo que nos servía para enviar los originales a talleres, y regresaba a su mesa, al fondo de la Redacción, o en el medio, porque la sección de Cultura y Espectáculos tuvo muchas ubicaciones en la segunda planta del edificio de Miguel Yuste.

Aquel día en que Joaquín Vidal volvió chorreando de Las Ventas hubo una foto que él miró, ese mismo día, como miraba las cosas de las que se iba a olvidar, hasta que se fijó en un detalle: "¡Carajo, si no había nadie!". No había nadie alrededor; la fiesta se había hecho para él solo, era el único que aguantó a pie firme en el tendido hasta que el soberano de la feria dijo que así no se podía continuar. Pero él no estaba allí ni de fiesta, sino que estaba como un profesional que sabe que hasta que no pasa el rabo todo es toro, y en cualquier momento puede saltar la liebre y él tenía que contarlo.

A la gente le sorprendía su adjetivación, y le sobrecogían sus metáforas. Le contaban siempre que leían de toros tan sólo porque él escribía las crónicas; pero no sólo por eso le leían, no sólo porque -como dejó escrito Julio Cortázar- fuera un escritor fuera de serie, sorprendente, nutrido con un poder narrativo infrecuente en los que escriben de una especialidad en un diario, sino porque atesoraba una independencia que, cuando él ingresó en la nómina de los escritores taurinos, estaba en entredicho.

Para dejar claro que una cosa era la crítica y otra el comercio en el que inevitablemente se convierte cualquier espectáculo, sólo excepcionalmente se mezcló con toreros o con apoderados. Supo de toda la información taurina, cómo no, la controlaba como nadie, pero dividió los campos con una nitidez que no admitía dudas.

Suya fue la iniciativa de que este periódico acogiera, en los años ochenta, sobre todo, la respiración literaria de la fiesta, que había vuelto a renacer. Muchas temporadas Ángel Sánchez Harguindey y otros que trabajamos en la sección de Cultura, fuimos la correa de transmisión de esos deseos suyos de devolverle el vigor literario a las coberturas taurinas de la feria presente.

Él nos pedía que llamáramos a los escritores de la época, algunos de los cuales siguen colaborando ahora con sus escritos específicamente taurinos, o filotaurinos. Por esta feria pasearon poetas como Ángel González, Caballero Bonald o Francisco Brines, hubo pintores -el primero, Onésimo Anciones, que era su ilustrador favorito, con Luis Fernando Aguirre-, arquitectos, cineastas... Las fotos -Antonio Gabriel, Raúl Cancio, Marisa Flórez, tantos otros- eran cómplices de su mirada, y un día Claudio Álvarez le retrató a él mismo, bajo el diluvio, en un instante que se convirtió en la Redacción en un símbolo del aguante y de la legendaria profesionalidad de Joaquín...

Todos querían conocer a Joaquín Vidal. Recibía más llamadas que cualquiera, y era un líder mediático secreto. Tímido hasta el enrojecimiento, su mundo era el cercano, la radio, el periódico, su casa, sus amigos; aquí, en EL PAÍS, tenía varias estaciones: la cafetería, para pedir un cortado bien cargado con el que subía a la Redacción, ahí le veías, con un bloc de notas bajo el brazo, y el cortado en equilibrio perfecto al extremo de su brazo; la mesa en la que escribía con la fruición de un poseso que tuviera en la cabeza todo lo que habría de decir; el lugar de los tubos, y finalmente la sección de Confección, que era donde libraba su última batalla estética.

La gente apreció mucho lo que escribió de los toros. Lo que no conoce la gente es lo que luchó para que los toros tuvieran en este periódico el espacio que él se ganó reivindicando una fiesta a la que él puso la más alta literatura. Nació en Santander, en 1935, y murió en abril, hace cinco años. Mayo y el aguacero le esperaron para siempre.

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