Los granjeros de videojuegos
Ma-Liang vive en un pequeño pueblo a 80 kilómetros de Pekín y, como sus padres y abuelos, es granjero. Su vida transcurre apacible entre rebaños de ovejas y montones de heno. Es verano y el calor es asfixiante. En el interior de la casa no hay aire acondicionado, ni siquiera agua corriente, pero sí un router conectado a una veintena de ordenadores.
Ma-Liang tiene 20 empleados a su cargo que pasan la mitad del día conectados a videojuegos de rol. Territorios fantásticos, a menudo de estética medieval, en los que cualquiera puede ser un elfo. Pero en estos mundos, como en todos, hace falta dinero, aunque sea virtual. Se consigue matando monstruos, cortando leña, comerciando. Tareas repetitivas que muchos jugadores desprecian. Ahí es donde entra la cuadrilla de Ma-Liang: acumulan montañas de oro ficticio para venderlo a los más perezosos a cambio de dólares contantes y sonantes.
Hay bandas de jugadores que persiguen a los personajes sospechosos de ser 'granjeros', como los personajes femeninos de los enanos
Se trata de sacrificar la diversión y hacer del juego un trabajo. Eso mismo hace Tony Gilmore, un cineasta estadounidense afincado en Japón que intenta sacar provecho a su afición al rol online. Comprador de oro ficticio cuando aún tenía tiempo para jugar, Gilmore viajó el verano pasado a China para hacer una película sobre el goldfarming (literalmente "granjear oro"). Así se conoce a la práctica -prohibida por las compañías de videojuegos- de canjear moneda fantástica por divisas reales. Este mercado negro mueve más de 800 millones anuales. Alrededor de 10 millones de usuarios (el 50% de los que frecuentan estos territorios imaginarios) recurren a él para potenciar sus avatares en juegos como World of Warcraft, líder del sector.
"En el fondo, Ma-Liang es un joven emprendedor", dice Gilmore, que pasó cinco semanas viviendo a las afueras de Pekín, junto al rebaño de ovejas y los 20 empleados de la cibergranja. Turnos de 12 horas, tres comidas al día, un catre y como mucho 150 euros al mes. "Puede parecer que viven en condiciones horribles, pero no es tan malo. Ninguno de ellos se queja. Trabajan felices y les gusta. Ganan lo mismo que en una fábrica de pantalones vaqueros, pero es más divertido y menos peligroso".
Playmoney (www.playmoneyfilm.com) es un documental inspirado en el libro homónimo de Julian Dibbell, escritor de Chicago que vivió un año (2003) como broker del goldfarming. Desencantado con su escaso éxito editorial, probó suerte como intermediario entre los granjeros de la lejana China y los jugadores occidentales, ávidos de oro virtual. Ganó 36.000 euros, una miseria en comparación con lo que se embolsan las grandes empresas de este opaco sector. Compañías como JPitems, cuyo portavoz, Eric Badana, se resiste a dar una cifra: "En todo caso, mucho más de 100.000 euros al año". Los peces gordos del negocio consiguen 40.000 al mes. Mención aparte merece IGE, el gran coloso: llegó a ingresar entre 8 y 15 millones de euros mensuales hasta 2004, año en el que estalló la burbuja del goldfarming.
"La economía de estos juegos ha seguido una evolución similar a la de la economía real", afirma Richard Heeks, director de desarrollo informático en la Universidad de Manchester. Es otro de los muchos que han hecho de su hobby una fuente de ingresos, aunque esta vez desde el mundo académico. En los ochenta, cuando los videojuegos vivían su prehistoria, apareció el trueque. En los noventa, se abrió paso la figura del vendedor: un jugador con mucho oro vendía lo que le sobraba a terceros.
En 1997, la crisis económica en Asia llevó a muchos Gobiernos a invertir en banda ancha para Internet. Los cibergranjeros, hasta entonces occidentales, vieron la oportunidad de llevar sus negocios a Oriente, tentados por la mano de obra barata. Los pequeños intermediarios, como Julian Dibbell, fueron perdiendo su poder a medida que crecían las grandes empresas. Proliferaron granjas como la de Ma-Liang y la moneda virtual se devaluó un 85%. Era el fin de la edad de oro. "Hace cinco años podías hacerte millonario con el goldfarming. Ahora sólo puedes aspirar a un salario tercermundista", asevera Heeks desde Manchester.
Si la cima de la pirámide la ocupan compañías como IGE (que tuvo su cuartel general en Marbella antes de ser desalojada por la Interpol en 2002), en su base están los cibergranjeros que consiguen el oro. Se exige experiencia, aunque no todos son jugadores de primer nivel.
En la parte intermedia del negocio se sitúan talleres como el de Ma-Liang. Acumulan mercancía para abastecer a las webs donde los jugadores compran el oro. El 75% de la operación queda en manos de las grandes compañías en la cima. El resto es para las cibergranjas.
Julian Dibbell, el escritor en quien se inspira el documental Playmoney, vivió un año como outsider. Contactaba directamente con proveedores de Hong Kong y hacía llegar el oro a jugadores de EE UU. Un autónomo que no rendía cuentas a ninguna empresa e incluso pagaba impuestos. "Era un negocio en plena ebullición. No había reglas. Era como estar en el Lejano Oeste". En lugar de perder el tiempo ideando un hipotético bestseller, Dibbell dedicaba 50 horas semanales a estar delante del ordenador respondiendo e-mails de posibles compradores. Viajó a China para visitar las cibergranjas y llegó a trabajar un turno. Superó su bloqueo creativo escribiendo un libro sobre su experiencia y publicó reportajes en The New York Times. Finalmente, lo dejó: "No soy un hombre de negocios. Era menos divertido que ser escritor".
El goldfarming está prohibido, aunque no es fácil tacharlo de ilegal. Compañías como Blizzard, dueña tanto de World of Warcraft como de otros títulos de éxito, lo combate cancelando las cuentas que dan acceso al juego y son sospechosas de traficar con "su" oro. Sólo en el último mes de abril vetó a más de 320.000 jugadores. El profesor Heeks duda de que todo lo relacionado con los juegos pertenezca a las empresas que los han creado. Argumenta que el usuario abona una cuota mensual (en torno a 12 euros), y ese pago le da derecho a disponer de su avatar como le plazca.
Tony Gilmore cree que Blizzard es la ley: "Son dueños de las reglas, y si dicen que no puedes hacer algo, no deberías hacerlo. La solución sería crear una versión del juego en la que se permitiese el goldfarming y otra en la que no". Richard Heeks cree que el goldfarming no sólo no es perjudicial, sino que podría ser beneficioso para las compañías de videojuegos: "Si fuesen inteligentes, contratarían a los granjeros como programadores".
Los jugadores de rol 'online' están habituados a cruzarse con cibergranjeros. Merodean alrededor de los recursos y, a menudo, su patrón les obliga a matar una y otra vez al mismo monstruo en busca de la recompensa. Hasta el trabajador más aplicado se distrae de vez en cuando y cae en la tentación de divertirse. Es entonces cuando el Ma-Liang de turno les recuerda cuál es su labor. La mayoría de las veces son pasivos, y sólo cuando alguien se interpone entre ellos y su objetivo se tornan violentos. También son repartidores: quedan con el interesado en un lugar del mundo virtual y le entregan el oro. Previamente, el jugador ha hecho una transferencia bancaria a los intermediarios que contratan los servicios de las granjas.
La presencia de estos mercaderes no gusta a todos. Hay bandas organizadas de jugadores que persiguen a los personajes sospechosos. Les atacan y les dedican apelativos racistas (en España es común referirse a ellos como chinofarmers). Este racismo adopta a veces formas mitológicas: se hostiga sistemáticamente a todos los personajes femeninos de la raza de los enanos. Existe la creencia de que son títeres en manos de los cibergranjeros. Más moderado se muestra Javier Dobón, campeón mundial de World of Warcraft, que ha ganado más de 25.000 euros jugando: "Lo veo mal porque rompe la economía y no tiene gracia que te lo den todo hecho. Pero si te sobra el dinero...".
Aunque muchos piensen que se trata de un mundillo despiadado, existe un código de honor. En los últimos años, algunas granjas han sustituido a los seres humanos por robots, aplicaciones informáticas que hacen el mismo trabajo de manera automática sin prácticamente costes. "He visto salas con 50 ordenadores y sólo dos personas supervisando", cuenta Gilmore, "pero a la mayoría de los jefes esto no les gusta. Creen que utilizar robots es traicionar los ideales de un juego que les apasiona".
Mientras, la madre de Ma-Liang vive feliz. Su casa es famosa en el pueblo por ser la única con conexión a Internet. La política china sólo le permitió tener un descendiente, pero ahora se siente madre de más de 20. Tiene una gran familia de la que presumir. No se imaginaba que una cibergranja podía servir para tanto. P
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