La desigualdad arrecia
Abundan los problemas que afectan a la gente, pero que están fuera de la agenda política
Después de años de caída del crecimiento, la recesión ha llegado a su fin, originando un clima de optimismo en los círculos empresariales y en los ámbitos oficiales. En ellos se piensa que en 2014 el PIB superará el 1% y que en 2015 se situará más allá del 2%. Se iniciará así un camino que nos llevará de nuevo hacia una sociedad más próspera.
Algunos tenemos una visión diferente de este momento económico, pensamos que el crecimiento será de baja intensidad y con poca creación de empleo, lo que hará que la recuperación tarde en dejarse sentir entre la gran mayoría de la población. La catarata de datos estructurales que vienen conociéndose justifican esta opinión.
Tras ellos emerge una crisis social producto de la desigualdad creada por un reparto cada vez peor de la renta y de la riqueza, que además puede hacerse crónica.
Inicialmente la desigualdad la produce el mercado donde se desencadenó una crisis de empleo que afectando a todo tipo de trabajadores, de cualquier edad y nivel educativo, se cebó más intensamente entre los jóvenes. La novedad estuvo en que el ajuste del empleo no se llevó a cabo jubilando a los mayores con peor formación, sino que recurrió a forzar la salida de los más jóvenes endureciéndoles sus condiciones de acceso y permanencia en el trabajo.
En las retribuciones las cosas no fueron mejor, los salarios sufrieron continuas rebajas, que redujeron su peso en la renta nacional. Desde 2007, perdieron en el PIB 2,4 puntos porcentuales, mientras que el excedente empresarial y las rentas mixtas aumentaron 2,9 puntos. El desplome del empleo —que había sido de 10,2 puntos porcentuales— junto con el aumento del paro —que fue del 18%— certifican lo ocurrido.
Las políticas públicas (educación, sanidad, protección social y fiscalidad) constituyen otro vector que se pone al servicio de la igualdad. En nuestro caso, la mancuerna de la denominada austeridad, ha estado integrada por la devaluación salarial y un ajuste a granel que maltrata a todo aquello que suena a público. Contemplándolas conjuntamente se ve que muchas familias, en cuantía bien diferente, soportaron una doble merma de recursos que deterioró su nivel de vida.
Siendo esto así, conviene que desde los agregados macroeconómicos se deslice el análisis aguas abajo, buscando elementos punzantes que proporcionen la mejor información de cuanto viene ocurriendo. Una primera aproximación debe llevarnos a observar los datos que el INE facilita sobre las condiciones de vida de los españoles. El gasto medio por persona, desde que se inició la crisis, disminuyó un 9,8% cuando el sustentador principal de la familia es un ocupado y un 21,7% cuando es un parado.
Si focalizamos la atención en los beneficiarios de las prestaciones por desempleo, vemos como éstas descienden desde 2010 a un mayor ritmo que el conjunto de los parados. Su tasa de cobertura cae continuamente. El último dato disponible la sitúa en el 57,7% cuando hace cuatro años era del 78,2%. Desciende el número de beneficiarios a la vez que el gasto medio por beneficiario, lo que se traduce en un menor gasto total. Un escenario poco alentador (CES).
Lo que más determina la desigualdad —lo que la ancla con fuerza a la pobreza— es la tasa de paro de los cabeza de familia. Unicef acaba de decirnos que el número de hogares en los que todos los adultos están sin trabajo se ha incrementado, desde 2010, en más del 30%. A la vez que esto ocurre, las Administraciones, entre otros, han reducido en el 15% el gasto en políticas de infancia.
Desde la atalaya que ofrecen estos ejemplos, puedo sostener que en España estamos dejando atrás el tiempo durante el que las diferencias disminuían. Ahora ocurre lo contrario, se está disparando la desigualdad, con el agravante de que la amenaza de exclusión ha ampliado su perímetro yendo más allá de los tradicionales sectores marginados.
A quien tenga trabajo hoy no se le garantiza que lo tenga mañana, tampoco que ese trabajo le proporcione la cobertura de sus necesidades básicas, lo que hace que esos ciudadanos vivan en un estado de constante ansiedad (Z. Bauman y M. Cruz). Todo ello lleva a que soportemos los efectos de una fuerte fragmentación social, que da origen a un clima de tensión y de polarización.
Pese a tan cruda realidad, hasta ahora las medidas a favor de la justicia económica y social no es que hayan sido tibias, es que han sido inexistentes. Hoy son muchos los ciudadanos españoles que necesitan que el Estado les apoye, aunque paradójicamente éste no hace acto de presencia. Por el contrario, abundan las situaciones en las que los problemas que afectan a la gente se encuentran fuera de la agenda política de los gobernantes o entran a formar parte del silencio y el olvido de la oposición. Lamentablemente, a pesar de que la crisis ha castigado a muchos con contundencia, el debate de las preferencias políticas y de la ordenación que hay que establecer en ellas para salir de este laberinto se encuentra mal planteado y peor resuelto.
Hay datos que muestran que las políticas de redistribución apoyadas en más transferencias sociales, para mejores sistemas de educación, sanidad y protección social y mayores impuestos personales directos, contribuyen a reducir las diferencias y a reparar las injusticias. Pero las cosas aquí no van en esa dirección, por lo que si no existe un cambio de sentido bien pudiera ocurrir que a lo largo de los próximos años los conflictos de esta sociedad empobrecida puede que den lugar a más antagonismo político que a consensos.
Desde ese prisma tiene lógica social el que en algún momento se llegue —si es que no se ha llegado ya— a que veamos cómo se desencadena una fuerte reacción en contra de la desigualdad. Que, debido al malestar existente, aparezcan con nitidez actitudes orientadas “a volver a colocar las cosas en su sitio”, abriendo un fuerte debate político dirigido a limitar, entre otras opciones, el recorte tributario que han venido disfrutando aquellos contribuyentes que poseían más renta y más patrimonio.
Hemos vuelto a un mundo con demanda insuficiente, que lleva años en una posición insostenible, en el que para salir de ella se necesita que el gasto público se comprometa más, favoreciendo la creación de empleo, en el que resulte atractivo elevar los impuestos, ya que ése es el procedimiento más sólido y consistente para reducir los déficits en las escuelas, las infraestructuras, la seguridad social o pagar la deuda (J. Robinson).
Estas políticas son imprescindibles, ya que es un error suponer que cuando salgamos de la crisis —y volvamos a generar empleo— la desigualdad, por sí sola, se reducirá. Solo podrá lograrse este propósito mediante una importante política de redistribución de rentas (L. Ayala).
Dando traslado de estos planteamientos a las opciones de política económica es como encontrarán solución estas cuestiones: ¿qué hay que hacer para afianzar la recuperación?, ¿cuál es el ritmo de consolidación presupuestaria que hay que aplicar?, ¿basta con engatusar a los contribuyentes para sostener que la propuesta de reforma fiscal es la adecuada?
En el Programa de Estabilidad 2014-2017 están las respuestas. Con él se pretende reducir el déficit en 44.000 millones de euros, a los que hay que sumar los 9.000 millones de euros que se dejaran de recaudar con la rebaja que se anuncia. En total 53.000 millones de euros menos. Un volumen de recursos desproporcionado que está a años luz de las necesidades de la sociedad española, en la que el desgaste sufrido por los servicios públicos y la eutanasia de las políticas de redistribución ha acentuado aún más las desigualdades. Por eso, los alquimistas que nos gobiernan deberían decirnos si han encontrado el elixir que en esta ocasión evite el daño generado con sus políticas ¿Cuánta desigualdad más piensan que podemos aguantar?
* Francisco Fernández Marugán es economista y exdiputado del PSOE
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