Mirada animal
Con visión telescópica o nocturna. Con membranas que facilitan el camuflaje entre la vegetación o con un alcance de 180 grados Millones de años de evolución han permitido a las especies desarrollar ojos en una fascinante variedad de aspectos, texturas y capacidades
Uno de los animales más extraordinarios y singulares del mundo es un primate: el tarsio, que habita las selvas de Filipinas y del sur de Asia. Cabe en la palma de una mano y tiene el aspecto de un duende del bosque, con sus orejas puntiagudas y, sobre todo, por sus ojos. Brillan en la oscuridad como globos gigantes y son 150 veces más grandes en comparación con su diminuto cuerpo. En las noches cerradas, el tarsio hace gala de una visión increíble; es capaz de detectar un insecto a seis metros de distancia sin apenas luz, en un mundo dominado por los sonidos. Su forma de cazar es inequívoca. Avanza hacia su presa en completo silencio, calcula la distancia para el salto y se impulsa con las garras extendidas hacia delante, surcando un par de metros de aire húmedo y negro, hasta caer sobre su víctima.
El tarsio es inequívocamente el primate que mejor ve en plena oscuridad. Sus ojos son tan colosales que superan en tamaño a cualquier órgano de su cuerpo. Recolectan cada brizna aprovechable de luz, allí donde un ser humano solo percibe negrura. Para igualar su potencia visual, nuestros ojos deberían tener tamaño de melones. El animal puede brincar con tanta energía que una persona tendría que superar de un salto una pista de tenis para igualar esa hazaña. Pero el tarsio es un primate como nosotros. Ha desarrollado una visión estereoscópica y en color. Es un pariente diminuto de los humanos, cuyos antecesores surgieron hace unos cincuenta millones de años, algún tiempo después de la desaparición del último dinosaurio.
La vida en la Tierra está bañada en radiación electromagnética desde su mismo origen. Esta radiación –la luz– ha permitido, a lo largo de cientos de millones de años de evolución, que ojos realmente asombrosos se desarrollen en una fascinante variedad de aspectos, texturas y capacidades. Los gusanos, por ejemplo, no tienen propiamente ojos y desde luego no perciben figuras, pero podría decirse que ven a través de la piel, gracias a unos fotorreceptores que les informan de dónde hay más luz que sombras. Las ranas no tienen visión estática, pero registran movimientos rápidos.
Las ranas son animales de rápidos reflejos, pero no pueden igualar la forma de ataque de la mantis marina (Odontodactylus scyllarus), un crustáceo de unos diez centímetros semejante a una gamba y que destroza los caparazones de sus víctimas con los puñetazos más rápidos y formidables jamás registrados. Sus golpes superan los 80 kilómetros por hora –con una aceleración 10.000 veces la de la gravedad– y son tan veloces que en su ejecución hacen hervir brevemente el agua a su alrededor, en forma de burbujas. Pero su capacidad para ver es aún más asombrosa. Si los seres humanos presumimos de visión binocular, estas gambas poseen el ojo más complejo del mundo natural. En comparación, los seres humanos somos casi ciegos.
Mientras que nuestros ojos tienen tres tipos de células fotorreceptoras –los conos, capaces de ver el rojo, el verde y el azul–, la mantis marina posee 16 tipos de receptores que pueden percibir la luz ultravioleta y hasta el infrarrojo, según estudios recientes. Y, lo que es más sorprendente, la luz polarizada. Su ojo tiene una banda central que constituye un complejo analizador del color, mientras que su campo de visión es triple: enfilan a su presa con tres partes distintas de cada ojo que en combinación fijan el objetivo en el centro de una cruz, como la mira de un arma telescópica.
La mantis obtiene información sobre la distancia que la separa de su presa y es capaz de percibir hasta 100.000 colores. Su ataque relámpago es posible gracias a esta asombrosa visión trinocular. Justin Marshall, de la Universidad de Queensland, en Australia, cree que la gamba utiliza la luz polarizada reflejada de las escamas de los cuerpos de sus semejantes como una manera de comunicación y para el apareamiento. Este crustáceo “se adentra en una nueva dimensión de la visión”, indicó Marshall al portal Science Daily.
Los ojos del tarsio, un primate que habita en filipinas y el sur de asia, superan cualquier órgano de su cuerpo
Las comparaciones resultan a veces inevitables, pero la máxima en la evolución es que cada grupo animal está adaptado a ver lo que le es útil. Establecer un ranking de este campo en la zoología no tiene mucho sentido. “Para un perro, el olfato juega un papel mucho mayor que la visión”, asegura el filósofo y naturalista Jesús Mosterín, que ha colaborado en las producciones televisivas del doctor Félix Rodríguez de la Fuente o en el Proyecto Gran Simio. “La visión es el sentido más importante para nosotros, y por eso entre los mamíferos, que tienen en general una mala visión en colores, los primates somos los que mejor vemos”.
Las aves, por ejemplo, tienen cuatro tipos de conos, y algunas son capaces de percibir luz ultravioleta. Y entre ellas son los buitres los que poseen una mirada más aguda. Sus ojos están adaptados de forma que en el centro del campo de visión la imagen se magnifica hasta 2,5 veces. Parte de la retina está formada por receptores de luz mucho más sensibles que el resto. Es como si llevaran una lupa de aumento.
La escena de una manada de buitres descendiendo para hacerse con la carroña es siempre un capítulo posterior a la caza por parte de un gran felino. Su retina contiene una franja horizontal más enriquecida en conos, las células que captan el color. De este modo, los guepardos pueden enfocar con mucha mayor precisión sus presas sobre el horizonte, narra Mosterín en El reino de los animales (Alianza Editorial), donde examina los sentidos de un amplio número de organismos. Todo el libro es una fascinante mezcla de biología y filosofía. En las personas, la visión es insustituible; en los animales, habituados a vivir en cavernas o en la oscuridad, se trata de un estorbo.
Los búhos y las serpientes son animales nocturnos. Los primeros tienen enormes ojos que les proporcionan un ángulo de visión de 110 grados –70 de ellos en visión binocular– y son extraordinarios para recolectar la luz en condiciones muy pobres. Pero en la oscuridad no hay colores que ver, así que los búhos perciben mal el color. En cambio, serpientes como pitones y boas poseen una vista direccional en infrarrojo. Los crótalos han desarrollado unas fosas entre los ojos y la nariz cuyas terminaciones nerviosas captan el calor y envían la información al cerebro para que procese una imagen térmica. El calor nos descubre peligrosamente en la oscuridad. “Una serpiente que tenga un ratón a su izquierda no está viendo el dibujo del animal, sino la fuente de su calor”, indica Mosterín. Tanto el infrarrojo como el ultravioleta ofrecen percepciones inalcanzables para los humanos.
En comparación con las mantis, los humanos somos prácticamente ciegos
Si analizamos el mundo visto por los arácnidos e insectos, llegamos a la conclusión de que resulta extraordinario y diferente a la vez. Las arañas tejedoras tienen grandes ojos que funcionan como colectores de fotones, de manera que pueden ver con una décima parte de la luz que precisa una persona. La visión de esos ojos –que en esencia se parece a la nuestra– a veces se superpone, doblando su potencia, y captan muy bien el movimiento. Tejen su telaraña y pueden cazar por la noche.
Las abejas, por ejemplo, son incapaces de ver el rojo, pero sí el azul, el verde y la luz ultravioleta. Sus ojos compuestos están formados por miles de omatidios, cada uno provisto de una lente, un fotorreceptor y una terminación nerviosa. Pero el insecto no capta miles de imágenes por separado, como comúnmente se cree. Y percibe “pistas de aterrizaje” en la flor en ultravioleta. Unas claves que son invisibles para nosotros, lo que quiere decir que solo las abejas ven los verdaderos colores que tienen sentido para la polinización. El amarillo de los pétalos de un diente de león (Taraxacum officinale) que tanto nos gusta resulta irrelevante tanto a la abeja como a la planta.
Nuestros órganos también han sido fuente de debate filosófico, dice Mosterín en su obra. El propio Darwin albergó ciertas dudas sobre la construcción perfecta del ojo humano como resultado de un proceso de aciertos y errores, producto de la selección natural. Y antes, el clérigo anglicano William Paley, en el siglo XVII, se había maravillado ante su complejidad atribuyéndolo al diseño inteligente de un creador. Pero lo cierto es que en la construcción del ojo humano hay una serie de imperfecciones que casi cabría definir como chapuzas, sobre todo si lo comparamos con los de los cefalópodos. Están presentes los mismos elementos que en una cámara fotográfica (la córnea, el cristalino como lente interna, el iris como diafragma y la retina, la parte sensible a la luz). Pero no dispuestos de una forma eficiente, nos dice este filósofo y zoólogo español en una interesante reflexión final: “Nuestro ojo está lleno de defectos de ingeniería. La luz nos viene por delante, por la pupila, y nos llega a la retina. Los nervios que salen de los receptores van al cerebro, y lo lógico sería que fueran por detrás, para llegar al cerebro de forma directa, como ocurre en los cefalópodos. Pero en los mamíferos, el nervio sale hacia delante, hacia la pupila, y luego tiene que dar marcha atrás, rompiendo la retina por un lugar que es el punto ciego. Es un gran defecto que no tienen los ojos de los pulpos, calamares o sepias”.
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